El rapto de Europa
La pregunta, convertida ¨²ltimamente en socorrido latiguillo ret¨®rico, reza as¨ª: ?c¨®mo es posible que en Catalu?a, en el catalanismo -un pa¨ªs y una cultura pol¨ªtica de tan acendrada raigambre europe¨ªsta- se est¨¦n manifestando reticencias o rechazos tan fuertes ante la llamada Constituci¨®n europea (en realidad, tratado por el que se instituye una Constituci¨®n para Europa)? ?Qu¨¦ pasa para que, a menos de medio a?o del anunciado refer¨¦ndum, s¨®lo dos partidos catalanes -esto es, el 55 % de los votos expresados en marzo, pero apenas el 43 % de los emitidos el pasado noviembre- propugnen un s¨ª rotundo e inequ¨ªvoco?
Veamos. Resulta innegable que durante las oscuras d¨¦cadas de la ¨²ltima dictadura buena parte de la oposici¨®n antifranquista y la pr¨¢ctica totalidad del nacionalismo resistencial miraban hacia Par¨ªs, Bruselas, Roma o Estrasburgo con una mezcla de envidia y esperanza. En esos lugares, "on diuen que la gent ¨¦s neta i noble, culta, rica, lliure, desvetllada i feli?", reg¨ªan los modelos pol¨ªticos, econ¨®micos y sociales que los dem¨®cratas catalanes anhelaban poder aplicar en casa; all¨ª pod¨ªan hallar refugio y solidaridad frente a los zarpazos de la represi¨®n; de all¨ª llegaban -aunque fuese subrepticiamente- las nuevas ideas, la prensa sin mordaza, los libros no censurados.
Cuando, a partir de 1957, esa Europa idealizada cristaliz¨® en los Tratados de Roma, la porci¨®n m¨¢s sensata del antifranquismo catal¨¢n comprendi¨® que el futuro estaba ah¨ª, y ello por dos grandes razones: porque, siendo el Mercado Com¨²n un club democr¨¢tico, acceder a ¨¦l obligar¨ªa a Espa?a a desprenderse de la costra dictatorial; pero tambi¨¦n porque ve¨ªan en las incipientes instituciones europeas un contrapeso al centralismo estatal del que Franco era la exacerbaci¨®n. "Cuanto m¨¢s Bruselas, menos Madrid", hubiese podido ser el lema. Lo cierto es que, para la generaci¨®n pol¨ªtica clandestina de los sesenta, la apuesta europea se convirti¨® en una apuesta vital; no me parece fortuito que, a¨²n hoy, miembros ilustres y dispares de aquella hornada (Miquel Roca, Josep M. Cullell, Antoni Guti¨¦rrez D¨ªaz...) ignoren la disciplina de sus partidos para defender el s¨ª en el futuro refer¨¦ndum.
Ahora bien, ?puede el europe¨ªsmo de una sociedad o de una fuerza pol¨ªtica ser un cheque en blanco, un voto de confianza perpetuo, sin fecha de vencimiento? ?Ser europe¨ªsta pasa por tragarse cualquier mejunje, siempre que nos lo sirvan en una vajilla azul con estrellas amarillas? ?Son incompatibles europe¨ªsmo y esp¨ªritu cr¨ªtico? Franco muri¨® hace casi 30 a?os, vivimos en democracia desde 1978 y estamos dentro de la Uni¨®n desde 1986, de modo que, ante la Constituci¨®n europea, el dilema no se plantea entre antifranquistas y franquistas (incluso Fraga est¨¢ por el s¨ª...), ni entre dem¨®cratas y ultras, ni entre euroentusiastas y euroesc¨¦pticos. La cuesti¨®n pertinente, a mi juicio, es esta: Catalu?a como pa¨ªs, los catalanes como "sociedad distinta", ?han obtenido en Europa lo que esperaban de ¨¦sta bajo el tardofranquismo, durante la transici¨®n, incluso en los d¨ªas de la adhesi¨®n a la UE? Mi respuesta es que, desde el punto de vista pol¨ªtico y cultural, rotundamente no.
La Uni¨®n, en efecto, se levanta sobre la tenaz ignorancia o el menosprecio de lo que, para no levantar m¨¢s recelos, hubo que llamar "el hecho regional" europeo, o sea las identidades subestatales. Si alguien lo duda, que examine el papel marginal, casi decorativo, del Comit¨¦ de las Regiones y el doloroso fracaso de quienes, como Jordi Pujol, trataron de darle sustancia pol¨ªtica y poder decisorio. Es verdad que a partir de 2002, desde el Tratado de Niza, se multiplicaron ante Bruselas las demandas de car¨¢cter "regionalista": se ped¨ªa un reconocimiento expl¨ªcito de la dimensi¨®n regional en la futura Constituci¨®n, incluido el estatuto de regi¨®n asociada a la Uni¨®n; se abogaba por una aplicaci¨®n generalizada del art¨ªculo 203 del Tratado de Maastricht (el que permite a las regiones participar en los Consejos de Ministros europeos); se reclamaba el derecho de las regiones a acceder directamente al Tribunal de Luxemburgo, as¨ª como la configuraci¨®n de las mismas en circunscripciones electorales europeas, y entre otros extremos, se instaba al fortalecimiento del Comit¨¦ de las Regiones.
Sin embargo, la presencia "regionalista" en el debate constitucional europeo de los dos ¨²ltimos a?os ha sido casi nula (baste recordar que los representantes espa?oles en la convenci¨®n fueron Ana Palacio, ??igo M¨¦ndez de Vigo, Jos¨¦ Borrell y Gabriel Cisneros), de modo que el desenlace no ha tra¨ªdo sorpresas: la nueva Constituci¨®n excluye a las regiones como entidades aut¨®nomas dentro de la Uni¨®n, las mantiene confinadas en el ¨¢mbito interno de los Estados y deja en manos de ¨¦stos el arbitrio de decidir si Catalu?a o Baden-Wurtemberg pueden recurrir ante el Tribunal de Justicia Europeo o si pueden sentarse en un Consejo de Ministros de Agricultura o Medio Ambiente en Bruselas.
El problema, pues, no es la falta de reconocimiento de la lengua catalana en la Uni¨®n; eso es un s¨ªntoma. El verdadero problema es que la construcci¨®n europea ha sido secuestrada por las burocracias y las l¨®gicas estatalistas, por unos nacionalismos de Estado que, a veces, tratan de recuperar desde Bruselas lo que cedieron de fronteras adentro. El resultado es que Catalu?a -un territorio con identidad nacional y poder legislativo, m¨¢s poblado que 7 de los 10 nuevos socios de la UE y con un PIB superior al de todos ellos, excepto Polonia- es, para la nueva Constituci¨®n, un "ente regional o local" del mismo rango que un condado ingl¨¦s o una regi¨®n administrativa francesa. Y encima, cuando nuestros partidos claman por la oficialidad del catal¨¢n en Europa, el presidente de la Comisi¨®n, Dur?o Barroso, los tilda con desd¨¦n de "federalistas ingenuos".
Por cierto: adem¨¢s de al amigo Chirac y a Schr?der, ?por qu¨¦ Rodr¨ªguez Zapatero no invita tambi¨¦n a Dur?o Barroso a ese mitin barcelon¨¦s donde van a convencernos de las excelencias del s¨ª?
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