Gr¨²as
Cuando o¨ª de pasada que hab¨ªa una huelga de gr¨²as en Euskadi rogu¨¦ al ch¨®fer del destino para que esa sublevaci¨®n se extendiera y tambi¨¦n las nuestras, en Andaluc¨ªa, se quedaran quietas: fui o¨ªdo. Disculpaba la inconsciencia de mi acto el haber sido v¨ªctima en diversas ocasiones de uno de estos aparatos despu¨¦s de haber abandonado mi veh¨ªculo en un lugar antip¨¢tico para la autoridad municipal: y no porque yo no sea un buen ciudadano, no, ni porque el c¨®digo de circulaci¨®n no me inspire m¨¢s respeto que el de los Derechos Humanos, sino porque a veces uno va con prisa, quiere desembarazarse de esa pesada c¨¢scara con puertas y maletero que le ha transportado hasta el centro y la arrumba en cualquier parte, con caso omiso de las se?ales. As¨ª que era el mismo oscuro af¨¢n de venganza que mantuvo vivo tanto tiempo a Edmond Dant¨¦s lo que inspir¨® mi petici¨®n: que las gr¨²as se queden de piedra, que alg¨²n poder ultraterreno las convierta en estatuas de sal y dejen tranquilo a mi pobre coche. Solicitud inconsciente, repito; porque cuando supe que la huelga s¨®lo afectaba a las gr¨²as de los servicios de ayuda en carretera record¨¦ tambi¨¦n, con una oleada de gratitud y tibieza, las dos o tres ocasiones en que mi distracci¨®n hab¨ªa tomado por excusa el nivel de aceite en el motor o la anchura de los neum¨¢ticos, y c¨®mo aquellas sol¨ªcitas m¨¢quinas acudieron a rescatarme del naufragio en mitad de la autopista, salv¨¢ndome de la lluvia o del sol del mediod¨ªa. As¨ª hall¨¦ que, como todos los conceptos trascendentes de nuestra vida -el amor, la muerte, la patria-, la gr¨²a ten¨ªa dos caras, o dos manos: una dadivosa, que alimentaba a sus criaturas, y otra rapaz, que los castigaba. Entonces me dije que deb¨ªa dedicar m¨¢s tiempo a pensar en gr¨²as.
En cierta ocasi¨®n, un amigo que volv¨ªa de Berl¨ªn me describi¨® la ciudad como la capital de las gr¨²as; una vez, observando el cuadro en que Peter Brueghel retrata la Torre de Babel, reconoc¨ª dos o tres gr¨²as; para borrar la memoria y el escombro de los atentados del 11 de setiembre se necesitaron 516 gr¨²as; despu¨¦s de la capitulaci¨®n de Hitler, los rusos entraron en Berl¨ªn (otra vez) con un ej¨¦rcito de gr¨²as. Pensar en las gr¨²as me ha llevado a concluir que ese misterioso aut¨®mata con aspecto de esqueleto prehist¨®rico constituye una met¨¢fora perfecta de la cultura de los hombres, de sus ciudades, de sus obras de arte y sus batallas: porque la gr¨²a es la que erige, la que funda los monumentos, la que coloca estatuas en pedestales, y a la vez la que desmantela, la que derriba los ladrillos apilados y reduce a solar desnudo lo que hab¨ªa sido la residencia de una familia. Pues todo lo que ha hecho el ser humano ha precisado, desde que se desnud¨® de su pelambrera de mono, de este auxiliar m¨¢s potente y voluminoso que sus brazos, con cuya ayuda ha logrado corregir fronteras, derrocar gobiernos y elevar la belleza sobre plazas p¨²blicas. Comprend¨ª entonces que mi ruego hab¨ªa sido est¨²pido, si no blasfemo, y lo compar¨¦ con el deseo de un mar que diera peces pero no sepultara los barcos, o de una madre que ofreciera su pecho sin guantazos de contrapartida. ?Puede imaginarse un valle sin monta?a o una monta?a sin valle?, preguntaban los fil¨®sofos del siglo XVIII: pues mucho menos una gr¨²a.
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