?Razones (nacionalistas) de izquierda?
La relaci¨®n de una parte de la izquierda espa?ola con el nacionalismo es enigm¨¢tica. A la vez que se declara no nacionalista, defiende todo lo que los nacionalistas defienden. La implicaci¨®n se impone: o bien los nacionalistas no son nacionalistas o bien la izquierda es nacionalista. La primera posibilidad resulta improbable. La segunda nos deja a las puertas de una pregunta: ?puede ser nacionalista la izquierda?
Por lo general, esa izquierda no se entretiene en justificar sus puntos de vista. En las escasas ocasiones en que lo hace nos viene a decir que defiende ideas nacionalistas, pero por "razones de izquierda". Un argumento a atender. Una misma pr¨¢ctica pol¨ªtica se puede fundamentar en principios diferentes. Se puede ser vegetariano por razones ¨¦ticas o diet¨¦ticas o coincidir con el Papa en condenar la pena de muerte.
En el terreno de las declaraciones no resulta f¨¢cil realizar la contabilidad y determinar el peso de las diversas fuentes de inspiraci¨®n. Lo mejor es ir a las pol¨ªticas espec¨ªficas y, como el rubor impide hablar de las balanzas fiscales, ninguna mejor en este caso que la pol¨ªtica ling¨¹¨ªstica. Me servir¨¦ del ejemplo de Catalu?a, en donde las "razones de izquierda" se han desarrollado con particular esmero, aunque los principios comprometidos, obviamente, son de alcance general.
La primera argumentaci¨®n invoca la igualdad. M¨¢s exactamente, apela a medidas de discriminaci¨®n positiva del catal¨¢n en nombre de la igualdad. Como es sabido, la discriminaci¨®n positiva se populariz¨® en Estados Unidos en los a?os de Kennedy con la intenci¨®n de asegurar el acceso a ciertos puestos de trabajo de la poblaci¨®n negra de los que permanec¨ªan excluidos. Despu¨¦s ha servido para justificar la existencia de cupos de segmentos de poblaci¨®n tales como mujeres o minor¨ªas, tradicionalmente ausentes en puestos sociales de cierta relevancia, en particular en aquellos que ata?¨ªan a la toma de decisiones pol¨ªticas que les afectaban de modo importante. Una circunstancia irrelevante moralmente como el color de la piel o el sexo se convert¨ªa en un motivo de discriminaci¨®n. Condicionaba el acceso a las oportunidades sociales y, en ese sentido, el principio de igualdad de oportunidades era violado.
A la discriminaci¨®n positiva no le han faltado cr¨ªticos. Han recordado que su aplicaci¨®n supon¨ªa una discriminaci¨®n inversa: resultaban penalizados en sus oportunidades individuos con m¨¦ritos reconocidos y que no eran responsables de discriminaci¨®n alguna. Por supuesto, la r¨¦plica tiene su r¨¦plica y en la pulcra academia anglosajona la pol¨¦mica est¨¢ lejos de haberse cerrado. Pero no es ¨¦se el problema de la apelaci¨®n a la discriminaci¨®n positiva en las pol¨ªticas ling¨¹¨ªsticas. El problema tiene que ver con su pertinencia en este caso. Conviene no olvidar el reto que la discriminaci¨®n positiva quer¨ªa resolver: se exclu¨ªa sistem¨¢ticamente a ciertos individuos de los ¨¢mbitos de decisi¨®n importantes para ellos. No parece ser ¨¦se el caso de los hablantes de lengua catalana. En realidad, la situaci¨®n m¨¢s bien parece ser la contraria. Una carta al lector publicada en este peri¨®dico lo dejaba claro hace unos meses: "En Catalu?a, los 10 apellidos m¨¢s frecuentes, excepto Garc¨ªa, acaban en z (por ejemplo, Mart¨ªnez o P¨¦rez). De hecho, m¨¢s de un tercio de catalanes -el 36%- tenemos uno o los dos apellidos que terminan en esa letra. Sin embargo, entre los 135 diputados elegidos en las ¨²ltimas elecciones auton¨®micas al Parlament la proporci¨®n no llega al 9%. Aunque pueda parecer un hecho anecd¨®tico, no lo es, porque refleja el alejamiento que hay en Catalu?a entre la sociedad y sus pol¨ªticos".
La segunda argumentaci¨®n, conservacionista, apela a la necesidad de evitar la desaparici¨®n de una lengua con un n¨²mero limitado de hablantes. Mientras el castellano tendr¨ªa asegurada su supervivencia, el catal¨¢n necesitar¨ªa medidas de apoyo, entre las que cabr¨ªa incluir la penalizaci¨®n del uso -en etiquetas, en rotulaci¨®n comercial- del castellano. Una argumentaci¨®n que, aplicada consecuentemente, tiene implicaciones un tanto singulares. ?Tendr¨ªa que cambiar la pol¨ªtica ling¨¹¨ªstica catalana si en otro lugar del mundo millones de personas hablaran catal¨¢n? Resulta raro pensar que nuestros derechos dependen de c¨®mo hablan en M¨¦xico. En el fondo, este punto de vista asume que lo que importa no son los individuos, sino las lenguas. Los primeros estar¨ªan al servicio de la preservaci¨®n de las segundas. Justo lo contrario de lo que sostienen las teor¨ªas ¨¦ticas m¨¢s extendidas, para las cuales los que importan -los que sufren, los que aman- son las personas, y las lenguas son las que est¨¢n a su servicio.
La ¨²ltima estrategia argumental invoca al derecho a "vivir en la propia lengua". Si se refiere a la libertad de expresarse en la propia lengua, es un derecho indiscutible. M¨¢s complicado es que se refiera a tener asegurados interlocutores para cualquier actividad. Si yo quiero escribir un art¨ªculo sobre el efecto t¨²nel y espero que la comunidad cient¨ªfica me haga caso, tendr¨¦ que hacerlo en ingl¨¦s. En todo caso, lo que no parece razonable es que para que yo pueda ejercer ese supuesto derecho se deba obligar a otro a aprender mi lengua. Si tal fuera, nos encontrar¨ªamos con un derecho un tanto singular: para que yo pueda ejercerlo se le tiene que negar a otro. Una interpretaci¨®n m¨¢s modesta y razonable limita ese derecho al trato con las instituciones p¨²blicas; al cabo, salvo a mentalidades totalitarias, a nadie se le puede ocurrir legislar sobre c¨®mo debe uno hablar con sus vecinos. En ese caso, seguro que ese derecho debe incluir el derecho a ser educado en la propia lengua. En Catalu?a, por cierto, ese derecho no le est¨¢ garantizado a m¨¢s de la mitad de los catalanes que tienen el castellano como lengua materna.
Lo cierto es que cuando se miran de cerca "las razones de izquierda" se quedan en razones nacionalistas a palo seco. S¨®lo desde el nacionalismo se puede entender el asombro del presidente de la Generalitat porque alguien pudiera dudar de la existencia de una concepci¨®n catalana del mundo. Maragall parece participar de la convicci¨®n de que "la lengua no s¨®lo son palabras, sino que desvela una forma de vida y una forma de ser". La formulaci¨®n m¨¢s refinada de esa idea arranca sosteniendo que cada lengua "estructura" los procesos preceptuales y cognitivos de sus hablantes, organiza los significados y limita lo expresable, para concluir la identidad entre lenguaje y pensamiento.
Ning¨²n ling¨¹ista informado sostiene hoy esta formulaci¨®n. Entre otras cosas, confunde "no tener una palabra" con "no tener la experiencia". Es cierto que el castellano no tiene tantos matices para describir la nieve como el esquimal; pero eso no quiere decir que no quepa utilizar una pormenorizada per¨ªfrasis. Tampoco tengo una palabra para designar el olor del queso de Cabrales y, sin embargo, soy capaz de distinguirlo del olor a colonia. Para estas cosas, y m¨¢s cuando se trata de lenguas con estructuras gramaticales parecidas, siguen valiendo las palabras de fray Luis de Le¨®n: "En lo que toca a la lengua, no hay diferencia, ni son unas lenguas para decir unas cosas, sino en todas hay lugar para todas".
Una tesis de esa naturaleza, tomada en serio, adem¨¢s de dejar a m¨¢s de la mitad de los catalanes sin concepci¨®n catalana del mundo, nos llevar¨ªa a pensar que hay una concepci¨®n del mundo com¨²n a un banquero madrile?o y a una campesina de Medell¨ªn. Por mi parte, tiendo a pensar que en lo que importa, en los modos de vida, las concepciones del mundo que se encuentran en el paseo de Gracia se parecen bastante m¨¢s a las del barrio de Salamanca o a las de Neguri que a las de Cornell¨¢ y que, si quieren defender sus intereses, es mejor que los vecinos de Cornell¨¢ no olviden esa circunstancia.
Que esas ideas resulten insostenibles no impide que cumplan funciones pol¨ªticas importantes. La convicci¨®n de que la lengua proporciona a sus hablantes una comunidad de identidad junto con la tesis de que la existencia de una identidad compartida ("nacional") es el fundamento de la soberan¨ªa pol¨ªtica, es el n¨²cleo intelectual m¨¢s reconocible del nacionalismo. No est¨¢ de m¨¢s recordar que esta segunda idea no es menos desatinada que la primera. Las mujeres, los j¨®venes o los albinos, comparten identidad y, a buen seguro, hasta conciencia de su identidad compartida, pero no por eso constituyen unidades de soberan¨ªa.
Parece, pues, que tampoco por aqu¨ª se entiende la defensa de tesis nacionalistas por la izquierda. La izquierda no parece haber comprendido que la obligaci¨®n de defender el derecho de cualquiera a expresar sus puntos de vista no la obliga a defender tales puntos de vista. Una vez garantizado que cada cual puede contar lo que quiera, empieza la cr¨ªtica pol¨ªtica. Eso es verdad con el nacionalismo como con la Iglesia. Si la cr¨ªtica no aparece, para quienes creemos que, por lo menos, la izquierda es ilustraci¨®n, la pregunta acerca de si la izquierda puede ser nacionalista nos deja ahora en el umbral de otra: ?Es la izquierda nacionalista izquierda?
F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de ?tica y Econom¨ªa de la Universidad de Barcelona.
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