El di¨¢logo
Soy un partidario del di¨¢logo. Quiero hablar con los muertos, m¨¢s elocuentes hoy que los vivos, limitados en nuestra supervivencia a llorar y no entender nada, a pedir venganza, calma o justicia.
Me gustar¨ªa cambiar unas palabras con la viajera de la boca abierta que he visto una y otra vez en las im¨¢genes televisadas, empotrado su cuerpo yerto entre los hierros de un tren; a su lado colgaba un trapo, incapaz de tapar esos labios r¨ªgidos, esa garganta que tal vez no lleg¨® a pedir auxilio. Querr¨ªa ser la ¨²ltima persona con la que habl¨® en el tren dicha mujer, antes del estallido; el depositario del malhumor de su madrug¨®n o de la alegr¨ªa con que iba a su destino en un trabajo que esa misma ma?ana empezaba; el auxiliar del dolor que ya no puede sufrir.
Me gustar¨ªa conocer la lengua propia de esa otra mujer rubia, tal vez checa, que buscaba a su marido en la puerta de un hospital, chapurreando angustiadamente; consolarla en su idioma y darle -en ¨¢rabe- palabras de congratulaci¨®n a la madre norteafricana que, con su hijo malherido al lado, contaba ante una c¨¢mara la suerte de haber escapado por segunda vez a un tr¨¢gico sino. Lo sab¨ªamos, pero este d¨ªa aciago de Madrid nos recuerda de forma mordiente hasta qu¨¦ punto las v¨ªctimas terroristas no tienen denominaci¨®n de origen. Todos somos unos sin papeles en el estado universal del terror.
El ser humano es, desde que nace, rey de su vida, dec¨ªa Oscar Wilde. Los afortunados llevan hasta la extrema vejez la corona de la salud; otros sufren j¨®venes, de modo intempestivo, el exilio forzoso de la mortalidad. Tambi¨¦n est¨¢n los que abdican voluntariamente del don hereditario de vivir. Ayer Madrid estaba lleno de humildes cad¨¢veres reales, y a su alrededor los vivos deambulaban como s¨²bditos de un reino invadido, mientras m¨¢s de mil soberanos en peligro mortal luchaban por seguir viviendo en la cama de un hospital. Tambi¨¦n con esos heridos graves querr¨ªa yo cambiar impresiones. Dialogar sobre c¨®mo de fr¨ªa o ardiente es la muerte cuando pasa a tu lado.
S¨®lo el di¨¢logo nos har¨¢ justos, dicen los dialogantes a ultranza, que suelen ser gente de buena intenci¨®n izquierdista y escaso apego a los trenes de cercan¨ªas. Enterraremos a los muertos, curar¨¢n las heridas que tengan cura, arrastrar¨¢n los m¨¢s desdichados su mutilaci¨®n, su p¨¦rdida. No olvidaremos nunca este once de marzo, pero s¨ª se disipar¨¢, inevitablemente, la congoja sentida en el terrible d¨ªa. Y volver¨¢n a o¨ªrse voces conciliadoras: di¨¢logo.
Uno de los pasajes m¨¢s misteriosos del Libro de los muertos lleva por t¨ªtulo El peso del coraz¨®n del difunto. En ¨¦l el escriba narrador se dirige a "mi coraz¨®n mi madre", pidi¨¦ndole compa?¨ªa en la dif¨ªcil prueba de pesar su alma en la Gran Balanza final. El escriba, Osiris Ani, fue afortunado: "su coraz¨®n se estim¨® justo". ?Cu¨¢nto pesa el coraz¨®n de doscientos cad¨¢veres inocentes, cu¨¢nto el cuerpo da?ado de mil quinientas almas? Nadie, ni siquiera las v¨ªctimas de este atentado brutal, har¨¢ que demos m¨¢s peso a las ideas vacuas, soberbias, autoritarias, de Aznar y su gobierno. Pero tampoco otros argumentos opuestos han de hacer que la balanza se incline a ceder, a olvidar, y a¨²n menos a perdonar a los asesinos. No puede dialogarse con quienes hablan matando, con los especuladores de la cantidad acumulada de v¨ªctimas. Sigamos el di¨¢logo con los que no est¨¢n pero pesan en nuestro coraz¨®n. Con esos cientos de madrile?os que tomaron ayer por la ma?ana el tren en el que nosotros seguimos, al lado de su vac¨ªo, viajando.
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