Fotos de recuerdo
En una sola foto cristaliza una ¨¦poca, con la fuerza simult¨¢nea del testimonio y del s¨ªmbolo: la foto de aquella ni?a vietnamita que huye desnuda por una carretera, perseguida por el infierno del napalm; la del soldado republicano de Robert Capa, cayendo hacia atr¨¢s por el impacto del disparo, en un ¨¢spero paisaje espa?ol. Cabe preguntarse cu¨¢l entre los cientos de fotos que est¨¢n public¨¢ndose estos d¨ªas como pruebas acusatorias de la brutalidad de los soldados americanos y brit¨¢nicos en Irak perdurar¨¢ en la memoria del siglo, acabar¨¢ convirti¨¦ndose en uno de sus s¨ªmbolos. Quiz¨¢s la del soldado corpulento y jovial que se sienta a horcajadas sobre un prisionero desnudo tirado en el suelo, que imaginamos de cemento carcelario. O la de ese otro prisionero, tambi¨¦n desnudo, azuzado por perros, reculando contra los barrotes de una celda. O la de la soldado England, con el cigarrillo en la boca, mordiendo el filtro con un rictus que parece una sonrisa temible, tirando de la correa que est¨¢ atada al cuello de un hombre desnudo y encapuchado, o jugando, con el dedo ¨ªndice extendido, a que les dispara a los genitales a una fila de ellos.
No he visto que se subraye un rasgo particular de la mayor parte de estas fotos: que no han sido tomadas por reporteros, o por fot¨®grafos clandestinos empe?ados en documentar abusos que de otro modo habr¨ªan permanecido secretos. Las han tomado los mismos militares, no como testimonio de nada, sino como recuerdos para enviar a la familia, o para mantener viva la memoria y alimentar la nostalgia del servicio militar cuando pasen los a?os. Los soldados, hombres y mujeres -hay formas de brutalidad que han dejado de pertenecer en exclusiva al siniestro patrimonio de la barbarie masculina- miran a la c¨¢mara, con sonrisas de guasa o de camarader¨ªa, con la jovialidad que puede atribuirse a gente joven que al vestir el uniforme ha llegado a conocer una vida m¨¢s intensa, ha viajado, ha conocido el mundo y compartido aventuras inolvidables con los compa?eros de armas.
Me recuerdan las fotos que nos tom¨¢bamos los soldados en los cuarteles espa?oles, hace m¨¢s de veinte a?os: una camarader¨ªa bronca, siempre algo gamberra o beoda, con el principio de chuler¨ªa que puede inspirar el uniforme y la rutina cuartelaria en gente muy joven. Me acuerdo tambi¨¦n de otras fotos m¨¢s antiguas, que fueron tomadas en el este de Europa -en Polonia, en los pa¨ªses b¨¢lticos, en Rusia- seg¨²n avanzaba el Ej¨¦rcito alem¨¢n y se iba haciendo cargo de las ingentes poblaciones jud¨ªas de aquellos territorios. Con frecuencia, en esas fotos se ve la misma yuxtaposici¨®n rara de uniformes y de cuerpos desnudos, de militares j¨®venes, fuertes, joviales, que se divierten a costa de personas desvalidas y aterradas.
El cuerpo vestido con un uniforme militar es el reverso exacto del cuerpo desnudo. El uniforme protege, como un caparaz¨®n, como una armadura, refuerza el vigor, la invencibilidad de quien lo lleva, est¨¢ dotado de aristas agudas como los pinchos y pinzas de los crust¨¢ceos, subraya la musculatura, la juventud, la pertenencia de quien lo lleva a un vasto organismo agresor, a una identidad colectiva en el interior de la cual se siente protegido, justificado, glorificado. La persona a la que se ha desnudado en p¨²blico no es nadie, no es casi nada. Se encoge por instinto, queriendo ganar una protecci¨®n imposible, se contrae como un feto, se encuentra regresada a un desvalimiento primitivo y absoluto, anterior a cualquier civilizaci¨®n y a cualquier idea protectora de identidad personal. Es m¨¢s d¨¦bil que cualquier animal, no tiene garras, ni pelo que lo defienda del fr¨ªo; su piel es tan liviana, tan blanda, que cualquier aspereza puede herirla. Su desnudez y su verg¨¹enza lo a¨ªslan en una soledad que no encuentra abrigo en la cercan¨ªa de las otras v¨ªctimas desnudas. Quisi¨¦ramos establecer leyes universales de la justicia, pero hasta ahora lo ¨²nico que ha existido universalmente son las leyes de la infamia y de la tortura: casi en cualquier lugar del mundo, en cualquier tiran¨ªa, se deja desnudos a los prisioneros para aniquilarlos de antemano, para someterlos al p¨¢nico de una fragilidad que resalta el poder¨ªo impune de quienes van a torturarlos. Cuerpos desnudos, vendas en los ojos, capuchones en la cabeza: en todas partes se han repetido, en las c¨¢rceles sofocantes del tr¨®pico y en el fr¨ªo de las celdas de castigo sovi¨¦ticas, en las celdas de Argentina y de Chile en los a?os setenta, en Irak y en Guant¨¢namo ahora mismo.
No hay mayor omnipotencia que la del uniformado sobre el que est¨¢ desnudo: en Auschwitz, para separar a los condenados que a¨²n pod¨ªan seguir viviendo de los que ir¨ªan de inmediato a la c¨¢mara de gas, se les hac¨ªa correr desnudos ante una comisi¨®n de expertos (el doctor Mengele, entre otros) que evaluaban su estado f¨ªsico, los restos de vigor que a¨²n les quedaran en los m¨²sculos, las heridas o los achaques -una cojera, un pecho demasiado hundido- que los hac¨ªan del todo in¨²tiles para el trabajo esclavo. En los llanos desolados de Polonia y de Rusia, hombres y mujeres desnudos, contra¨ªdos por el miedo y el fr¨ªo, corren en las fotos hostigados por los soldados alemanes o permanecen agrupados frente a las fosas que ellos mismos han terminado de cavar, y a las que ser¨¢n arrojados dentro de poco sus cad¨¢veres.
Hay otra foto que cristaliza un tiempo, una guerra: un soldado alem¨¢n apunta con su fusil a la cabeza de una mujer jud¨ªa que tiene un beb¨¦ en los brazos, y a la que un instante despu¨¦s habr¨¢ ejecutado. Sabemos el nombre del soldado, el lugar y la fecha de la ejecuci¨®n, porque ¨¦l mismo le mand¨® a su familia la foto en una carta, y es posible que padres, hermanos y amigos celebraran la gallard¨ªa del hombre joven, lo bien que le sentaba el uniforme, al mismo tiempo que le¨ªan ¨¢vidamente la carta, que agradec¨ªan a la Providencia que el chico estuviera vivo. Pero las m¨¢s normales no son las fotos que atestiguan un acto de bravura, o de hero¨ªsmo, como las que celebran un momento de merecido jolgorio en medio de la dureza de la guerra. Parece que el humorismo de los verdugos es tan universal como las artima?as de la tortura: hay fotos de soldados alemanes que se divierten tir¨¢ndole de la nariz o de la barba a un viejo jud¨ªo, o celebrando una carrera montados sobre un grupo de ellos, o embuti¨¦ndoles en la boca una salchicha, o haci¨¦ndoles barrer una calle empedrada con cepillos de dientes. Las caras abatidas, agraviadas, miedosas, contrastan con las sonrisas francas de los militares que se amontonan los unos sobre los otros para no salirse del encuadre, para no quedar fuera de una foto memorable. Sesenta a?os despu¨¦s, en Irak, las formas de diversi¨®n se han vuelto m¨¢s retorcidas, como corresponde a una ¨¦poca m¨¢s adiestrada en la pornograf¨ªa, m¨¢s habituada a los despliegues barrocos y escenogr¨¢ficos de violencia: ahora la gracia es amontonar a los prisioneros desnudos como si participaran en una org¨ªa de pel¨ªcula porno, o hacerles fingir acrobacias er¨®ticas, escenas de sadomasoquismo o de sexo oral.
Cambian los detalles, pero la diversi¨®n es la misma, a juzgar por las caras abotargadas y felices de quienes posan en las fotograf¨ªas. Cambian los tiempos, pero los cuerpos desnudos, despavoridos en una oscuridad de gritos, golpes, ladridos de perros, amontonados como en un matadero, pertenecen a la misma genealog¨ªa de todos los cuerpos que fueron sometidos a la desnudez y a la tortura a lo largo del ¨²ltimo siglo, despiertan una memoria de cosas demasiado inmundas. La crueldad m¨¢s aterradora y escalofriante puede brotar no en psic¨®patas vocacionales ni en individuos intoxicados por ideolog¨ªas venenosas, sino en personas del todo normales, vestidas de uniforme, adiestradas para cumplir ciertas tareas. Lo que da m¨¢s miedo de esa joven soldado norteamericana que arrastra a un prisionero desnudo mientras se fuma un cigarrillo es su cara de perfecta y tranquila bondad, casi de dulzura un poco desvalida. Cumpl¨ªa ¨®rdenes, dice ahora, como han dicho siempre todos los c¨®mplices mayores o menores de las infamias del siglo, como cumpl¨ªan ¨®rdenes los soldados alemanes, los matarifes argentinos, los esbirros espa?oles de la Brigada Pol¨ªtico-Social. La soldado England actu¨® obedeciendo ¨®rdenes de sus superiores, pero no es improbable que reciba un castigo, dada la severidad con que se persiguen ciertas pr¨¢cticas ilegales en Estados Unidos. Quiz¨¢s le impongan una sanci¨®n por fumar en acto de servicio.
Antonio Mu?oz Molina es escritor.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.
Archivado En
- Prisioneros guerra
- Opini¨®n
- Revueltas sociales
- Ocupaci¨®n militar
- Tortura
- Irak
- Derechos humanos
- V¨ªctimas guerra
- Guerra Golfo
- Estados Unidos
- Acci¨®n militar
- Integridad personal
- Guerra
- Oriente pr¨®ximo
- Malestar social
- Asia
- Conflictos pol¨ªticos
- Partidos pol¨ªticos
- Conflictos
- Delitos
- Problemas sociales
- Pol¨ªtica
- Sociedad
- Justicia