N¨¢ufragos
A principios del pasado mes de marzo los peri¨®dicos informaron del naufragio y posterior rescate de 12 cient¨ªficos rusos en las aguas del oc¨¦ano Glacial ?rtico, a 700 kil¨®metros del archipi¨¦lago noruego de Spitzbergen. Durante casi un a?o estos hombres hab¨ªan permanecido en una estaci¨®n construida sobre un t¨¦mpano a la deriva que, s¨²bitamente, choc¨® con una masa de hielo y se resquebraj¨® peligrosamente. A lo largo de cinco d¨ªas las informaciones sobre el estado de la expedici¨®n fueron muy alarmantes, hasta que, por fin, sus componentes pudieron ser rescatados por helic¨®pteros procedentes de Spitzbergen.
Tras leer la noticia de este final feliz no pude dejar de acordarme de la cat¨¢strofe del submarino Kursk, sucedida en aguas no tan lejanas de aqu¨¦llas hace casi cuatro a?os. Entonces, durante muchos d¨ªas, el mundo estuvo pendiente del destino de m¨¢s de un centenar de marineros atrapados irremisiblemente en el fondo del mar. La tristeza de aquel desenlace contrastaba con la alegr¨ªa con que algunos amigos me comentaron el rescate de los cient¨ªficos, coincidente en todo con la m¨ªa. Como tantas otras veces, surg¨ªa la pregunta: ?hasta qu¨¦ punto sentimos como propio lo que ocurre a los dem¨¢s?
Tenemos muy presente la figura del n¨¢ufrago: como ¨¦l, no queremos hundirnos y esperamos el rescate
El n¨¢ufrago es depositario de una sabidur¨ªa de la condici¨®n humana imposible de alcanzar desde otro ¨¢ngulo
Sufrir con el sufrimiento de la humanidad es seguramente el privilegio de muy pocos, si exceptuamos a pat¨¦ticos y altisonantes, de la misma manera que encontrar¨ªamos rid¨ªculo que alguien afirmara gozar con el goce de la humanidad. Goce y dolor requieren intimidad y en cuanto a su extensi¨®n a los otros quiz¨¢ no estar¨ªa mal retener una imagen de c¨ªrculos conc¨¦ntricos en la que los m¨¢s pr¨®ximos a uno mismo suscitan la complicidad y los m¨¢s lejanos la dispersi¨®n. Nos solemos complacer y condoler con lo cercano en tanto que nos cuesta extender esa aventura de la sensibilidad a los horizontes m¨¢s distantes. (Tuvimos una siniestra prueba inmediatamente despu¨¦s del suceso del oc¨¦ano Glacial ?rtico: la masacre del 11-M en Madrid y su consecuente dolor resultaron m¨¢s cercanos que los del 11-S en Nueva York, los cuales, sin embargo, tambi¨¦n lo fueron en comparaci¨®n con los atentados de Bali, perpetrados asimismo por Al Qaeda; los cuerpos violentados han sido semejantes, pero han sido distintos los c¨ªrculos conc¨¦ntricos que han afectado a nuestra sensibilidad).
Con todo, hay, creo, una figura que ha ejercido un papel especialmente destacado en el drama de la desesperaci¨®n y la esperanza humanas y que, como tal, ha tenido y sigue teniendo un eco metaf¨®rico decisivo. Me refiero al n¨¢ufrago, un motivo recurrente, por otra parte, en la historia de la imaginaci¨®n literaria. Casi por los mismos d¨ªas en que zozobraba la expedici¨®n cient¨ªfica rusa, J. M. Coetzee le¨ªa un hermoso discurso de recepci¨®n del Premio Nobel de Literatura en el que, a trav¨¦s de Robinson Crusoe, evocaba al n¨¢ufrago como habitante de la frontera que une y separa realidad y ficci¨®n.
En cierto sentido, y por su experiencia ¨²nica, el n¨¢ufrago es el depositario de una sabidur¨ªa de la condici¨®n humana imposible de alcanzar desde otro ¨¢ngulo. Sin duda por eso, la literatura europea se inaugura con las aventuras del n¨¢ufrago por excelencia, Ulises, contin¨²a con otro errante, el virgiliano Eneas, y adquiere carta de naturaleza con el naufragio espiritual de Dante y su rescate por parte de Virgilio y Beatriz. El lector moderno ha estado atento a las vicisitudes del n¨¢ufrago de la mano de un Daniel Defoe o un Edgar Allan Poe del mismo modo que el espectador moderno ha concentrado su atenci¨®n en los naufragios de G¨¦ricault o Turner.
A este respecto no deber¨ªa ignorarse uno de los m¨¢s sobresalientes documentos sobre el naufragio aparecidos en Europa: la Historia tr¨¢gico-mar¨ªtima, una recopilaci¨®n editada en Lisboa por Gomes de Brito a principios del siglo XVIII, y que ahora est¨¢ en la base del magn¨ªfico libro de Isabel Soler Los mares n¨¢ufragos (Barcelona, 2004). Al atravesar las p¨¢ginas de este libro, desde la introducci¨®n misma, el lector es iniciado en la experiencia del naufragio, tanto en su dimensi¨®n m¨¢s real como en su vertiente m¨¢s simb¨®lica. En todos los casos son relatos directos, algunos de primera mano, escritos por supervivientes, otros narrados a partir del testimonio de los que participaron en los hechos. Los detalles son duros, como duras eran las condiciones de aquellos buques que atravesaban los oc¨¦anos en una situaci¨®n de precariedad casi inimaginable. Pero, m¨¢s all¨¢ de los detalles, el conjunto posee un magnetismo sobrecogedor al hacer coincidir violentamente en un mismo escenario el m¨¢ximo peligro y la extrema voluntad de conjurarlo. Los mares n¨¢ufragos nos refieren abundantemente la fascinaci¨®n dram¨¢tica que esos relatos ejercieron sobre el p¨²blico.
Como la errancia de Ulises, como La balsa de la Medusa, como las tensas cr¨®nicas sobre el Kursk, como la noticia de la salvaci¨®n de los cient¨ªficos rusos, como las pr¨®ximas informaciones en que se nos hable de nuevos n¨¢ufragos y de nuevas angustias y esperanzas. M¨¢s all¨¢ de los c¨ªrculos conc¨¦ntricos del goce y el dolor, que apenas nos permiten salir de nosotros, la figura del n¨¢ufrago excita nuestro instinto de identificaci¨®n porque nos traslada a un horizonte en el que, como sombras de una pesadilla o de un sue?o, podemos reconocernos. No s¨¦ si compartimos la suerte de la humanidad, pero de lo que no tengo dudas es de que tenemos muy presente la fortuna del n¨¢ufrago: como ¨¦l no queremos hundirnos, y al igual que ¨¦l esperamos el rescate.
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