Plaza de Las Doblas
Desde hace unos a?os, C¨®rdoba est¨¢ cambiando m¨¢s intensa y r¨¢pidamente de lo que seguramente lo hab¨ªa hecho nunca antes. Se ha modificado profundamente la fisonom¨ªa de zonas neur¨¢lgicas, se est¨¢n construyendo barrios enteros y se renuevan calles, plazas y rincones, de forma que todo va quedando m¨¢s vistoso, presentable, agradable y vividero.
Como quiera que parte de nuestro ¨¢mbito urbano ha merecido la calificaci¨®n de Patrimonio de la Humanidad, este proceso se ha confiado al arbitrio de un plantel de tecn¨®cratas del urbanismo tan nutrido como selecto que, desde la Gerencia, lo dirige con la vista siempre fija en un ¨²nico horizonte: "Hacer ciudad". Pero a veces da la sensaci¨®n de que esta meta se confunde con la de "hacer curr¨ªculum" en las miopes miras de alguno de estos arquitectos, a los que se les va la mano y acaban haciendo m¨¢s ciudad de la necesaria.
Algo as¨ª debe haber ocurrido en la plaza de Las Doblas, donde no parec¨ªa preciso hacer nada. Era un rinc¨®n de encanto que s¨®lo requer¨ªa la concurrencia de transe¨²ntes dispuestos a gozar de su recogimiento, un par¨¦ntesis de sosiego en pleno centro, con su fuentecita calmosa y su aroma a azahar reconcentrado en primavera. Un lujo irrepetible destruido tan brutal como gratuitamente. No se comprende esta actuaci¨®n, salvo consider¨¢ndola promovida a la mayor gloria de cualquier artista del hormig¨®n obcecado en su af¨¢n de lucimiento.
Quiz¨¢ C¨®rdoba ha llegado a ser una ciudad bella por haberse desarrollado al margen de las corrientes arquitect¨®nicas. Y, quiz¨¢, la gesti¨®n que requiere es m¨¢s bien de realce que de reconstrucci¨®n. En cualquier caso, deber¨ªan tener m¨¢s cuidado con lo que eliminan.
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