Emergencias
Durante los ¨²ltimos cien a?os, tres grandes crisis han sacudido a los Estados Unidos, tres encrucijadas que cuestionaron en forma dr¨¢stica la identidad y la direcci¨®n de este pa¨ªs, y en cada ocasi¨®n los artistas e intelectuales norteamericanos han respondido a los nuevos desaf¨ªos con un claro compromiso social, rechazando el apoliticismo en que tales agentes culturales suelen escudarse en ¨¦pocas menos turbulentas.
La primera de estas tres emergencias nacionales tuvo su origen en la Depresi¨®n y el auge del fascismo en los a?os treinta del siglo pasado, y la segunda deriv¨® de la lucha por los derechos civiles y en contra de la guerra de Vietnam en los a?os sesenta y setenta -y en ambos casos, la inmensa conmoci¨®n comunitaria redefini¨® la vida y obra de escritores y m¨²sicos, dramaturgos y cineastas-. En cuanto a la tercera crisis, los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, alteran de una manera casi s¨ªsmica el destino norteamericano. Ante el temor de que la democracia y la libertad de expresi¨®n sean abrogadas en nombre de una mal entendida seguridad y con la sospecha de que lo que se juega es no s¨®lo la supervivencia de su propio pa¨ªs, sino que del planeta mismo, los intelectuales y artistas, en su gran mayor¨ªa, abandonan todo simulacro de neutralidad y se lanzan al activismo contra un Gobierno que utiliza el miedo para manipular a la ciudadan¨ªa y justificar una guerra arbitraria en Irak.
Este esp¨ªritu de rebeli¨®n cultural norteamericana puede notarse en todas las ¨¢reas art¨ªsticas, pero m¨¢s ¨¢lgidamente, se me ocurre, entre los literatos de este pa¨ªs. Como guardianes irrevocables de la lengua y articuladores de la complejidad de lo real, es natural que los escritores tengan una reacci¨®n feroz ante la demonizaci¨®n de toda disidencia por el Gobierno norteamericano y su intento orwelliano de reducir cualquier dilema a una soluci¨®n simplista.
Aunque se han multiplicado ¨²ltimamente las protestas culturales contra el r¨¦gimen de Bush, es probable que la m¨¢s vistosa se haya llevado a cabo la semana pasada en Nueva York, organizada por el Pen Club norteamericano en un recinto que se llen¨® tan pronto se abrieron las puertas, quedando sin ingresar miles de espectadores que tuvieron que apreciar el acto por radio y televisi¨®n. El hecho de que los coordinadores del evento hab¨ªan pedido a los 15 escritores invitados que leyeran un breve pasaje que no proviniera de su propia pluma, les ofreci¨® a los participantes una oportunidad para explorar fuentes literarias indispensables en tiempos tan desastrosos, es decir, desde qu¨¦ textos incorruptibles hay que nutrirse cuando es la inteligencia misma la que est¨¢ bajo ataque.
Aunque a veces la vehemencia de las intervenciones pod¨ªa hacer creer que se trataba de un encuentro en alguna ciudad latinoamericana, donde es m¨¢s habitual cruzarse con autores tan fogosos y comprometidos, termin¨® siendo una sesi¨®n sumamente norteamericana, puesto que los asistentes pudieron finalmente vislumbrar algo as¨ª como una radiograf¨ªa de las aprensiones y secretas esperanzas de los Estados Unidos de hoy.
No es extrano, por ende, que muchos escritores en aquel acto buscaran en el pasado de su patria las profundas ra¨ªces que tienen las luchas contempor¨¢neas por la libertad. Ah¨ª estaba Paul Auster repitiendo un ensayo de Thoreau que, en 1854, impugnaba la Ley de Esclavos Fugitivos, que permit¨ªa retornar a los esclavos ya libres a sus amos -una excoriaci¨®n del Gobierno de ese entonces y sobre todo de la obsecuente prensa norteamericana, palabras fustigantes que parec¨ªan haber sido pronunciadas hace un par de horas y no hace 150 a?os-. Y ah¨ª se encontraba Russell Banks, empleando a Mark Twain para oponerse a la expansi¨®n imperial de su pa¨ªs, ayer en las Filipinas, hoy en Irak, la muerte y la locura cometidas ayer y hoy en nombre de la supuesta civilizaci¨®n. Y ah¨ª estaba Margo Jefferson, ganadora del Premio Pulitzer de periodismo, recordando las suprimidas voces de afroamericanos, y el talentoso Edward Jones leyendo las reflexiones del protagonista amputado de la novela de Dalton Trumbo Johnny cogi¨® su fusil, y la novelista A. M. Homes recitando a Ferlinghetti, y Barbara Goldsmith evocando el juicio de 1874 contra Susan Anthony por haberse atrevido a oponerse a la ley que le negaba el derecho de voto a las mujeres. Voces retenidas desde un pret¨¦rito perfecto, todas con un id¨¦ntico mensaje: no se dejen intimidar, no tengan miedo.
?ste no fue, sin embargo, un ejercicio insular y aislante. Adem¨¢s de hallar en las luchas anteriores de su pa¨ªs un modelo y un vocabulario para la actualidad, tambi¨¦n hubo escritores que reclamaron para s¨ª a escritores de otras latitudes y otros idiomas -tal vez como una manera de repudiar el arrogante unilateralismo de Bush-. Eve Ensler, conocida en el mundo entero por sus Mon¨®logos de la vagina, invoc¨® las palabras de Nawal el Saadawi cuando esa psiquiatra egipcia estuvo presa, y tanto Don DeLillo como Francine Prose leyeron versos del poeta polaco Zbignew Herbert. Fue asimismo el caso de dos escritores que s¨®lo residen en los Estados Unidos, sin ser ciudadanos: Salman Rushdie y el que escribe esta nota. Rush-die, presidente del Pen Club norteamericano -y que algo sabe sobre la persecuci¨®n- record¨® al p¨²blico que nos encontr¨¢bamos ante una descomunal prueba para la civilizaci¨®n: c¨®mo luchar contra los terroristas sin convertirnos en su imagen y espejo. Y con gran lucidez trajo a colaci¨®n al ingl¨¦s John Locke, que, hace m¨¢s de dos siglos, inspir¨® a los fundadores de los Estados Unidos con su admonici¨®n, tan significativa hoy, de que la verdad s¨®lo prevalece si quienes creen en ella est¨¢n dispuestos a combatir la mentira en forma incesante. En cuanto a m¨ª, recurr¨ª al Quijote, ese libro que me ha dado siempre consuelo y sabidur¨ªa en los tiempos m¨¢s miserables, usando un cap¨ªtulo de la mayor novela de toda la historia para meditar sobre la manera en que podemos ser libres en la c¨¢rcel menos piadosa. Y le¨ª el trozo, tanto en ingl¨¦s como en castellano, para enfatizar que hay muchos hombres y mujeres en los Estados Unidos que despiertan sospechas hoy exclusivamente debido a que hablan un idioma extranjero, el ¨¢rabe o el farsi, o incluso el franc¨¦s, y que una de las maravillas de este pa¨ªs yanqui, lo que ha atra¨ªdo a gente como Rushdie a sus orillas, ha sido justamente su capacidad para celebrar lo que es ajeno y diferente.
Esa noche desafiante termin¨®, sin embargo, sobre una nota algo m¨¢s sombr¨ªa. Rushdie ley¨® una lac¨®nica nota que mand¨® Norman Mailer para concluir el acto, siete palabras que Mailer extrajo de John Dos Passos: "All right, then, we are two nations". Est¨¢ bien, as¨ª que somos dos naciones. Esa advertencia -que en 1936 denunciaba una divisi¨®n insalvable entre ricos y pobres- reson¨® ominosamante, casi en forma triste, entre los asistentes en los momentos en que se aproxima la elecci¨®n m¨¢s trascendente de la historia norteamericana. Tal vez agregaba a esa sensaci¨®n de urgencia y desasosiego el hecho de que aquel mensaje de un pasado tan remoto se estaba entregando en el Sal¨®n Central de Cooper Union, desde el preciso lugar donde en 1860 Abraham Lincoln pronunci¨® las palabras que al poco tiempo lo har¨ªan presidente de la Rep¨²blica, su discurso contra la esclavitud en que proclam¨® su certeza de que no es el poder¨ªo (might) que nos da la raz¨®n (right), sino que es el hecho de que tenemos raz¨®n lo que nos da poder¨ªo. Fue desde ah¨ª que hablaron los escritores de hoy, desde el mismo podio donde Lincoln trat¨® de salvar la unidad de su pa¨ªs y se prepar¨® para una inminente guerra civil.
Los autores de aquella noche en Nueva York estaban uni¨¦ndose a Lincoln, el presidente de los Estados Unidos que m¨¢s amaba las palabras, el que m¨¢s crey¨® en un lenguaje l¨ªrico y meticuloso como el instrumento persuasivo preferido de la humanidad, el que no vacil¨® en aceptar la contradicci¨®n como una categor¨ªa necesaria para desenterrar la verdad, y junto al esp¨ªritu de Lincoln tuvimos la esperanza de que las palabras todav¨ªa siguen poseyendo esa posibilidad asombrosa de transformar el mundo y sumergirse en el coraz¨®n misterioso del ser humano y traer algo de coraje a un pa¨ªs dividido por el terror y la falacia, algo de luz a un planeta fracturado por la guerra y el dolor.
Ariel Dorfman es escritor chileno, autor, entre otros libros, de Rumbo al Sur, deseando el Norte.
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