Instituciones mal pensadas
En Espa?a tenemos dos tribunales supremos, ambos con sede en Madrid: el primero lleva tal nombre -Tribunal Supremo- y el segundo es el int¨¦rprete supremo de la Constituci¨®n -Tribunal Constitucional. Llevan a?os gastando recursos p¨²blicos en una guerra sorda por el poder ¨²ltimo de interpretar las leyes. Ante los ojos at¨®nitos de millones de contribuyentes, han disputado por los derechos de los hijos a saber de sus padres, por los de las mujeres famosas a preservar los restos de su vida dom¨¦stica, por el modo m¨¢s correcto de designar a sus ayudantes y, ¨²ltimamente, por cu¨¢l de los dos tribunales puede fiscalizar la conducta del otro. Aunque la contienda todav¨ªa no est¨¢ decidida, va ganando el Tribunal Supremo. Todos los dem¨¢s perdemos. Y mucho.
El Tribunal Supremo y el Constitucional presentan un dise?o institucional claramente defectuoso
En la ¨²ltima batalla de esta guerra de jueces, un abogado, partidario de las oposiciones y disconforme con la pr¨¢ctica de los magistrados del Tribunal Constitucional consistente en designar a dedo a los letrados que les ayudan, recurri¨® en amparo ante el Constitucional una sentencia del Supremo, que hab¨ªa rechazado su pretensi¨®n. Pero el recurso se dirig¨ªa "al Tribunal Constitucional sustituido por la formaci¨®n que garantice un examen imparcial", por lo que ¨¦ste, entrando al trapo, lo rechaz¨® sin mayores miramientos, pues "no est¨¢ dirigido a este tribunal sino a otro hipot¨¦tico".
Conseguido el papel, nuestro abogado lo llev¨® a la sala primera del Tribunal Supremo y pidi¨® a sus magistrados que condenaran a sus colegas del Constitucional, por haberse negado a resolver, a pagarle una indemnizaci¨®n y a su cese. La sentencia del Tribunal Supremo de 23 de enero de 2004 dio lugar a lo primero -conden¨® a 11 de los 12 magistrados del Constitucional a pagar 500 euros cada uno-, pero no a lo segundo. El magistrado Francisco Mar¨ªn Cast¨¢n discrep¨® de la mayor¨ªa y redact¨® un voto particular que es el ¨²nico escrito sensato en toda esta deplorable historia: "Si un litigante pide una declaraci¨®n de propiedad sobre las estrellas, el juez que examine semejante pretensi¨®n podr¨¢ rechazarla" por mil razones distintas, ninguna de las cuales -me permito a?adir- requiere haber llegado a magistrado del Tribunal Supremo o del Constitucional: cualquier ciudadano, cuyos impuestos pagan el sueldo de toda esta gente, sabe por qu¨¦ no hay derecho alguno a pedir la luna y las estrellas.
El conflicto est¨¢ degenerando en farsa: los magistrados del Constitucional condenados a pagar han presentado un delirante recurso de amparo ante s¨ª mismos que, al parecer, podr¨ªa ser resuelto por los nuevos magistrados que habr¨ªan de sustituir a cuatro de los antiguos que cesar¨¢n la pr¨®xima primavera.
La mayor parte de mis colegas que han escrito sobre este disparate se ha inclinado por dar la raz¨®n a uno u otro de los tribunales en conflicto. Pero la herida no duele tanto por los fallos de las personas como por las costuras de un dise?o institucional claramente defectuoso: hay dos tribunales supremos superpuestos que, adem¨¢s, tienen competencia para conocer de los mismos casos en amparo. Si entonces uno de ellos resuelve a disgusto del otro, el conflicto est¨¢ servido.
La mejor soluci¨®n es probablemente la estadounidense: los americanos cuentan desde hace dos siglos con un ¨²nico tribunal supremo federal que funciona bien, casi dir¨ªa que muy bien. Sus nueve magistrados son designados por el presidente y confirmados por el Senado si sobreviven a un debate pol¨ªtico feroz. Son vitalicios y tienen el poder de escoger qu¨¦ casos, de entre los que llegan a su tribunal, van a resolver. Sus sentencias y votos particulares est¨¢n redactados en un ingl¨¦s impecable y sus razonamientos de fondo son inteligibles.
En esto, Europa es distinta, pero no mejor: aqu¨ª, jam¨¢s hemos osado situar a un ¨²nico tribunal, a la vez supremo y constitucional, en la c¨²spide de nuestro sistema judicial. La raz¨®n es que los jueces ordinarios, cuya organizaci¨®n culmina en el Tribunal Supremo, son funcionarios de carrera, mientras que la justicia constitucional es intr¨ªnsecamente pol¨ªtica. Por ello, los pol¨ªticos europeos nunca han querido dejar decisiones transcendentales en manos de un gremio de funcionarios. Mas, por lo mismo, tampoco han confiado nunca en los magistrados mismos de sus tribunales constitucionales y han recortado mucho su poder por el procedimiento de limitar la duraci¨®n de su cargo, nueve a?os en Espa?a. Ello les deja en situaci¨®n de debilidad extrema ante un nutrido Tribunal Supremo compuesto por un centenar de jueces que s¨®lo se retiran por jubilaci¨®n.
La soluci¨®n ideal ser¨ªa refundir ambos tribunales en uno solo, pero ello requerir¨ªa un cambio constitucional m¨¢s media docena de estadistas repartidos con equidad en los partidos pol¨ªticos, y ya he dicho que no se puede pedir la luna y las estrellas.
Una propuesta viable reforzar¨ªa las competencias del Supremo en los amparos y la posici¨®n de los magistrados del Constitucional ampliando la duraci¨®n de su cargo hasta los 12 a?os -como en Alemania- y permiti¨¦ndoles escoger los casos que fueran a resolver -como en Am¨¦rica. Si de paso se descentralizara y agilizara la justicia ordinaria para evitar que los pleitos que pasan por la casaci¨®n y, luego, por el amparo duren m¨¢s de 10 a?os, la justicia espa?ola dar¨ªa un paso de gigante. Todo es echar a andar.
Pablo Salvador Coderch es catedr¨¢tico de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra
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