La soledad del poder
A ra¨ªz de los inesperados cambios pol¨ªticos del pasado mes de marzo se ha hablado mucho de la psicolog¨ªa de los gobernantes. En ambientes conservadores, por ejemplo, se ha aludido sarc¨¢sticamente al franciscanismo de Rodr¨ªguez Zapatero por sus llamamientos a favor de la austeridad o la humildad: un sarcasmo que sin duda se tornar¨¢ contra sus enunciadores puesto que probablemente el mayor acierto del nuevo presidente del Gobierno ha sido, hasta el momento, su proclama -esperemos que perdurable- de un cambio dr¨¢stico en el talante y, lo que casi es m¨¢s importante, en el ritual del poder.
Si olvidamos al olvidable, adem¨¢s de ef¨ªmero, Calvo Sotelo, los tres presidentes anteriores a Zapatero han sido vinculados al s¨ªndrome de palacio. Adolfo Su¨¢rez, al principio un arribista sin demasiados escr¨²pulos, habit¨® con habilidad el coraz¨®n de la tempestad hasta que, zarandeado y vencido, aguard¨® su silueta con un retiro prudente y digno. Felipe Gonz¨¢lez, demasiado dotado para la pol¨ªtica como para perseverar en los principios, gobern¨® un tiempo excesivo, el suficiente como para que la ceguera acompa?ara a la arrogancia. Fue el segundo prisionero de La Moncloa, si bien como su antecesor Su¨¢rez mantuvo siempre un ¨²ltimo sentido, si no del tacto s¨ª del olfato, en su relaci¨®n con el mundo exterior.
?Y qu¨¦ decir del tercer prisionero de La Moncloa? El pobre Aznar (as¨ª golpea siempre el destino: el soberbio Aznar ya es para muchos el pobre Aznar), encerrado en los muros del poder, prepar¨® minuciosamente durante cuatro a?os, amparado en la mayor¨ªa absoluta, una grandiosa salida de palacio, equiparable en sus confesados delirios con el retiro de Carlos V en el monasterio de Yuste. En ese periodo quiso verse y quiso que le vi¨¦ramos como un estadista de enorme estatura, y un ej¨¦rcito de aduladores as¨ª lo explic¨® a los cuatro vientos, convenci¨¦ndole quiz¨¢ incluso a ¨¦l, hasta que irrumpieron los idus de marzo y el pobre Aznar volvi¨® a su talla original, y a¨²n posiblemente menor, min¨²sculo personaje de una pesadilla de la que muchos han despertado aliviados.
Comedia a veces, tragedia otras, tragicomedia la mayor¨ªa, el argumento de la soledad del poder ha recorrido los escenarios de la historia humana de un modo tan recurrente que apenas es posible encontrar una tradici¨®n cultural que no lo aborde con insistencia. La literatura europea lo ha hecho desde sus inicios, con la incomparable cima de Shakespeare proyect¨¢ndose sobre las dem¨¢s cumbres. Pero los escritores no han hecho sino seguir la senda abierta por los historiadores, quienes a su vez se han hecho eco de lo que han apuntado los cronistas.
Los herederos del siglo XX no podemos considerarnos defraudados con relaci¨®n a los tiempos antiguos. Hemos tenido modernos prisioneros del poder, como Mussolini, Hitler y Stalin, cuya envergadura ha hecho palidecer a los grandes tiranos del pasado. Hay posiblemente un caudal com¨²n que los alimenta a todos ellos. As¨ª lo intuy¨® Albert Camus en su obra Cal¨ªgula, llevada a escena en 1945, finalizada la II Guerra Mundial, pero escrita en 1938, antes de la contienda y por tanto en cierto modo visionaria (actualmente representada en el Teatre Nacional de Catalunya):
Cal¨ªgula es posiblemente el m¨¢s implacable an¨¢lisis literario del poder desde los dramas de Shakespeare. Quiz¨¢ mejor: sobre los l¨ªmites del poder. Por eso, de entre los cuatro lamentables emperadores que sucedieron a C¨¦sar Augusto, Camus prefiere recurrir al fronterizo Cal¨ªgula frente a Tiberio, libertino pero astuto; Claudio, sobre todo un superviviente, o Ner¨®n, empecinado en una farsa cruel. Entre tanto tirano, Cal¨ªgula ten¨ªa algo especial que ya puso de relieve Suetonio en su cr¨®nica de los c¨¦sares: hab¨ªa traspasado la frontera m¨¢s all¨¢ de la cual reina lo imposible.
Al Cal¨ªgula protagonista de la obra de Camus no le hacen falta ya las habituales m¨¢scaras de contenci¨®n con que el poder invita al poderoso a acumular todav¨ªa m¨¢s poder. En Cal¨ªgula la acumulaci¨®n es, por as¨ª decirlo, infinita. Puede gozar hasta las ¨²ltimas consecuencias de la soledad que supuestamente impone el poder. Llega un momento en que para ¨¦l ya no hay trabas: primero, dejada atr¨¢s toda duda, posee la verdad; luego, consider¨¢ndose imprescindible para el mundo, se contempla a s¨ª mismo como encarnaci¨®n del destino; finalmente, aburrido del oficio de hombre, adopta la profesi¨®n de dios: "Nadie comprende al destino y por eso me he erigido en destino. He adoptado el rostro est¨²pido e incomprensible de los dioses".
Afortunadamente la soledad del poder casi nunca es tan pura como la de Cal¨ªgula. En el mercado de la historia hay una amplia gama de prisioneros del poder, algunos directamente funestos, otros grotescos o simplemente rid¨ªculos. En esta perspectiva es desde luego preferible tener aznares que cal¨ªgulas. Sin embargo, una democracia mejora mucho su calidad cuando obliga a sus poderosos a no sentirse tan solos y encerrados. En eso consiste, o deber¨ªa consistir, la vida p¨²blica. Y algo de franciscanismo nos ir¨ªa verdaderamente muy bien para, tambi¨¦n nosotros, respirar aire puro.
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