Tartufo
A ra¨ªz de las desgraciadas elecciones europeas se ha puesto de relieve, una vez m¨¢s, que la incapacidad de los pol¨ªticos para ahondar en sus concepciones es proporcionalmente directa a su capacidad para ocupar todas las superficies de la escena p¨²blica. Era muy dif¨ªcil que los ciudadanos sintieran alguna pasi¨®n por una Europa a la que sus hipot¨¦ticos representantes mostraban como desprovista de atributos y a la que se acababa identificando con un europarlamento car¨ªsimo, vaporoso y lejano, no tanto, por supuesto, por su distancia f¨ªsica como por su opacidad. Aunque los organismos europeos de Bruselas y Estrasburgo est¨¦n tan cerca, la impresi¨®n que causan es la de un teatro de sombras, a veces ¨®pera bufa, en medio de la estepa de Siberia.
Apenas es posible encontrar un parlamentario que demuestre un cierto rigor en su oratoria o, cuando menos, en su dominio del idioma
Esto hubiera podido ser objeto de comentario, y de autocr¨ªtica, en la pasada campa?a y al menos se habr¨ªa transmitido la idea de que los partidos entend¨ªan las suspicacias de los votantes. Pero no s¨®lo no se hizo sino que, al contrario, se organiz¨® la habitual propaganda que silenciaba la apat¨ªa del ciudadano mediante el recurso a todo tipo de parafernalia ic¨®nica. Ante la ausencia de aut¨¦ntica confrontaci¨®n en la visi¨®n de la Europa futura, apareci¨® de nuevo el fantasma de una casta pol¨ªtica m¨¢s atenta a su perpetuaci¨®n que a la representaci¨®n franca de un ciudadano reducido a cliente del negocio o a mero espectador del espect¨¢culo.
Es una trampa mutua: si el pol¨ªtico tiende a ver al ciudadano como un cliente al que apela de vez en cuando para que deposite unos votos a su favor, es perfectamente l¨®gico que dicho cliente se desentienda de un negocio -el de la seudo Europa, por ejemplo- en el que no huele r¨¦ditos inmediatos. Al fin y al cabo, los mensajes de la pol¨ªtica apenas se diferencian del resto de las campa?as publicitarias que atraviesan nuestra vida cotidiana y, as¨ª educado, el p¨²blico quiere inmediatez. Sin embargo, sustituir las ideas del ciudadano por los intereses del cliente tiene los riesgos que hemos comprobado en las elecciones europeas: un mal producto para un comprador ap¨¢tico en un ambiente indiferente.
Pero esto, que desanimar¨ªa al peor de los empresarios, no desanima a los pol¨ªticos, agrupados en partidos dedicados a combatir todo des¨¢nimo. As¨ª, un buen cuento kafkiano de nuestra ¨¦poca podr¨ªa narrar la historia de los "buenos resultados" que, elecci¨®n tras elecci¨®n, se atribuyen todos los partidos en un sensacional ejercicio de absurdidad aritm¨¦tica. Como los "buenos resultados" desaconsejan las dimisiones, el cuento podr¨ªa referirse tambi¨¦n a la perpetua resurrecci¨®n de los pol¨ªticos que, de derrota en derrota, siempre acaban en la victoria que supone el europarlamento, cuya generosidad remunerativa es ya proverbial.
Cuando no es un cliente, el ciudadano es un espectador al que debe darse espect¨¢culo. Tambi¨¦n aqu¨ª representantes y representados se tienden una trampa mutua por la que ¨¦stos ceden su soberan¨ªa con la condici¨®n de que aqu¨¦llos encarnen la inconsistencia de esa cesi¨®n. En este proceso el pol¨ªtico se integra tranquilamente en la galer¨ªa de monstruos que ma?ana, tarde y noche vomitan las pantallas televisivas.
El ciudadano que ya ha olvidado su condici¨®n de ciudadano para ser mero espectador se siente, sin duda, m¨¢s c¨®modo con un vendedor de humo que con alguien que le recordara la antigua seriedad del contrato democr¨¢tico. El pol¨ªtico parece saberlo, provocarlo y explotarlo si medimos su eficacia como representante con sus apariciones en escena. Durante las elecciones europeas el desinter¨¦s no alivi¨® en ning¨²n momento el agobiante testimonio de los circuitos de propaganda alimentados por los partidos.
Sin embargo, tras el desastre de los votos tampoco ha disminuido el agobio, como si los profesionales de la pol¨ªtica necesitaran colonizar continuamente el escenario p¨²blico, sin importarles el gui¨®n o el decorado. Apenas es posible encontrar un parlamentario que demuestre un cierto rigor en su oratoria o, cuando menos, en su dominio del idioma, pero nada resulta m¨¢s f¨¢cil que contemplarlo en un programa televisivo contando chistes, friendo huevos o caminando a gatas, c¨®mplice de las chanzas del presentador de turno. Naturalmente, ese parlamentario sabe, o cree saber, que as¨ª es como se llega al pueblo pues el pueblo, a estas alturas, ya s¨®lo est¨¢ para chistes, huevos fritos y caminantes a gatas dispuestos a sacrificarse por la fama y el esperpento.
Puede que sea as¨ª. El peligro, no obstante, estriba en que esta instalaci¨®n definitiva de Tartufo como el personaje central del argumento termina agotando al p¨²blico. Impostor de la devoci¨®n o de la democracia, Tartufo acaba siempre puesto en evidencia. Pero no hay que acusar s¨®lo al impostor. Si hay tantos tartufos a nuestro alrededor es porque nosotros somos incapaces tambi¨¦n de sacarnos la m¨¢scara.
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