La isla de Calipso
Hoy ni siquiera se necesita saber nadar para creerse un Ulises. De todas las peripecias que pas¨® en su regreso a ?taca ese que fue el cornudo m¨¢s famoso de la historia, me interesan menos las penalidades que sufri¨® en la mar que sus traves¨ªas amorosas en tierra, cuya navegaci¨®n es mucho m¨¢s fina y arriesgada. La figura de Ulises se ha adaptado literariamente a la est¨¦tica heroica de cada ¨¦poca. Al principio fue una simple mutaci¨®n de H¨¦rcules para convertirse luego en el marino astuto e imaginativo, ejemplo de la inteligencia pr¨¢ctica. Dante lo concibi¨® como un intelectual vagabundo y el poeta Tennyson lo hizo un rom¨¢ntico explorador victoriano. Seg¨²n esta teor¨ªa de Bradford, los mitos de la Odisea podr¨ªan repetirse en cualquier tiempo y en cualquier lugar. Son infinitas las formas de naufragar en el asfalto sin aflojarse el nudo de la corbata y ahora mismo en verano se pueden ver a muchos Ulises sudados con toda la familia a rastras acarreando sombrillas, flotadores y patos de pl¨¢stico en las atiborradas playas o atascados en el coche durante horas a la salida de las ciudades en busca de absolutamente nada, que eso es hoy ?taca.
El Etna requiere estar a su altura, puesto que se trata de un reto del esp¨ªritu, as¨ª es de pat¨¦tica su belleza
En la isla Str¨®mboli el volc¨¢n se despierta, desde el inicio de los tiempos, cada 20 minutos
Huyendo del castigo de la maga Circe, Ulises abandon¨® el puerto de Taormina rumbo al Peloponeso
Puede que yo fuera uno de esos h¨¦roes al alcance de la mano cuando decid¨ª salir de Siracusa para viajar al volc¨¢n Etna, a Taormina y a los islas Vulcano, L¨ªpari y Str¨®mboli, llamadas Eolias, en el mar Tirreno, donde reinaba la maga Circe, que mand¨® a Ulises al infierno, a la oscura regi¨®n de Hades, para que se purificara antes de aceptarlo en su cama. A la salida de Siracusa dej¨¦ a la derecha un camposanto lleno de ¨¢ngeles de escayola subidos a los panteones como queriendo saltar la tapia; de hecho, cre¨ª que me hac¨ªan se?as con el pulgar para que los llevara en autoestop hacia un lugar m¨¢s agradable. Al lado, sobre una trasquilada pradera se extend¨ªa una plantaci¨®n de escuetas l¨¢pidas blancas del cementerio de marines ingleses y norteamericanos que murieron en el desembarco durante la II Guerra Mundial. Dej¨¦ atr¨¢s esta regi¨®n del Hades municipal y militar, y enseguida se sucedieron los limoneros, los huertos amenos, las villas decadentes, rodeadas de cipreses que ya no eran los guardianes de la muerte, sino del encanto de una burgues¨ªa provinciana. Poco despu¨¦s las chimeneas de la refiner¨ªa de petr¨®leo circundaban la bah¨ªa de Augusta y ol¨ªa a crudo este paisaje por donde Arqu¨ªmedes y algunos presocr¨¢ticos ven¨ªan a estirar las piernas.
Antes de llegar a los suburbios de Catania, una carretera me condujo a la ladera sur del Etna, un volc¨¢n que fue siempre motivo de gran excitaci¨®n para los griegos y romanos antiguos, una especie de demonio temido y admirado, que se manifestaba entre el fuego y la nieve. Horacio y Virgilio trataban de aplacarlo con versos sublimes y los sacerdotes lo hac¨ªan con s¨²plicas a los dioses. Como quiera que sea, a la hora de afrontarlo, el Etna requiere estar a su altura, puesto que se trata de un reto del esp¨ªritu, as¨ª es de pat¨¦tica su belleza. A medida que ganaba su falda y me alejaba del valle, el paisaje se fue ensombreciendo de lava. Lleg¨® un momento en que las negras torrenteras, que son acumulaciones convulsas de un fuego apagado, dejaban brotar l¨ªquenes, flores rojas de dompedros y hab¨ªa masas de ¨¢rboles del regaliz con su racimos de c¨¢psulas amarillas, de pinos, hayas y abedules con una explosi¨®n de un verde violento en medio de la gigantesca carbonera.
Desde cualquier curva de esta ascensi¨®n a la boca de fuego, que ahora s¨®lo humeaba por tres chimeneas, se pod¨ªa contemplar entero el valle del Bove, de una aridez que me secaba la boca s¨®lo de imaginarla, que tal vez fue ub¨¦rrimo paraje en tiempos de la Odisea porque all¨ª pastaban las vacas y las ovejas de Helios, el ganado solar sobre el que la maga Circe hab¨ªa establecido un tab¨², con la amenaza de grandes cat¨¢strofes para quien lo quebrantara. La carretera luego descend¨ªa por el norte del volc¨¢n hasta Taormina sobre la lava petrificada. El nombre de Taormina deriva de aquella manada taurina del Sol, con la cual el amotinado Eur¨ªloco hizo un gran asado mientras Ulises dorm¨ªa.
El siroco es un viento negro del desierto africano que al atravesar el mar J¨®nico llega a la costa oriental de Sicilia cargado de humedad y de polvo abrasado. Cuando este viento se instala en Siracusa su poder es tan absoluto que cualquier crimen de sangre que se cometa bajo su imperio queda eximido o al menos atenuado ante la justicia, que aqu¨ª la ejerce a veces un viejo natural con gorra ladeada de campesino, chaleco negro y camisa blanca arremangada. Este viento del sur fue el que empuj¨® las naves de Ulises hacia el recaladero de Taormina. Con los v¨ªveres agotados los navegantes pasaron all¨ª largo tiempo sin poder hacerse a la mar de regreso a ?taca y lleg¨® el momento en que el hambre puso a la tripulaci¨®n al borde del mot¨ªn. Desde el puerto se ve¨ªa el valle donde pastaban impunemente las vacas y las ovejas del Sol. No es de extra?ar que aquella visi¨®n excitara los jugos g¨¢stricos de los marineros varados por la fuerza del siroco hasta que un d¨ªa, aprovechando que Ulises echaba una cabezada en la popa de su nave, el cabecilla Eur¨ªloco grit¨® a los amotinados: "Puesto que vamos a morir de todas formas, muramos hartos". Los intelectuales vagabundos no deben dormir, d¨ªgalo o no Dante, porque en cuanto Ulises despert¨® de la siesta, su nariz vente¨® una brisa de carne asada y al instante supo que por su falta de diligencia iba a iniciarse la cat¨¢strofe.
Estas cosas pensaba yo en la encantadora plaza de Duomo en Taormina mientras tomaba un caf¨¦ capuchino en una terraza a la sombra de la fontana sin imaginar el desastre que Circe me ten¨ªa reservado, pese a no haber probado carne de ninguna clase. En las callejuelas de Taormina sub¨ª y baj¨¦ escaleras entre buganvillas en compa?¨ªa de hordas alemanas, me hice a un lado cuando pasaban manadas juveniles con mochila y chancletas, admir¨¦ el paisaje cabalgado sobre la inmensa bah¨ªa y en la playa me tom¨¦ una dorada a la brasa. Luego segu¨ª viaje hacia el estrecho de Mesina sin esperar que cantaran las sirenas ni salieran a aplaudirme los pulpos gigantes de la antiguas Escila y Caribdis, que hoy tal vez est¨¢n en n¨®mina en la oficina de turismo siciliano.
Bajo el aroma suculento que las vacas asadas y las ovejas sacrificadas esparc¨ªan en el aire, huyendo del castigo de la maga Circe, el esforzado Ulises abandon¨® el puerto de Taormina, iz¨® velas y puso la proa rumbo al Peloponeso, pero muy pronto una nube negra cubri¨® toda la mar siendo mediod¨ªa y un viento furioso que proven¨ªa del valle del Etna, donde estaban los restos del banquete prohibido a merced de los buitres, se precipit¨® sobre las aguas y el oleaje hizo saltar los obenques y estays de todas las naves, de forma que los m¨¢stiles aplastaron las cabezas de los timoneles y perecieron todos los tripulantes excepto Ulises, que en medio de la tempestad logr¨® fabricar una balsa de fortuna con el m¨¢stil y la quilla e incluso pudo afirmar a esos maderos un pellejo de cabra lleno de agua dulce. Ulises fue llevado primero por la furia de Eolo hasta los remolinos del estrecho de Mesina y all¨ª sus l¨¢grimas desafiaron la marea y la hicieron subir de nivel, pero finalmente los dioses se calmaron y, viendo su esfuerzo sobrehumano, apaciguaron las aguas. A pocas millas de la costa de Taormina, el J¨®nico tiene una leve y segura corriente hacia el sur de Sicilia, establecida por la naturaleza. Tal vez Ulises se dej¨® llevar por ella y despu¨¦s de varios d¨ªas de navegaci¨®n al pairo, cuando el siroco hab¨ªa ya desaparecido, la balsa del n¨¢ufrago vino a dar por ley en la ensenada de la isla de Ortigia, que entonces era la patria de la diosa Calipso y que hoy es Siracusa.
Desde Mesina segu¨ª camino a Milazzo para embarcarme rumbo a las islas Eolias, un archipi¨¦lago del mar Tirreno, que tiene el infierno en sus entra?as. Pasado el espol¨®n del cabo, despu¨¦s de una hora de traves¨ªa a mar abierta en la tripa de un tibur¨®n de fibra de poli¨¦ster tirado con motores de gasoil, llegu¨¦ a un abrigo entre monta?as. Era la isla Vulcano, donde habit¨® Hefesto, el dios del fuego, y all¨ª tambi¨¦n estuvo Homero para inspirarse con el olor a azufre hasta convertirlo en hex¨¢metros de oro. Tal vez imagin¨® que el reino de Circe estaba en la vecina isla de L¨ªpari, a pocas millas de navegaci¨®n, donde la maga convert¨ªa en animales a cuantos hombres se acercaban a amarla y as¨ª viv¨ªa rodeada de leones y perros con voz humana a cuya jaur¨ªa se uni¨® la piara de cerdos que fueron los compa?eros de Ulises. Esta isla no tiene nada que no produzca la emoci¨®n de la belleza. El fuego interior ha sido amaestrado y se ha convertido aqu¨ª en balnearios de aguas termales. Una callejuela principal lleva a la alta explanada del fuerte donde el mar tendido, al perderse de vista m¨¢s all¨¢ del horizonte azul, se convierte en sentimiento amoroso, en un concepto de la mente, con la sensaci¨®n de que la inmortalidad est¨¢ al alcance de quien quiera navegarlo desnudo. En L¨ªpari hay una iglesia normanda, un puerto rodeado de cafetines, calas que son abrigos seguros para yates piratas que llevan a bordo a reyes destronados y financieros en busca y captura. En las terrazas se extasiaban ante el whisky de media tarde parejas anglosajonas alcoholizadas que se aman tanto como se muerden, se besan, se insultan, duermen la mona y amanecen risue?as y lavadas por el cielo azul y el mar transparente.
Desde L¨ªpari a Str¨®mboli hay una hora m¨¢s de traves¨ªa. Su volc¨¢n se despierta cada veinte minutos desde el inicio de los tiempos. Vomita y se vuelve a dormir. Es una isla cortada con acantilados de lava reciente cuyas entra?as, junto con el fuego, insisten en arrojar tambi¨¦n la pasi¨®n que vivieron all¨ª Ingrid Bergman y Roberto Rosellini. Desde la antig¨¹edad, Str¨®mboli fue descrita por todos los viajeros griegos y romanos. All¨ª Eolo gobernaba todos los vientos y sus marineros estaban avezados en ellos con s¨®lo atender el rumbo que tomaba en cada instante el humo del volc¨¢n. Negro sobre azul, ¨¦sa es la bandera natural de Str¨®mboli, que, pese haber sido habitada por tantos h¨¦roes, hoy debe su fama a un amor rom¨¢ntico siempre a un punto de la destrucci¨®n. No pensaba encontrar a Ingrid Bergman sentada en una mecedora en el hotel La Sireneta, pero pod¨ªa conformarme con degustar una raci¨®n de at¨²n rojo como el que pescaba su marido en la pel¨ªcula, y ¨¦sa era toda una aventura.
Ignoro qu¨¦ transgresi¨®n cometer¨ªa en Taormina o en las islas Eolias para merecer el quebranto que me sobrevino de regreso a Siracusa. Imaginaba que all¨ª ya estaba Ulises en brazos de la diosa Calipso, reina de Ortigia. Despu¨¦s de desembarcar en Milazzo tom¨¦ la ruta hacia el sur por la cornisa oriental de Sicilia y era ya de noche cuando en lugar de rodear Catania por la autopista de circunvalaci¨®n quisieron los dioses que confundiera una se?al y me adentrara en el coraz¨®n de esta ciudad. Si hay algo en este mundo parecido al caos absoluto eso es Catania al anochecer de un viernes. La maga Circe me oblig¨® a tragarme entero metro a metro un laberinto de calles atascadas hasta encontrar la salida entre las heces del puerto. Naufragado en aquel mar con todas las esquinas bloqueadas por autobuses atravesados, en medio de un estruendo de bocinas, trat¨¦ de serenarme e hice un ejercicio de respiraci¨®n, seg¨²n las ense?anzas de mi maestro de yoga, que adem¨¢s de un fino espiritualista es bombero de profesi¨®n y est¨¢ acostumbrado a toda clase de cat¨¢strofes.
Durante la primera hora revis¨¦ mi mente, que a¨²n estaba pose¨ªda por la visi¨®n de los r¨ªos de lava de los volcanes entre pinos y abedules, y en ella a¨²n quedaba un poco del sol azul de Taormina sobre el valle de las vacas prohibidas; luego baj¨¦ hacia el lado del coraz¨®n e imagin¨¦ que all¨ª estaba la misma gruta donde Calipso viv¨ªa, era tal vez la misma fuente de Aretusa, protegida por un ameno bosquecillo de alisos, de chopos negros, de olorosos cipreses y ¨¢lamos, donde anidaban aves de alas azules y cornejas marinas, pero el atasco de Catania ya duraba dos horas y por la ventanilla ve¨ªa pasar bandas de j¨®venes ruidosos entrando en las discotecas, de donde sal¨ªan rayos de m¨²sica canalla. El coche avanzaba hasta la pr¨®xima esquina y mi introspecci¨®n llegaba entonces al est¨®mago y a los intestinos, donde posiblemente a¨²n navegaba el at¨²n rojo que hab¨ªa comido en Str¨®mboli. Frente a la gruta de Calipso hab¨ªa una parra de racimos dorados y varios riachuelos que alimentaban unos prados donde crec¨ªan violetas y apios, el lirio y el perejil. Llevaba ya cuatro horas en medio del caos de Catania y para consolarme pensaba que Ulises, despu¨¦s del naufragio frente a Taormina, fue feliz dedic¨¢ndose a la pesca, cultivando el amor y las hortalizas en aquella isla de Ortigia que a m¨ª me era imposible alcanzar. Los dioses son muy vengativos. A m¨ª me condenaron toda una noche al caos de Catania y a Calipso le mandaron recado por medio de Hermes para que dejara volver a Ulises a su tierra. "?Qu¨¦ crueles sois, dioses, y hasta qu¨¦ punto sois envidiosos, ya que os irrit¨¢is contra las diosas que duermen con un hombre si lo han hecho su amante!". Calipso obedeci¨® la orden de Zeus. Ayud¨® a Ulises a construir una nave, cort¨® ¨¢rboles, le proporcion¨® taladros, encaj¨® las costillas, puso la cubierta, hizo un m¨¢stil ajustado con un penol de verga y tambi¨¦n el remo de gobierno para mantener la derrota y esta labor la realiz¨® con l¨¢grimas en los ojos. Con un lienzo de su lecho Calipso hizo una vela y cuando el viento la hinch¨® Ulises remont¨® la corriente del r¨ªo Alfeo sobre la mar y lleg¨® al Peloponeso, camino de ?taca. Cuando mi mente estaba a punto de estallar dentro de la vejiga en medio del caos de Catania, lleg¨® la diosa Atenea de madrugada por el aire y me mostr¨® el panel que indicaba la direcci¨®n de Siracusa.
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