El perfil del maltratador
Llevan raz¨®n los diferentes estudios sociol¨®gicos que han coincidido en demostrar que no hay un perfil predeterminado de las personas que maltratan, arremeten o asesinan a su compa?era o esposa.
Ni son rubios o morenos, bajos o altos, feos o guapos, con o sin cultura, vivan en el Norte o en el Sur, gordos o flacos, ojos azules o verdes, alcoh¨®licos o no bebedores, ejecutivos o peones, guardias civiles o polic¨ªas, jubilados o j¨®venes... Los que maltratan, sencillamente, son hombres y a los hombres nos diferencian much¨ªsimos aspectos f¨ªsicos o de modales, pero todos tenemos un mismo denominador en com¨²n: Nos creemos due?os de la mujer que tenemos a nuestra vera. Esa creencia la vamos adquiriendo y fraguando a lo largo de nuestra vida educativa y se convierte en nosotros en un derecho sobre la mujer, que termina siendo terrible y vergonzoso.
En nuestra cultura, a los hombres se nos prepara para ejercer el poder en el seno de la familia y para jugar una bien determinada funci¨®n social que nos aleja considerablemente de las mujeres. A la mujer se la prepara para llevar y administrar la casa y para cuidar de nosotros, aunque est¨¦n trabajando fuera del hogar.
El machismo reinante pone buenos ojos a los desmanes sexuales del hombre fuera de la pareja. Si es la mujer, es condenada de por vida. A ellas les corresponde toda la responsabilidad y la atenci¨®n a las much¨ªsimas necesidades que requiere la convivencia. Son ellas las que est¨¢n al tanto si hace falta comprar cucharas, tenedores, calcetines, pantalones, toallas, pan, agua, sacarina, gel, champ¨²... Son ellas las que est¨¢n atentas si alguien de la casa cae enfermo, haciendo todo lo que est¨¢ en sus manos para hacernos m¨¢s f¨¢cil nuestra enfermedad. Los hijos perciben y reciben esa cultura y acabar¨¢n siendo exactamente iguales a nosotros. Las hijas a las madres y los hijos a los padres.
La Iglesia aporta tambi¨¦n su grano de arena en esa educaci¨®n. Su particular forma de entender las relaciones de convivencia en la familia para que la mujer sea sumisa y condescendiente con lo que la vida matrimonial le vaya deparando, es un elemento m¨¢s en la educaci¨®n para el sometimiento y para sentirse merecedora del maltrato cuando ¨¦ste aparece.
Nuestra sociedad avanza poco para ser iguales: hombres y mujeres. No digo que las leyes no den pasos hacia delante, ni niego que la mujer se est¨¦ incorporando al trabajo, a las instituciones o a puestos importantes empresariales; lo que digo es que la educaci¨®n y, por tanto, nuestra cultura, est¨¢ pre?ada para que el papel del hombre y el de la mujer sea el que viene siendo generaci¨®n tras generaci¨®n.
Somos muy dependientes de las mujeres. De su trato, de su compresi¨®n, de sus encantos, de su trabajo en la casa. Los privilegios que poseemos en la convivencia no queremos perderlos por nada en el mundo.
Aunque hayamos descubierto que ya no hay amor ni respeto en nuestra relaci¨®n, deseamos seguir con el contrato matrimonial, porque nos depara grandes beneficios que nosotros por s¨ª solos no sabr¨ªamos darnos.
Cuando la mujer rompe con todo esto, cuando explota y dice "no puedo m¨¢s" y nos plantea la ruptura de la convivencia o cuando adivinamos que esos sentimientos no est¨¢n junto a nosotros, reaccionamos de la manera m¨¢s brutal posible y las golpeamos, las insultamos o la asesinamos, y lo hacemos en nombre de ese poder y de ese derecho que hemos ido aprendiendo y que nos otorga el hecho de ser hombres.
El d¨ªa que emprendamos ese cambio educacional tanto en el seno de nuestra sociedad como en el de la familia, se estar¨¢ dando los pasos imprescindibles para que la igualdad entre hombres y mujeres sea una realidad.
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