Una presencia peligrosa
En el cine, la interpretaci¨®n de un actor es en gran medida su presencia. Una pel¨ªcula es una proyecci¨®n espectral de luces y sombras sobre un lienzo blanco, o detr¨¢s de una superficie lisa o curvada de cristal, apenas un espejismo fundado en el enga?o ¨®ptico de unas fotograf¨ªas que se suceden a la velocidad precisa para sugerir el movimiento. Pero el cine, tan intangible, tan mentiroso, tan hecho de la sustancia impalpable de la luz, contiene una sugesti¨®n de presencia m¨¢s poderosa que el peso mineral de la escultura. Lo que nos sobrecoge cuando vemos caminar solo y erguido a Gary Cooper en un mediod¨ªa abrasado de sol es la pura presencia de un hombre cuyos pasos casi nos parece que resuenan en el mismo suelo que pisamos nosotros. El p¨¢nico de los primeros espectadores del invento de barraca de feria de los hermanos Lumi¨¦re, aterrados por la locomotora que parec¨ªa abalanzarse hacia ellos, esconde el mismo hechizo que sigue actuando sobre cualquiera de nosotros m¨¢s de cien a?os despu¨¦s en cuanto nos quedamos atrapados por las im¨¢genes de una pantalla: muy por debajo de nuestra sofisticaci¨®n act¨²a un infalible mecanismo primitivo, el mismo que une al ni?o que escucha un cuento en la penumbra de su dormitorio con el lector adiestrado en las dificultades narrativas de James Joyce o de Marcel Proust.
Es un hombre cultivado que se ha hecho rico interpretando a un peligroso pat¨¢n, un pacifista que lleva a?os fingiendo la violencia s¨²bita y homicida
James Gandolfini, que lleva a?os encarnando a Tony Soprano, el g¨¢nster de la televisi¨®n m¨¢s memorable que casi todos los mafiosos del cine, tiene muchos talentos sutiles, pero todos ellos se suman en un poder¨ªo de presencia que es intensamente f¨ªsico y tambi¨¦n contenidamente emocional. Se levanta airado de un sill¨®n y parece que viene hacia nosotros. Emerge de su dormitorio en camiseta, en calzoncillos, descalzo, envuelto en un flojo albornoz, y su irrupci¨®n es una inmediata amenaza, una ocupaci¨®n inapelable del espacio disponible, del aire que se puede respirar. Quieto, mirando de soslayo, el labio inferior ligeramente ca¨ªdo, emite una tensi¨®n magn¨¦tica, una cruenta posibilidad de violencia que estallar¨¢ ante la provocaci¨®n m¨¢s trivial. Basta verlo comer para que d¨¦ miedo: el torso muy adelantado, la cabeza inclinada entre los hombros, en una actitud de embestida, los gruesos codos bien hincados sobre la mesa. La mano sujeta el tenedor como si fuera una navaja autom¨¢tica, el tenedor atraviesa el plato de comida con un impulso de agresi¨®n, las grandes mand¨ªbulas mastican ejercitando la urgencia depredadora de la especie. James Gandolfini, Tony Soprano, es una presencia que gravita densamente en el mundo, un organismo entregado a la satisfacci¨®n de las necesidades f¨ªsicas m¨¢s antiguas y de las apetencias golosas del consumo m¨¢s al d¨ªa, el que requiere televisores enormes sobre capiteles de falso m¨¢rmol, veh¨ªculos todoterreno con cristales ahumados y envergadura de carros de combate, casas enormes y vulgares con piscina en urbanizaciones para magnates de la recogida de basuras y constructores enriquecidos por la especulaci¨®n inmobiliaria.
Pero James Gandolfini no es Tony Soprano, aunque lo encarne con tanta perfecci¨®n que nos induce siempre a la creencia de que estamos viendo a una persona real, no a un fatigoso arquetipo del cine, uno de los m¨¢s reiterados, tan familiar que ya s¨®lo parec¨ªa posible su parodia, el capo de una familia mafiosa. Cuando uno lo escucha en una entrevista lo primero que sorprende es que su cara, tan reconocible, tiene una expresi¨®n distinta, igual que su voz se parece muy poco a la de su personaje. Incluso ha confesado los escr¨²pulos que le provoca interpretar continuamente a un individuo tan violento y tan desalmado como Tony Soprano. "No me parezco nada a ¨¦l", dice, con la parte de asombro y tambi¨¦n de cansancio que ha de sentir el que se ve confundido con la figura que representa: "Soy m¨¢s bien como un Woody Allen que pesara ciento treinta kilos". Como Tony Soprano, naci¨® en el Estado de New Jersey, en cuyo tejido ca¨®tico se mezclan los r¨ªos y los bosques inmensos con los laberintos de t¨²neles, carreteras y puentes de autopistas y las extensiones desoladas de ruinas industriales, los suburbios de mansiones blancas y campos de golf y los barrios populares gangrenados por la delincuencia y la pobreza. A diferencia de su personaje, Gandolfini termin¨® los estudios gradu¨¢ndose en la universidad del Estado, cuyo antiguo alumno m¨¢s c¨¦lebre, aparte de ¨¦l, fue el cantante negro Paul Robeson, militante de izquierdas y activista de los derechos civiles, que cant¨® muchas veces con majestad abrumadora el Old man river de Jerome Kern.
Quiz¨¢s porque empez¨® a actuar a una edad relativamente tard¨ªa, James Gandolfini no es muy proclive a esa clase de declaraciones vagas, profundas y algo m¨ªsticas que suelen repetir los actores cuando les preguntan sobre los papeles que interpretan. "Actuar es un trabajo, nada m¨¢s. A un camionero nadie le pregunta nada sobre el trabajo que hace". Un hombre cultivado que se ha hecho rico interpretando a un peligroso pat¨¢n, un pacifista que lleva a?os fingiendo la violencia s¨²bita y homicida de un mafioso tir¨¢nico, un actor que vive en el Village de Nueva York mientras su personaje no sale nunca del provincianismo suburbano de New Jersey, Gandolfini ha creado una figura carnal y verdadera y a la vez muy ir¨®nica, una rotunda presencia que tiene casi siempre en la expresi¨®n de la mirada y en las esquinas de la boca un matiz de incertidumbre y tambi¨¦n de desamparo y casi de trastorno mental.
Para interpretar a Tony Soprano dice que tuvo presentes como modelos a Robert Mitchum y a Cary Grant: dos de las presencias mayores del cine, ajenas entre s¨ª, en apariencia, incluso antit¨¦ticas, pero de alg¨²n modo tambi¨¦n complementarias. Mitchum lento, let¨¢rgico en los gestos de la cara y en la mirada, en el deje arrastrado de la voz; Grant r¨¢pido, liviano, cortante, como una canci¨®n de Cole Porter; pero tambi¨¦n, cuando era necesario -en Sospecha, en Encadenados- la zalamer¨ªa cortesana y la mundanidad de Cary Grant revelaban de pronto una hondura de desesperaci¨®n, una cualidad secreta de cinismo y de malevolencia. La gravitaci¨®n corporal de Mitchum, la comedia afilada y tramposa de Cary Grant se conjugan en el grandull¨®n Tony Soprano, tosco pero tambi¨¦n veloz cuando hace falta, tan escaso de compasi¨®n hacia sus v¨ªctimas como un asesino a sueldo y a la vez tan incapaz de imponer autoridad a sus hijos adolescentes como cualquier padre desconcertado y confusamente culpable.
En El hombre que no estaba all¨ª, la presencia de James Gandolfini daba veracidad a uno de los pocos personajes de los hermanos Cohen que no parecen maniqu¨ªes para trajes de ¨¦poca o siluetas recortadas de c¨®mic. En v¨ªsperas de la sexta temporada de serie -que dicen de nuevo que es la ¨²ltima- probablemente tendr¨¢ miedo de no poder desprenderse nunca de Tony Soprano, igual que Arthur Conan Doyle no pudo escapar de la sombra rentable y detestada de Sherlock Holmes. En cualquier caso, su presencia en la galer¨ªa de los capos legendarios del cine ya es tan segura como la de Marlon Brando, Al Pacino o Robert de Niro. S¨®lo que ahora, acostumbrados a la vulgaridad premeditada, amenazadora y sarc¨¢stica de James Gandolfini, en esos tres actores a los que hemos admirado tanto descubrimos las costuras y las trampas de una artificiosidad que se nos vuelve inc¨®moda. Se sabe que los mafiosos de la realidad han imitado siempre a los de las pel¨ªculas, y que ninguno de ellos tuvo nunca la solemnidad de patriarca de don Vito Corleone. El monarca indiscutible del cine de la Mafia es Tony Soprano: quiz¨¢s a James Gandolfini le producir¨¢ inquietud saberse imitado en sus modales y en su acento por alg¨²n capo de New Jersey.
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