Que se calle la Iglesia
La sociedad espa?ola tiene dificultades para comprender el papel p¨²blico de su Iglesia. Y no empleo el adjetivo posesivo "su" por error, sino muy conscientemente, porque si bien el Estado espa?ol como estructura pol¨ªtica de convivencia es y debe ser cada vez m¨¢s laico, la sociedad civil contiene en su seno a una Iglesia cat¨®lica que por razones hist¨®ricas y sociol¨®gicas evidentes constituye una de sus partes m¨¢s significativas. ?sta es una realidad que podemos lamentar o gloriar, pero no ignorar.
Sin embargo, cuando ante proyectos legislativos como el de reformar la instituci¨®n matrimonial para permitir su ingreso en ella a las parejas homosexuales, la Iglesia manifiesta su opini¨®n, se produce un coro de reprobaci¨®n indignada no tanto por el contenido de esa opini¨®n cuanto por el hecho mismo de manifestarla: que la Iglesia se meta en sus cosas y deje en paz a los legisladores, es el grito. Como acertadamente ha subrayado Jos¨¦ Luis Zubizarreta, sucede algo tan curioso como que basta con que la Iglesia manifieste su posici¨®n ante un tema para que la sociedad espa?ola adopte la contraria, simplemente por reacci¨®n ante lo que percibe como injerencia inadmisible de los cl¨¦rigos en pol¨ªtica.
Nuestra sociedad ha venido se?alada por un acusado rechazo popular de las estructuras eclesiales
Claro est¨¢ que hay en aquella indignaci¨®n mucho sectarismo disfrazado: quienes protestan porque los obispos opinen sobre el matrimonio de homosexuales, celebraban inconsecuentemente hace meses que el Papa ri?era a Aznar por su apoyo a la guerra. Y muchos de los que exigen a la Iglesia callar ante opciones legislativas que reclaman de la competencia de los pol¨ªticos, se extas¨ªan sin embargo ante las tomas de posici¨®n pol¨ªtica de la teolog¨ªa de la liberaci¨®n en pa¨ªses de Iberoam¨¦rica o aplauden las pastorales de los prelados vascos sobre el conflicto. Tambi¨¦n se mezclan con ella pugnas subterr¨¢neas por cuestiones de gran calado (la financiaci¨®n p¨²blica de la iglesia, la ense?anza religiosa en la escuela p¨²blica,...). Pero lo cierto es que se detecta una genuina reacci¨®n social contraria a la participaci¨®n de la Iglesia en el debate p¨²blico sobre decisiones pol¨ªticas.
Que esta reacci¨®n contraria debe mucho al tradicional anticlericalismo de la sociedad espa?ola es un hecho innegable. Al tiempo que marcadamente religiosa, nuestra sociedad ha venido se?alada desde hace siglos por un acusado rechazo popular de las estructuras eclesiales, un fen¨®meno t¨ªpico de los pa¨ªses que evitaron la reforma protestante en su d¨ªa. Tambi¨¦n influye la extensi¨®n entre nosotros de un permisivismo ¨¦tico que reacciona molesto ante cualquier proclamaci¨®n p¨²blica que huela a rigorismo moral. A nuestra sociedad no le gustan los sermones.
Ahora bien, adem¨¢s de estos factores sociales, es patente en lo que se lee publicado una defectuosa comprensi¨®n del papel de los diversos actores sociales en el debate p¨²blico. No se comprende de otra forma el que llegue a negarse a la Iglesia el derecho a intervenir en ese debate. Y en este punto la teor¨ªa pol¨ªtica puede aportar alguna claridad. Tomemos por ejemplo el modelo de democracia deliberativa de John Rawls y los requisitos para participar en el di¨¢logo que lleva al consenso pol¨ªtico. En lo que nos interesa ahora, a los actores les es exigible que utilicen s¨®lo argumentos razonables, es decir, argumentos que sean universalizables a todos los ciudadanos. Aquellos que creen en doctrinas comprehensivas que incluyen una definici¨®n del bien o el mal pueden y deben participar en la deliberaci¨®n p¨²blica; lo que sucede es que no podr¨¢n fundar sus posiciones en argumentos internos a su propia doctrina y por tanto particulares a sus propios creyentes. Nadie podr¨ªa oponerse a la tolerancia legal del aborto en base al argumento de que es pecado, o al matrimonio de homosexuales porque la Biblia s¨®lo contempla el de heterosexuales, o a la libre exhibici¨®n del cuerpo femenino porque la sharia lo proscribe. Los argumentos admisibles son s¨®lo los mediados por una raz¨®n com¨²n a todos los ciudadanos. Cumpliendo con este filtro, todos pueden y deben participar en el debate p¨²blico en el que se construye la decisi¨®n pol¨ªtica. La radical separaci¨®n entre pol¨ªtica y religi¨®n, entre Estado e iglesia, significa que los ciudadanos que las subscriben no pueden hacerlo en t¨¦rminos religiosos.
Es de notar que esta vez, en sus mensajes p¨²blicos, la jerarqu¨ªa eclesi¨¢stica ha fundado su posici¨®n negativa al matrimonio homosexual en argumentos sociol¨®gicos y antropol¨®gicos de peso (por discutibles que sean), nunca en su particular dogma. Siendo as¨ª, no hay raz¨®n alguna para negarle el ingreso en el debate, lo que conlleva el derecho a ver debatidos sus argumentos. Decir, como Rodr¨ªguez Zapatero ha hecho, que se le admite, pero que no se le va a contestar ni replicar es una forma de exclusi¨®n, educada y sutil sin duda, pero exclusi¨®n al fin. No hablemos de las reacciones airadas de quienes acusan de homofobia a los cl¨¦rigos discrepantes y que son casos de pura intolerancia. Al igual que la de quienes recurren a blandir como curiosos argumentos tristes experiencias hist¨®ricas o actuales para negar el derecho a opinar a los obispos. Nadie est¨¢ tan limpio como para tener la patente de la democracia o el di¨¢logo, y menos a¨²n en nuestro pa¨ªs.
Estamos hablando de reformar una instituci¨®n social b¨¢sica como es la familia, algo que puede tener unas consecuencias a largo plazo para la sociedad mucho m¨¢s trascendentes que otras reformas meramente pol¨ªticas, como la estructura territorial del reparto de poder. Y, sin embargo, para ¨¦sta se reserva un amplio plazo de debate, toda una legislatura, mientras que aquella reforma se aborda con urgencia, sin apenas deliberaci¨®n. Adem¨¢s, el limitado debate p¨²blico auspiciado por el Gobierno tiende interesadamente a plantear el asunto como una opci¨®n bipolar entre reconocer los derechos individuales de los ciudadanos (postura c¨ªvica) o mantener una determinada visi¨®n moral del matrimonio (posici¨®n cat¨®lica). En estos pobr¨ªsimos t¨¦rminos el debate est¨¢ falseado de ra¨ªz, pues la reforma de una instituci¨®n como la familiar no es principalmente una cuesti¨®n moral ni una de reconocimiento del derecho personal al igual trato legal, salvo que pretenda recurrirse a un discurso banal sobre los derechos humanos. Como muchos ciudadanos, yo desear¨ªa un debate m¨¢s amplio, e ilustrador sobre algo que intuyo trascendente y sobre lo que no poseo seguridades aprior¨ªsticas. Y un debate en el que no se mande callar a la Iglesia, pues su pensamiento particular forma parte de nuestra riqueza como sociedad, por mucho que no estemos de acuerdo con su contenido. Que no andamos tan sobrados de pensamiento como para prescindir de ninguno.
Jos¨¦ Mar¨ªa Ruiz Soroa es abogado.
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