Catadura moral
La taxonom¨ªa de los intelectuales, es decir, la clasificaci¨®n de acuerdo con unas normas casi entomol¨®gicas, puede nacer desde puntos de vista muy variados. Hay intelectuales "iniciadores", que sirven de punto de partida para las novedades de fondo y tambi¨¦n para las insignificantes modas. Los hay tambi¨¦n que dominan con su influencia toda una ¨¦poca: en Francia fueron Sartre y Aron, por ejemplo. Quiz¨¢ en Espa?a lo hayan sido, en tiempos recientes, Aranguren y Mar¨ªas (hoy, Savater). Hay tambi¨¦n quienes siempre aparecen embebidos en un mundo propio cuya trascendencia s¨®lo se descubre con su desaparici¨®n. Finalmente, tambi¨¦n existen intelectuales que s¨®lo se entienden a partir de una tradici¨®n que hacen propia y en la que introducen matices, pero que no pasan de esto.
Pero, ?y en las circunstancias dif¨ªciles de un conflicto interno en la que el Bien y el Mal no parecen tan claramente distribuidos en cada uno de los bandos? La taxonom¨ªa se hace m¨¢s dif¨ªcil y se desgrana en actitudes personales m¨¢s o menos discutibles, siempre comprensibles y nunca condenables por completo.
No ya sobre la Guerra Civil, sino acerca de la inmediata posguerra ha escrito Jordi Gracia un libro brillante, merecedor de un premio importante, el Anagrama de Ensayo. Lo titul¨® La resistencia silenciosa y aporta todo un caudal de matices que hacen meditar y que sugieren contrapropuestas. Las segundas se refieren, por ejemplo, al propio t¨ªtulo. ?Lo que hubo en Espa?a fue verdaderamente "resistencia" de los intelectuales en los a?os cuarenta? No fue, de cualquier modo, tan "silenciosa", pero menos a¨²n "resistencia". ?Todos estos escritores o artistas a los que se reprocha haberse marginado y luego reaparecido adaptado a la situaci¨®n, merecen un calificativo condenatorio? Pensemos no s¨®lo en Baroja o Azor¨ªn, sino en V¨¢zquez D¨ªaz o en Solana, por ejemplo. Durante la misma guerra, ?qu¨¦ postura resulta m¨¢s defendible, la de un Ortega, que se margin¨® por repudio de los dos bandos, o la de Salinas, que repudiaba a los que pronunciaban sesudas declaraciones desde los cielos emp¨ªreos sin implicarse de forma personal? Ortega y Salinas, sin embargo, asumieron ambos un com¨²n prop¨®sito liberal. Sin duda la postura de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez resulta de las m¨¢s respetables, pero, de ser as¨ª, ?por qu¨¦ se citan tan infrecuentemente las palabras condenatorias que dedic¨® a Alberti acerca de su actuaci¨®n en esos momentos?
Quiz¨¢ en el texto, siempre inteligente, de Gracia haya algunas premisas discutibles. Se presenta, por ejemplo, el r¨¦gimen de Franco como fascista, lo que si resulta un acierto como aspiraci¨®n durante unos a?os -pocos- oculta la realidad de que result¨® en su mayor parte "una reviviscencia de la Espa?a de Carlos II" (cita de P¨¦rez de Ayala, una m¨¢s entre las muchas que cabe espigar del libro de Gracia). Resulta, de cualquier modo, un tanto desmesurado hablar de "la capitulaci¨®n de los maestros", condenaci¨®n de buena parte de lo mejor existente en la cultura espa?ola. Es mucho mejor la expresi¨®n "supervivencia de la cordura ilustrada" -ambas son del propio Gracia- porque esta ¨²ltima estaba m¨¢s en peligro y describe mejor la situaci¨®n. En fin, en el texto mencionado se llama la atenci¨®n acerca de la val¨ªa literaria de algunos j¨®venes falangistas, pero eso contribuye a preguntarse si no equivale a considerarlos en exceso de acuerdo con un patr¨®n objetivo. Por ejemplo, tardaron mucho en ser "resistentes" y adem¨¢s no s¨¦ bien si puede denomin¨¢rseles "liberales" porque carecieron muchos de ellos de esa conciencia de pluralidad que es el punto de partida para merecer el calificativo. Faltan, en cambio, juicios m¨¢s positivos acerca de quienes, como Mara?¨®n, partieron de "aceptar la realidad como es". Y se notan las ausencias: por ejemplo, la de quienes han explicado su voluntad de permanecer en Espa?a como una consecuencia del deseo de aprovechar la escas¨ªsima libertad concedida desde el poder, como Mar¨ªas.
Los juicios acerca de posiciones personales deben ser completados con otros relativos a la propia posici¨®n moral de las personas. Pasemos p¨¢gina de la Guerra Civil y de la inmediata posguerra y adentr¨¦monos en los a?os sesenta. Hubo una ¨¦poca en que se hicieron habituales los "manifiestos de intelectuales" en contra del r¨¦gimen o de determinadas actuaciones de sus dirigentes. Comenz¨® a partir de las huelgas mineras de 1962 y concluy¨® cuando ya la beligerancia del mundo de la cultura en contra del r¨¦gimen se hizo m¨¢s patente, al final de la ¨¦poca. Ya hab¨ªa sido redactado un primer manifiesto dirigido a Fraga con resultados apreciables en el sentido de que no hab¨ªa levantado tan gran indignaci¨®n gubernamental y se hab¨ªa manifestado la remota posibilidad de un di¨¢logo. Se plante¨® la posibilidad de la redacci¨®n de un segundo y se reunieron las personas en principio interesadas. Pero una de ellas, pronto disconforme con el resto, abandon¨® la reuni¨®n. Ten¨ªa l¨®gica que lo hiciera porque apreciaba que la disinton¨ªa de prop¨®sitos hab¨ªa quedado manifiesta. Lo sucedido se cuenta en el libro de Pere Ys¨¢s, Disidencia y subversi¨®n, y est¨¢ documentado en los archivos gubernamentales, esa bendita fuente de informaci¨®n que tantas sorpresas proporciona para la reconstrucci¨®n del pasado.
Quien abandon¨® la reuni¨®n fue Camilo Jos¨¦ Cela. No hay duda de que hab¨ªa mantenido y mantuvo contactos estrechos con las autoridades gubernamentales de la dictadura desde el principio de su carrera literaria. Hasta ahora el punto m¨¢s negro de su trayectoria literaria consist¨ªa en su ofrecimiento como censor, a pesar de lo insignificante de las publicaciones sobre las que ejerci¨® su responsabilidad. Pero lo que hizo a fines de 1963 resulta todav¨ªa m¨¢s digno de condena. No se limit¨® a desligarse de cualquier contacto con los "abajofirmantes" (denominaci¨®n de entonces), sino que mantuvo contactos con un director general de Fraga, entonces ministro de Informaci¨®n. En ellas le comunic¨® que casi la mitad de quienes hab¨ªan suscrito el primer manifiesto eran comunistas. Pero adelant¨®, a continuaci¨®n, que muchos de quienes hab¨ªan suscrito la primera manifestaci¨®n de protesta eran "recuperables". Describi¨® -al parecer, de forma minuciosa- el procedimiento. Consist¨ªa en que una editorial, p¨²blica o privada, publicara sus obras para estimularles al cambio. Otra alternativa, mucho m¨¢s descarnada, consist¨ªa simplemente en "sobornarles". Hizo menci¨®n de algunos de ellos y de caracter¨ªsticas personales que pod¨ªan favorecer una modificaci¨®n de la postura disidente hasta el momento adoptada. La¨ªn, por ejemplo, era "medroso", y esa peculiaridad pod¨ªa conducirle, al fin, por el buen camino. La alta autoridad sugiri¨® disposiciones en la direcci¨®n indicada, financiadas por fondos reservados, as¨ª como una coordinaci¨®n con la tarea desempe?ada por la Direcci¨®n General de Seguridad. No sabemos mucho m¨¢s acerca de la cuesti¨®n, pero no cabe la menor duda de que esta conversaci¨®n tuvo sus efectos en las altas instancias.
Lo que el futuro Nobel dijo est¨¢ casi al borde de la denuncia,con lo que eso pod¨ªa suponer en el a?o indicado. Pero hay todav¨ªa algo m¨¢s grave. Con quienes el escritor consideraba como "sobornables" o "medrosos" sigui¨® manteniendo una relaci¨®n fluida e incluso en apariencia amistosa. Esto revela una visi¨®n de la naturaleza humana verdaderamente lamentable, tanto en relaci¨®n con la manera de ser de los dem¨¢s como de cara a como debe actuar uno mismo. En el fondo reaparece esa visi¨®n detestable del amor como acto f¨ªsico brutal libre de cualquier afecto personal y la carencia de una m¨ªnima piedad humana que se revela en buena parte de la obra escrita del gallego. Que todo ello resulte compatible con excelencias como La colmena, El viaje a la Alcarria o San Camilo 1936 constituye, para m¨ª, todo un enigma.
En el fondo, no obstante, queda claro que las personas, sean o no intelectuales, deben ser medidas no tanto por sus capacidades o por sus posiciones, a las que muy a menudo les arrojan las circunstancias, sino por su catadura moral. Pensando en lo que pod¨ªa haber hecho Cela en aquella ocasi¨®n surge una inmediata respuesta: hubiera podido simplemente callar. En ocasiones la posici¨®n m¨¢s digna es el silencio y la renuncia al protagonismo. Pensemos, por ejemplo, en el caso de Manuel de Falla. Opositor, como cat¨®lico, a uno de los bandos de la Guerra Civil en que tantas personas hab¨ªan sido eliminadas y tantos edificios religiosos destruidos, acept¨® un cargo de los sublevados, pero no lo ejerci¨® un segundo y emigr¨®.
Claro est¨¢ que existe un grado superior que es el ejemplo m¨¢s laudable a seguir al comienzo del tercer milenio. Aparece entre los intelectuales que en el este de Europa hubieron de sufrir de forma sucesiva el despiadado paso de dos totalitarismos. En ellos no abundan las fintas dial¨¦cticas de los escritores occidentales, su escepticismo ante los valores, ni su voluntad de exhibicionismo. Lo que, en cambio, sobreabunda es la capacidad de resistencia del ser humano, acorazado por la dignidad de la escritura y la intimidad del pensamiento, en contra del pisoteo de la libertad, con cualquier presupuesto ideol¨®gico de que se trate. Me refiero a los Havel, Potocka, Milosz, K¨¦rtesz... Alguna vez se ha intentado determinar qui¨¦nes son los verdaderos h¨¦roes del siglo XX. Para m¨ª no cabe la menor duda de que hay que encontrarlos entre nombres como los citados. Siempre ofrecen un rigor anal¨ªtico ejemplar, una percepci¨®n muy laudable de lo que significa en definitiva la ausencia de libertad. Pero sobre todo lo que mueve al entusiasmo en la lectura de sus escritos es siempre el aliento moral, la conciencia de que antes de escribir han hecho un juicio de valor previo. Y eso, tan infrecuente, presta un servicio irrepetible al malhumorado escepticismo que suele ser signo habitual entre los intelectuales de nuestro tiempo.
Javier Tusell es historiador.
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