Con perd¨®n
El desenlace de unas elecciones suele traer consigo, a modo de efecto inevitable, la volatilizaci¨®n de todo lo ocurrido a lo largo de la campa?a electoral, de tal manera que la mayor parte de los protagonistas suele coincidir en la inutilidad de volver sobre lo que fue dicho y planteado antes de que la ciudadan¨ªa se pronunciara en las urnas. Sin embargo, esta actitud, comprensible desde el punto de vista pragm¨¢tico, tal vez no resulte la m¨¢s adecuada desde otra perspectiva. Quiz¨¢ sea precisamente ahora, una vez que en un cierto sentido todo ha pasado, el mejor momento para reflexionar con algo m¨¢s de sosiego sobre determinados asuntos. En particular, sobre uno. En el fragor de la batalla dial¨¦ctica, en el cruce de argumentaciones (en su mayor parte desmesuradas), un t¨¦rmino que se reiter¨® constantemente, en contextos algo distintos, fue el de perd¨®n. En primer lugar, para recoger velas tras alguna salida de tono (el caso del presidente de la Comunidad Aut¨®noma de Murcia acusando de borracho a Pasqual Maragall resultar¨ªa paradigm¨¢tico de tales excesos), pero, sobre todo, para hacer referencia a lo que resulta (o no) esperable de las v¨ªctimas de la violencia, v¨ªctimas llamadas a presencia, por ¨²ltima vez, en el brutal atentado del pasado 11 de marzo en Madrid.
Desafortunadamente, la idea de perd¨®n lleva mucho tiempo envenenada. El perd¨®n constituye, junto con la promesa, uno de los gestos que mejor define la condici¨®n humana. Perdonar tiene algo, en sus or¨ªgenes, de rechazo a la fatalidad de lo ocurrido. Cuando decimos "lo pasado, pasado", estamos afirmando no s¨®lo que del pasado lo ¨²nico que podemos hacer es irnos olvidando, puesto que no hay forma de que vuelva, sino tambi¨¦n que es la realidad m¨¢s s¨®lida, m¨¢s firme, m¨¢s inalterable que podamos concebir, como viene expresado en el viejo refr¨¢n popular "el pasado puede m¨¢s que Dios". As¨ª las cosas, perdonar tiene algo de rechazo, de enfrentamiento a la dictadura del pasado, a su aparente irreversibilidad. Es como si el que perdona le dijera al mundo: "Esperad un momento, que sobre este asunto todav¨ªa me queda algo por hacer".
Eso que le queda por hacer al que perdona pertenece a un orden espec¨ªfico. Por decirlo con las palabras que utiliza Javier S¨¢daba en su libro El perd¨®n, en el gesto de perdonar se expresa la soberan¨ªa del yo, que, en su plena autonom¨ªa, se enfrenta a otro yo. De hecho, cuando empezamos a ejercitarnos en la pr¨¢ctica del perd¨®n, una de las primeras cosas que nos suele sorprender es la incomprensi¨®n ajena. "Pero, ?c¨®mo has podido perdonar semejante cosa?", se nos suele decir. En tales momentos empezamos a ver la diferencia de perspectivas: esas terceras personas nos plantean su recriminaci¨®n desde un punto de vista (por ejemplo, el de alg¨²n leg¨ªtimo derecho que nos asist¨ªa y al que estamos renunciando) que poco o nada tiene que ver con la naturaleza del perdonar.
Y es que el perd¨®n fundamentalmente significa, utilizando la definici¨®n de Butler, la supresi¨®n del resentimiento. Perdonar, por tanto, no equivale a olvidar (por m¨¢s que tantas veces se equiparen ambos t¨¦rminos) ni a absolver. El perdonado no se torna inocente tras el perd¨®n. Puede quedar, si ello est¨¢ en manos de la v¨ªctima, eximido del castigo, pero ello no resulta forzoso. Quien perdona no renuncia a la memoria, sino al odio (tal vez porque, como se?alaba Arendt, se perdona a la persona, no lo que ha hecho). Se desprende de esto que, si con alguna virtud tiene que ver la facultad de perdonar, es con la misericordia, aunque tambi¨¦n mantenga un parentesco cercano con la generosidad (que es la virtud del don). Ninguna de las dos es innata: ambas se alcanzan b¨¢sicamente a trav¨¦s del conocimiento, tanto de los otros como de uno mismo. Tanto la literatura como el cine proporcionan numerosas ilustraciones de ese proceso por el cual alguien, inicialmente convencido de su absoluta lejan¨ªa moral respecto a ciertas conductas, manifiestamente condenables, a medida que las va examinando de cerca y conociendo en detalle a sus protagonistas, puede llegar a sentirse incluso fascinado por ese abismo de maldad y abyecci¨®n.
En todo caso, ser¨ªa una contradicci¨®n en los t¨¦rminos plantear algo parecido a un perd¨®n obligatorio o tan siquiera sometido a reglas. La expresi¨®n, pongamos por caso, "perd¨®n merecido" constituir¨ªa un buen ejemplo de este mal uso de las palabras: ese presunto perd¨®n merecido no ser¨ªa en realidad perd¨®n, sino justicia. Si perdonar es en gran medida renunciar a algo a lo que uno tiene derecho, en ning¨²n caso podemos plantearlo bajo la figura de la obligaci¨®n. El problema es que, aunque el perd¨®n no est¨¦ sometido a reglas, sin duda padece much¨ªsimas presiones. En m¨²ltiples ocasiones hemos visto repetida la misma escena: el familiar de la v¨ªctima a quien, todav¨ªa en presencia de su ser querido, alg¨²n representante de los medios de comunicaci¨®n le coloca delante un micr¨®fono y le pregunta: "?Perdona usted a quien ha hecho esto?", situando impl¨ªcitamente a aquella persona, en el supuesto de que osara responder de forma negativa, en el lugar del resentido o del rencoroso.
Hay, sin duda, en nuestra sociedad perdones bien vistos y perdones mal vistos. El caso de las v¨ªctimas del terrorismo pertenece al primer grupo. Determinados sectores sociales y pol¨ªticos instan en los ¨²ltimos tiempos a estas v¨ªctimas a un gesto de grandeza y de generosidad como medio indispensable para alcanzar la reconciliaci¨®n final, la soluci¨®n definitiva de la crisis. Ejemplo del segundo grupo lo constituir¨ªan actualmente las v¨ªctimas de la violencia dom¨¦stica, que, de haber sido conminadas durante a?os a callar, aguantar y perdonar, ahora se ven impelidas exactamente a lo contrario. A trav¨¦s de ¨¦stas o de otras presiones, en el perd¨®n se infiltra una l¨®gica que, aunque en modo alguno le es extra?a, se desarrolla en otro plano: me refiero a la l¨®gica de la funcionalidad social.
El perd¨®n, en efecto, es un elemento imprescindible de la convivencia. De una parte, todos hemos de perdonar y hacernos perdonar para poder seguir juntos. Si los dem¨¢s nos siguieran teniendo en cuenta lo que de malo les pudimos haber hecho en el pasado, estar¨ªamos condenados a la m¨¢s absoluta de las soledades. La disposici¨®n a perdonar constituye condici¨®n de posibilidad para los v¨ªnculos interpersonales m¨¢s fuertes. Al amigo, por poner un ejemplo, hay que perdon¨¢rselo (casi) todo, porque, de no ser as¨ª, se le pierde. Es m¨¢s, un nivel demasiado alto de exigencia impide incluso el surgimiento mismo de la amistad. Pero, de otra parte, en el plano m¨¢s general, tambi¨¦n resultan imprescindibles formas de perd¨®n. Aunque la idea de prescripci¨®n haga referencia a lo jur¨ªdico m¨¢s que al perd¨®n propiamente dicho, algo hay en su contenido que se podr¨ªa aplicar a ¨¦ste. La prescripci¨®n viene a ser un recurso a trav¨¦s del cual la sociedad asume que no puede mantener indefinidamente abiertas todas las causas pendientes, todos los da?os infligidos, todas las reparaciones por satisfacer. No hay comunidad que pueda cargar sobre sus espaldas la acumulaci¨®n indefinida de agravios. Tambi¨¦n el grupo, al igual que el individuo, tiene que drenar su propio pasado. Hacer tabla rasa, o borr¨®n y cuenta nueva, es, en muchos momentos de la vida de las personas y de la historia de los pueblos, condici¨®n necesaria (no siempre suficiente, por descontado) para poder continuar. En ese sentido, bien pudi¨¦ramos decir que el perd¨®n es como la prohibici¨®n del incesto: un mecanismo para la supervivencia del grupo.
Pues bien, es la introducci¨®n en el discurso y en el debate acerca del perd¨®n de l¨®gicas situadas en esos otros planos lo que est¨¢ contribuyendo grandemente al envenenamiento de la idea al que me refer¨ªa al principio. Pienso ahora, c¨®mo no, en la particular modulaci¨®n de la funcionalidad social que se da en la pol¨ªtica. Llevamos demasiado tiempo utilizando en la discusi¨®n partidaria los muertos como arma arrojadiza que sustituye la genuina posici¨®n de argumentos. Pero a las v¨ªctimas les es debido algo que no pertenece propiamente al orden de la pol¨ªtica, sino al orden de la ¨¦tica. Se les debe reconocimiento, compasi¨®n, solidaridad y ayuda. Prefiero, por obvias razones de delicadeza, no poner como ejemplo de lo que nunca se debe hacer algunas de las reacciones que tuvieron lugar tras la masacre de Madrid, y remontarme s¨®lo un poco m¨¢s atr¨¢s. Afirmar, como hizo Mariano Rajoy en su momento, que el PP no acud¨ªa a la manifestaci¨®n de Barcelona de finales de febrero porque no acud¨ªa la Asociaci¨®n de V¨ªctimas del Terrorismo constituye una obscena manipulaci¨®n del sufrimiento ajeno. ?O es que el entonces presidente Aznar consult¨® con dicha asociaci¨®n en su primera legislatura, cuando envi¨® emisarios a negociar con ETA y se refer¨ªa a ella y a su entorno como "MNLV"? Por desgracia, abundan los ejemplos en otros sitios: tampoco parecen agua clara muchos de los que exigen a las v¨ªctimas el perd¨®n siendo, ellos mismos, apasionados defensores de un discurso edificado precisamente sobre lo m¨¢s opuesto al perd¨®n, esto es, el odio (odio a otras posiciones pol¨ªticas, a otras lenguas, a otros sentimientos de pertenencia, a otros s¨ªmbolos...).
Alrededor de las v¨ªctimas no debiera haber confrontaci¨®n pol¨ªtica, sino unidad democr¨¢tica, porque la condici¨®n de aqu¨¦llas no pertenece a la esfera de la pol¨ªtica, sino que es previa a la misma. Pero tambi¨¦n porque usarlas as¨ª es una forma de negarles el derecho inalienable que poseen a perdonar o no, a guardar luto por sus muertos en la manera que ellas -y s¨®lo ellas- estimen oportuna. Qu¨¦ menos.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona.
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