De crucifijos, cardenales y laicidades
La trayectoria de Occidente hac¨ªa pensar que el tema de los l¨ªmites y alcances del Estado laico iba declinando a medida que la tolerancia se consolidaba para siempre al trascender su valor constitucional y erigirse en h¨¢bito de la sociedad; la mejor de las normas, seg¨²n Arist¨®teles. El avance musulm¨¢n, sin embargo, ha puesto el tema en tensi¨®n, y basta recordar los debates franceses y la reciente ley sobre s¨ªmbolos religiosos en la ense?anza p¨²blica para advertir hasta qu¨¦ punto los Estados, y las sociedades todas, viven, a veces dram¨¢ticamente, los conflictos que al respecto se generan. En un plano mucho m¨¢s sereno, el maestro Peces-Barba escribi¨® no hace mucho en EL PA?S sobre lo que ¨¦l juzgaba un excesivo protagonismo del cardenal en la reciente boda real, pese a su opini¨®n muy afirmativa del valor institucional del acontecimiento.
En mi pa¨ªs, Uruguay, estos debates vienen de muy antiguo y recientemente se reedit¨® una pol¨¦mica sostenida en 1906 cuando en el final de la primera presidencia de don Jos¨¦ Batlle y Ord¨®?ez, palad¨ªn del Estado laico, se dispuso la supresi¨®n de los crucifijos de los hospitales p¨²blicos. Jos¨¦ Enrique Rod¨®, el formidable escritor y a la saz¨®n parlamentario del propio partido de gobierno, pese a su condici¨®n de no creyente, impugn¨® la medida acus¨¢ndola de ser jacobina y no liberal, mientras era ardorosamente defendida por Jos¨¦ Pedro D¨ªaz, un jurista de encendida militancia anticlerical. Rod¨® invocaba la idea de que practic¨¢ndose en los hospitales la verdadera caridad, era un acto intransigente quitar la efigie de un gran reformador moral, fundador de la concepci¨®n caritativa, de valor puramente human¨ªstico m¨¢s all¨¢ de un sentido religioso que s¨®lo se lo atribuir¨ªa quien profesara la creencia. A lo que respond¨ªa D¨ªaz que el crucifijo no estaba all¨ª como s¨ªmbolo human¨ªstico, sino cat¨®lico, y que por lo mismo violentaba la conciencia de los ciudadanos de otras religiones o que simplemente no eran creyentes. Lanz¨¢ndose luego, como era habitual en la ¨¦poca, al terreno de negar la originalidad de la doctrina cristiana de la caridad y ubicar al crucifijo como s¨ªmbolo de la "tiran¨ªa brutal y sanguinaria que la Iglesia hizo pesar durante siglos sobre la humanidad".
La medida de los crucifijos, que por cierto qued¨® firme para siempre, se inscrib¨ªa en un pa¨ªs que ya desde 1876 hab¨ªa instaurado la escuela p¨²blica como "laica, gratuita y obligatoria", que en 1882 hab¨ªa otorgado personer¨ªa jur¨ªdica a la masoner¨ªa, que en 1885 hab¨ªa dispuesto la obligatoriedad del matrimonio civil, sin cuya previa realizaci¨®n no pod¨ªa realizarse enlace religioso alguno, y que a¨²n una veintena de a?os antes hab¨ªa secularizado totalmente los cementerios a ra¨ªz de la negativa de un cura a enterrar a un protestante mas¨®n que se hab¨ªa suicidado. O sea, que se trataba de un proceso de secularizaci¨®n progresivo que en el momento de la pol¨¦mica de los crucifijos viv¨ªa un pico de tensi¨®n con la primera ley de divorcio, aprobada finalmente el 26 de octubre de 1907, en los mismos d¨ªas en que el juicio a Ferrer y Guardia y los otros responsables del atentado contra el rey Alfonso XIII sacud¨ªan tambi¨¦n a la distante Montevideo con manifestaciones a favor de los encausados. Los debates sobre la laicidad culminar¨ªan en 19l6 con la incorporaci¨®n a la Constituci¨®n de la definitiva separaci¨®n de la Iglesia con el Estado, que abri¨® paso a una consolidada convivencia de lo p¨²blico con lo religioso.
Naturalmente, esa convivencia registr¨® -y a¨²n exhibe- singularidades. Por ejemplo, una ley de divorcio que desde 1913 permiti¨® que la mujer gozara del privilegio de divorciarse por su sola voluntad, mediante un mero procedimiento no contencioso de unas audiencias reiteradas, en que el marido nada pod¨ªa oponer, pues ni era citado. O las denominaciones de algunos feriados, que para respetar la tradici¨®n cat¨®lica se mantuvieron pero con un nombre laico: as¨ª la Semana Santa es oficialmente Semana de Turismo (y as¨ª es llamada por la mayor¨ªa de la poblaci¨®n), la Navidad es el D¨ªa de la Familia (apelativo nunca asumido) y el 8 de diciembre no es el de la Inmaculada, sino el D¨ªa de las Playas (tan olvidadas ¨¦stas como la divinidad).
La tolerancia religiosa pas¨® a ser realmente algo plenamente asumido por nuestro pueblo, comenzando por el cat¨®lico, a quien hoy no le gustar¨ªa para nada retornar a una presencia oficial de la Iglesia. Con todo, en 1987 se produjo un interesante debate a ra¨ªz de la primera visita que realiz¨® el papa Juan Pablo II al Uruguay, ocupando entonces la presidencia quien escribe este art¨ªculo. Se realizaron entonces varias misas, una de ellas en Montevideo, en un paraje c¨¦ntrico donde se hab¨ªa erigido una gran cruz. Siendo bien notoria mi condici¨®n de agn¨®stico -incluso dir¨ªa agn¨®stico militante, si cabe la expresi¨®n-, me permit¨ª sugerir, en el momento en que el Papa dejaba el pa¨ªs en el aeropuerto, que se mantuviera la cruz como monumento conmemorativo del episodio hist¨®rico de la primera visita de un Papa. La Iglesia recogi¨® con alegr¨ªa la sugerencia y la ofreci¨® en donaci¨®n a la municipalidad montevideana. Reunido el ¨®rgano deliberante de la ciudad, resolvi¨® rechazarla, por considerar que siendo la cruz un objeto de culto de una religi¨®n particular no pod¨ªa atribu¨ªrsele un espacio p¨²blico, y en consecuencia deb¨ªa desmontarse el s¨ªmbolo. En esas circunstancias se plantea el tema en el Parlamento nacional proponi¨¦ndose una declaraci¨®n legal de monumento hist¨®rico.
Todas las bancadas parlamentarias se dividieron. Ninguna actu¨® en forma monol¨ªtica. El presidente del Parlamento y vicepresidente de la Rep¨²blica, el doctor Enrique Tarigo, s¨®lido jurista que incluso fuera embajador uruguayo en Espa?a, siendo creyente vot¨® en contra por considerar que disponiendo la Constituci¨®n que "el Estado no sostiene religi¨®n alguna", rendir homenaje a la cruz supon¨ªa "sostener" una particular confesi¨®n y violar as¨ª el principio de laicidad. A la inversa, la mayor¨ªa de no creyentes se inclinaba por la permanencia de la cruz, ya que no se trataba de un homenaje a ella, sino el recuerdo de un hecho hist¨®rico y que en un pa¨ªs con libertad religiosa donde la propia Constituci¨®n exoneraba de impuestos a todas las religiones, el Estado laico asum¨ªa una posici¨®n de imparcialidad entre ellas, pero no de oposici¨®n. En una capital donde existe hasta un monumento a Confucio, se se?al¨®, la tradici¨®n liberal, justamente, ha permitido la amplitud m¨¢xima en la expresi¨®n de creencias diversas, sin restricci¨®n alguna. All¨ª termin¨® la historia y qued¨® la cruz declarada monumento hist¨®rico, constituy¨¦ndose a la vez en el testimonio de un esp¨ªritu de tolerancia que es un hecho en el ejercicio diario de esa convivencia. En la rambla de Montevideo, el paseo elegante que frente al r¨ªo bordea toda la ciudad, hasta una estatua en bronce de Iemanj¨¢, la diosa del Mar de los cultos sincr¨¦ticos brasile?os, se levanta sin molestia para nadie.
Por cierto, el tema es m¨¢s complejo donde se vive el choque contempor¨¢neo entre cristianos y musulmanes. Pero en cualquier caso, lo que la experiencia hist¨®rica dice es que nada es mejor que dar al C¨¦sar lo que es del C¨¦sar y a Dios lo que es Dios. O sea, que el Estado act¨²e con imparcialidad en lo suyo, construyendo el Estado de derecho y administrando, mientras las iglesias, todas ellas, traten de salvar almas cada una a su modo. Porque as¨ª como el Estado no est¨¢ para asegurarle a nadie la felicidad individual, las iglesias no deber¨ªan introducirse nunca en el proceloso mar de las instituciones p¨²blicas.
Julio Mar¨ªa Sanguinetti es ex presidente de Uruguay.
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