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Recuerdo que mi abuelo muri¨® el d¨ªa 20 de noviembre de 1975, c¨®mo podr¨ªa olvidarlo. Durante medio siglo, mi abuelo trabaj¨® recorriendo los montes de las Encartaciones vizca¨ªnas a lomos de un caballo, visitando caser¨ªos y minas, controlando infecciones, curando heridas, atendiendo al ganado vacuno y asistiendo toda clase de partos (incluido alguno humano). Era un viejo veterinario liberal que despreciaba a Franco y, en general, ten¨ªa poca estima por la clase pol¨ªtica, militar y eclesi¨¢stica. Si trato de imaginar una figura f¨ªsica, moral e intelectualmente ant¨ªpoda de la del dictador gallego, s¨®lo tengo que pensar en mi abuelo. Pero los dos murieron, qu¨¦ le vamos a hacer, el mismo d¨ªa fr¨ªo de noviembre.
Entre el llanto sincero o farisaico de unos y la alegr¨ªa sorda de los otros, yo desped¨ª a mi abuelo igual que quien navega en una barca m¨ªnima dentro de una tremenda tormenta. Muchos que hubieran ido, no fueron al entierro de mi abuelo porque no se atrevieron a no ir al funeral por el Caudillo y a no estampar su firma en el libro dispuesto en un sal¨®n del Gobierno civil de Bilbao. Todav¨ªa recuerdo las colas infinitas vistas en la pantalla de una televisi¨®n en blanco y negro. El caso es que el entierro de mi abuelo qued¨® como desle¨ªdo, eclipsado en mi propia memoria por la muerte del Jefe del Estado, y que despu¨¦s de todo, tres d¨¦cadas despu¨¦s, cada vez que recuerdo la muerte de mi abuelo no tengo m¨¢s remedio que pensar en la muerte de Franco, en la tensi¨®n de aquellos d¨ªas grises y en Florencio Solchaga (?se llamaba Florencio Solchaga?) leyendo partes m¨¦dicos en los telediarios. Uno se siente como despojado por la casualidad, aplastado por el peso colosal de la Historia y sin la posibilidad de que Javier Madrazo nos incluya entre las numerosas y nunca resarcidas v¨ªctimas del franquismo.
Uno se siente, en fin, condenado a vivir en una especie de extraterritorialidad perenne, a vivir a la sombra de la Historia y sus letras may¨²sculas, a ejercer de figurante en una producci¨®n que ni siquiera llegaremos a ver. Uno se siente as¨ª, como un atribulado figurante, en este d¨ªa nupcial. Y por eso me acuerdo este s¨¢bado de mayo de la muerte de Franco en noviembre (y de la de mi abuelo), aunque no sea lo mismo, por supuesto, una boda que un funeral. Me acuerdo de la gente que hoy estar¨¢ naciendo o agonizando mientras espera una ambulancia que nunca llega en un apartamento de la calle Princesa. De todas las personas a las que va a afectar la boda del Pr¨ªncipe de Asturias. De todas esas biograf¨ªas an¨®nimas que quedar¨¢n marcadas por la boda real. Una boda que har¨¢ menos real nuestros padecimientos o nuestras alegr¨ªas este d¨ªa de mayo. Todas las realidades quedar¨¢n suspendidas mientras do?a Letizia se une al heredero real. Todo quedar¨¢ dentro de un par¨¦ntesis, usted y yo y el cielo de Madrid, cerrado al tr¨¢fico.
Durante algunas horas, no piensen en morirse.
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