Mundos abiertos, mundos cerrados
Fue uno de esos periodos que hoy nos parecen filmados a c¨¢mara r¨¢pida, una crecida del r¨ªo humano durante la cual nada pudo escapar al arrastre masivo del tiempo. Por aquellos a?os primeros del siglo XVIII, unos se embarcaron en prodigiosas traves¨ªas por varios oc¨¦anos, otros cruzaron espacios colosales apenas habitados, todos con el fin de incluir en su colecci¨®n una nueva planta, otro f¨®sil, insecto o pluma de ave. Numerosos caballeros abandonaron sus acomodadas posiciones de Londres, Par¨ªs y Berl¨ªn para excavar en t¨¦tricos desiertos de Turqu¨ªa, Siria, India, y regresar con un comp¨¢s babilonio, un amuleto sarraceno o una tetera birmana. Muchos, much¨ªsimos, se obsesionaron con las lenguas ex¨®ticas y emigraron a remot¨ªsimos pa¨ªses; o bien pudieron o¨ªr, incomprensiblemente, las palabras de otras lenguas ya muertas desde hac¨ªa miles de a?os, y abrieron sus f¨¦retros de barro, piedra, papiro, con el fin de exhumar perdidos soliloquios. Aquellos curiosos caballeros suelen denominarse "los ilustrados" y el periodo que vivieron se llama, como es l¨®gico, "la Ilustraci¨®n". Una nueva galer¨ªa del British Museum reci¨¦n inaugurada, la que fuera espl¨¦ndida biblioteca de Jorge III, ha sido dedicada a aquel extraordinario movimiento f¨ªsico y mental.
Desde finales del siglo XVII y hasta que la Revoluci¨®n Francesa volvi¨® a desencajar el eje del mundo, la acumulaci¨®n de objetos aportados por viajeros ilustrados fue monstruosa. Los coleccionistas amontonaron, apresurados por un tiempo que intu¨ªan escaso, toneladas de objetos heterog¨¦neos: una muela de mastodonte fraternizaba en la misma caja con un par de alpargatas de Coromandel, un sello macedonio y un cilindro de barro cubierto de incisiones cuneiformes. Sin embargo, el caos s¨®lo era aparente. Gracias a la acumulaci¨®n, los archiveros pudieron poblar sus rimeros, los sabios fueron uniendo cabos, y el aparente barullo tom¨® forma; el orden del mundo fue apareciendo despacio, como las luces y sombras en el revelado de una fotograf¨ªa, y cuando estuvo completo vieron que era bueno.
Mejor que bueno, asombroso. Cuando por fin todas las plantas, animales, minerales, monedas, f¨®siles, lenguas, utensilios y amuletos se hubieron clasificado, los ilustrados trazaron en¨¦rgicas l¨ªneas que, como vigas y pilares, pusieron en pie un espl¨¦ndido edificio. Por primera vez en la corta vida de la humanidad, el universo era un lugar comprensible; se hab¨ªa resuelto el enigma de la naturaleza. Alcanzada la edad de la raz¨®n, los humanos pod¨ªan finalmente prescindir de la magia y de los hechiceros, es decir, del clero.
Poco dur¨® la armon¨ªa. Este asalto de la raz¨®n, el coraje intelectual y la rectitud moral no logr¨® sino abrir m¨¢s interrogantes de los que cerraba, como es lo propio de todo pensamiento vigoroso y verdadero. Tras las guerras napole¨®nicas y el Congreso de Viena, comenzaron a apagarse las lumbres solares de la ilustraci¨®n y en su lugar se encendieron las antorchas f¨²nebres del romanticismo.
Lo que antes hab¨ªa sido valorado por su visibilidad, exterioridad, claridad, luminosidad y raciocinio, era ahora execrado como desencantado y prosaico. Los nuevos valores eran la intimidad, la alucinaci¨®n, lo nocturno, lo sentimental. Nosotros todav¨ªa vivimos en esa esquizofrenia del alma y unos est¨¢n por el entendimiento y el juicio razonado, pero otros, por el sentimiento y el himno emocionado. Los primeros son los globalistas, los segundos son los localistas. Para los primeros, lo esencial es aquello que tenemos en com¨²n todos los humanos; para los segundos, lo esencial es lo suyo, lo intransferible.
Obs¨¦rvese que los ilustrados fundaron un universo unificado (o global) porque no pod¨ªan admitir que Dios interviniera ya m¨¢s en el mundo. Hasta la Ilustraci¨®n, un viajero (Herodoto o Magallanes, por ejemplo) pod¨ªa jurar haber conocido, en su errancia, seres humanos con seis brazos y nadie se llamaba a esc¨¢ndalo, sino que mostraba una educada curiosidad. Los ilustrados demostraron que tal cosa era imposible: todos los humanos ¨¦ramos iguales. No es que Dios no haga excepciones, dijeron, es que si las hubiera, entonces Dios existir¨ªa. La alternativa era obvia: o bien no hay ning¨²n lugar o persona excepcional y sagrada; o bien la hay. En el primer caso, Dios no pasa de ser una creencia privada, como las brujas o los OVNI. En el segundo, lo mejor que podemos hacer es sentarnos a esperar el Juicio Final, como los M¨¢rtires de Al Aqsa. Por esta raz¨®n le cortaron el cuello a la monarqu¨ªa francesa, como prueba cient¨ªfica de que nada era inmortal.
Los ilustrados decidieron que nadie ni nada era excepcional o sagrado. Poco despu¨¦s, los rom¨¢nticos tomar¨ªan el camino opuesto: s¨®lo lo excepcional y lo sagrado despertaba su inter¨¦s. El mundo rom¨¢ntico es un congreso de ornitorrincos que hablan idiomas intraducibles. Para los rom¨¢nticos s¨®lo lo local, lo idi¨®tico, lo nativo, lo original, lo propio, tiene sentido. Lo otro, lo com¨²n, les aburre e irrita. Qu¨¦ le vamos a hacer.
Eso no quiere decir que la Ilustraci¨®n sea un pasado tan difunto como el chamanismo siberiano. Nada de eso. En la ¨²ltima d¨¦cada se ha renovado la batalla por la seriedad cient¨ªfica y contra la charlataner¨ªa, por el sobrio raciocinio y contra el delirio ide¨®logico, por una justicia com¨²n y contra el narcisismo de la diferencia. La apertura de este soberbio espacio del British Museum llega en el momento preciso, con exactitud brit¨¢nica, y nosotros, que por la manana amanecemos ilustrados y esa misma noche nos hemos convertido en unos pelmazos rom¨¢nticos, lo saludamos con alborozo.
F¨¦lix de Az¨²a es escritor.
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