Kiosco
Cerraron el kiosco de Alonso Mart¨ªnez que fuera la gloria de la glorieta. Hasta su ¨²ltima y relativamente reciente remodelaci¨®n, el kiosco era un sencillo y ergon¨®mico templete en forma de cubo en cuyo interior se mov¨ªan con singular destreza y diligencia los camareros atendiendo a una clientela fiel que se multiplicaba a las horas del desayuno y del aperitivo, horas se?aladas en los rituales cotidianos de funcionarios y oficinistas, oficios caracter¨ªsticos y mayoritarios por los aleda?os. La remodelaci¨®n que fue el principio del fin de tan acreditado comercio se hizo bajo los auspicios y al gusto del alcalde ?lvarez del Manzano y convirti¨® el escueto kiosco en una especie de pajarera "neomodernista", si es que tal aberraci¨®n estil¨ªstica puede darse. Con tanto ringorango, tanta voluta y tanta parafernalia, perdi¨® el establecimiento su car¨¢cter, demasiada filigrana para el gusto y el temple de la parroquia, que se fue repartiendo por el rosario de bares y cafeter¨ªas que jalonan cada manzana de esta zona burguesa y oficinesca.
El kiosco estaba, est¨¢ todav¨ªa, aunque tapiado y pintado de verde, en el arranque de la plaza de Santa B¨¢rbara que prolonga en pronunciado declive la glorieta de Alonso Mart¨ªnez, pero la pendiente nunca fue obst¨¢culo para que, con la llegada del buen tiempo, se instalase cada a?o en el bulevar central una concurrida y animada terraza. La disposici¨®n de las mesas, en paralelo a ambos lados de la acera, dejaba en el centro un amplio pasillo, una pasarela por la que desfilaban cada tarde, para contento de mirones y solaz de curiosos desocupados, los m¨¢s variopintos personajes de la asilvestrada fauna urbana que sub¨ªa de Chueca y Chamber¨ª al encuentro de las domesticadas especies de lujoso plumaje de los barrios altos, espect¨¢culo gratuito si exceptuamos el precio de la horchata, o la cerveza. La terraza del kiosco llegaba hasta la mitad del bulevar, donde le cortaba el paso un curioso y chato edificio municipal que podr¨ªa ser, si le ponemos un ¨¢pice de imaginaci¨®n, como el puente de mando de una embarcaci¨®n que tendr¨ªa su castillo de proa en el kiosco. Se trata de un curioso edificio multiusos que albergaba unos urinarios p¨²blicos mirando hacia popa y un puesto de libros viejos en el lado contrario, satisfaciendo as¨ª en un reducido espacio necesidades fisiol¨®gicas e inquietudes culturales.
No s¨¦ si los urinarios siguen funcionando, pero la librer¨ªa ech¨® el cierre recientemente y su fachada ostenta ya zafios grafitos y obtusas r¨²bricas. Tapiado el kiosco y clausurado el comercio libresco, este reducido islote, este m¨ªnimo bulevar ya no lleva a ninguna parte, ni tiene utilidad, ni produce deleite, se ha vuelto anodino e impersonal como tantos otros retazos de la ciudad y, si la cosa no se remedia pronto, terminar¨¢ sirviendo de aparcamiento de motos o lugar de botell¨®n adolescente.
Una brizna de inesperado optimismo, debe ser cosa de la primavera, me invita a pensar que no es la primera, y ojal¨¢ no sea la ¨²ltima, vez que la librer¨ªa echa el cierre. Ya estuvo cerrada un tiempo, dos d¨¦cadas atr¨¢s por defunci¨®n de su propietario, al que encontraron apu?alado entre sus libros en el interior de la caseta que le serv¨ªa de almac¨¦n, crimen libresco que dio p¨¢bulo a la leyenda y alas a la imaginaci¨®n de algunos detectives aficionados, clientes fieles que buscaban en el baratillo novelas de misterio.
La plaza de Santa B¨¢rbara guarda muchas historias de las que quedan escasos vestigios, historias de intriga cortesana, como la del caballero de Seingalt, uno de los alias de Jacobo Casanova, que se aloj¨® unos d¨ªas, y no muy a su gusto, en la casa del pintor Mengs, en cuyos talleres destacar¨ªa un aprendiz llamado don Francisco de Goya. En la misma plaza estuvo, tambi¨¦n, la famos¨ªsima c¨¢rcel del Saladero, en un edificio que anteriormente hab¨ªa servido de matadero de reses y que se convertir¨ªa en pudridero de hombres. Al sur de la plaza y en las calles adyacentes sobreviven palacios y caserones de cuando el barrio era zona residencial de las afueras de la urbe, pr¨®xima a la puerta de Santa B¨¢rbara. Nada queda de su c¨¦lebre convento, en el que pas¨® la beata Mariana de Jes¨²s grandes humillaciones y tremendas mortificaciones que le sirvieron para trocar un infierno en vida por un para¨ªso eterno. La plaza de Santa B¨¢rbara es una plaza de fantasmas, condenada a ser sombra y fantasma de s¨ª misma.
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