Bizarro
EN 1524, Francesco Mazzola, llamado Parmigianino (1503-1540), pint¨®, a la edad de 21 a?os, su c¨¦lebre Autorretrato en un espejo convexo, de apenas 25 cent¨ªmetros de di¨¢metro, que se conserva en el Kunsthistorisches Museum de Viena. Entregada como obsequio al papa Clemente VII, la extra?a obra caus¨® asombro en el sofisticado c¨ªrculo de la curia romana, en aquel momento sacudida por una profunda crisis, que puso en dram¨¢tica evidencia la honda transformaci¨®n que estaba padeciendo la emergente Europa moderna. La sorpresa producida ante el singular autorretrato del entonces jovenc¨ªsimo pintor se debi¨® a la alteraci¨®n perceptiva de la imagen contrahecha, porque, gracias a la forma convexa del espejo usado, no s¨®lo la mano del primer t¨¦rmino se dilataba monstruosamente en relaci¨®n con el fondo, sino que, los correspondientes reflejos divergentes, que enmarcaban la figura, abr¨ªan de forma infinita el campo de lo representado. La perspectiva abierta por esta deformaci¨®n result¨® particularmente desconcertante, porque la caracter¨ªstica primordial del retrato tradicional hab¨ªa sido la de obtener el mayor parecido con el modelo, lo cual, en este caso, parec¨ªa corroborado mediante el uso de un espejo, pero con la diferencia de que ahora la convexidad de ¨¦ste denotaba un nuevo ansia por captar, a trav¨¦s de la reproducci¨®n de los rasgos fision¨®micos, esa deformante bizarr¨ªa del alma, para cuyo intrincado acceso interior se precisaba la hondura cristalina de un ojo de buey.
As¨ª pareci¨® entenderlo, en 1975, 451 a?os despu¨¦s de ser pintado, el escritor estadounidense John Ashbery, en cuyo largo poema titulado como el cuadro Autorretrato en espejo convexo (Visor), vertido al castellano por Javier Mar¨ªas, podemos leer, en relaci¨®n con los ambiguos ojos del pintor, "...que hay en esa mirada fija una combinaci¨®n / de ternura, diversi¨®n y pesar, tan poderosa / en su contenci¨®n que uno no puede mirar por mucho tiempo. / El secreto es demasiado evidente. Escuece su piedad, / hace brotar l¨¢grimas calientes: que el alma no es alma, / no tiene secreto, es peque?a, y encaja / en su hueco perfectamente; su habitaci¨®n, nuestro momento de atenci¨®n".
?Hay acaso una mejor demostraci¨®n de la fuerza invocatoria de lo que nos revela una obra maestra que su probada capacidad para que, cuatro siglos y medio despu¨¦s de haber sido realizada, su intempestivo contemplador se sienta tan directa y perentoriamente concernido por ella hasta el punto de sentir que simult¨¢neamente tambi¨¦n a ¨¦l, como quien dice, el alma se le sale, en vez de por la boca, por la mirada? Pero el gui?o visual del Parmigianino no s¨®lo nos anuncia c¨®mo el arte posterior iba a entrar en la rampante senda de la extravagancia subjetiva, sino, sobre todo, en la del doloroso caudal del corrosivo tiempo. Es as¨ª, quiz¨¢ por lo que Ashbery, retomando la alargada mano del Parmigianino al final de su poema, afirma que ¨¦sta "no sostiene tiza / y cada parte del todo se desprende / y no puede saber que supo, excepto, / aqu¨ª y all¨¢, en fr¨ªos bolsillos / de remembranza, susurros salidos del tiempo".
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