El Cafetal
Un letrero mal iluminado y escrito con letras de fique anuncia la entrada a El Cafetal, un bar, restaurante y discoteca de ambiente colombiano que lleva cinco a?os funcionando en la calle de Aribau de Barcelona. Fruto total de la nostalgia, El Cafetal es como una puerta de entrada a las entra?as del tr¨®pico y bien podr¨ªa estar situado en uno de esos pueblos colombianos que no custodia el ej¨¦rcito nacional, sino alg¨²n grupo guerrillero o paramilitar. La fachada del bar est¨¢ hecha con maderos pintados de verde y rojo, e intenta simular una casa campesina. La mayor¨ªa de los clientes son colombianos de a pie, hombres rudos y mujeres algo gorditas pero suculentas que suelen trabajar en los m¨¢s diversos oficios y que se gastan en El Cafetal lo poco que les queda despu¨¦s de haber pagado el inevitable alquiler barcelon¨¦s y de haber enviado dinero a los hijos o familiares que dependen de ellos al otro lado del Atl¨¢ntico.
El bar, restaurante y discoteca El Cafetal de la calle de Aribau es como una puerta de entrada a las entra?as del tr¨®pico
Un papagayo ficticio y lleno de polvo y la foto de un paisaje andino vigilan la entrada, y al cruzar el umbral se tropieza con un ambiente oscuro y agreste y una m¨²sica que hacen que el coraz¨®n se estremezca de inquietud. La barra que parte en dos el corredor de entrada obliga a acercarse a los escudos de los equipos de f¨²tbol que decoran la pared y el espejo que est¨¢ justo debajo de los escudos muestra las artesan¨ªas que, sobre una peque?a estanter¨ªa, cubren la pared de enfrente. Hay un barman que hace tambi¨¦n las veces de pinchadiscos y que mientras sirve una copa conversa con los primeros parroquianos y con un par de chicas espa?olas que o pertenecen a una ONG, o esperan a sus amantes latinos o, lo m¨¢s probable, suman las dos caracter¨ªsticas.
Tres escalones llevan a una pista de baile presidida por una foto del inmortal H¨¦ctor Lavoe y por los siete trofeos que el equipo de f¨²tbol de El Cafetal ha ganado compitiendo en torneos locales. Una pareja baila amacizada mientras Diomedes D¨ªaz, el cantor por excelencia de los colombianos, entona una canci¨®n que jam¨¢s ser¨¢ de exportaci¨®n porque para sentirla se necesita haber pasado la infancia, la adolescencia y algo de hambre bajo el sol del Caribe. Los clientes se acomodan en las pocas mesas que hay junto a la pista y una luz de ne¨®n deja ver que en las paredes hay unos farolitos que nunca se encienden porque atentar¨ªan contra la intimidad del sitio. Hay, al igual que en la entrada, algunos carteles; los m¨¢s llamativos son una foto del metro de Medell¨ªn, ¨²nico metro de Colombia, y una del Atl¨¦tico Nacional, el club de f¨²tbol donde se gastaba sus ingresos extras el malogrado Pablo Escobar.
Al fondo del lugar hay otra barra; all¨ª, con mirada seria, casi de rega?o, una matrona atiende a un par de borrachos y a una parejita que no se aleja ni un mil¨ªmetro de la barra pero igual se contonea, se besa y baila. Una puerta que est¨¢ junto a la barra y que no para de abrirse y cerrarse avisa que la nostalgia no s¨®lo se escucha y se baila, sino que tambi¨¦n se come; tras esa puerta queda una cocina que funciona sin descanso y donde las cocineras preparan afanadas los sancochos, las bandejas paisas, los patacones, la yuca y las arepas que esperan con ilusi¨®n los comensales acomodados en el entresuelo que se ha adaptado como comedor.
Mientras los camareros suben y bajan llevando y trayendo platos para un grupo que celebra ruidoso un cumplea?os, el pinchadiscos anima la noche con un merengue y dos cl¨¢sicos de la salsa y las parejas dejan la pereza y asaltan la pista de baile. Los hombres sonr¨ªen con dulzura de machos conquistadores y las chicas aceptan acompa?arlos en la danza, pero se hacen las indiferentes para imponer su primac¨ªa de hembras. El Cafetal, m¨¢s que el Consulado o la Embajada de Colombia, es tierra propia, un pedazo de patria en el extranjero. All¨ª se retoman los h¨¢bitos y las leyes sociales de siempre y, por tanto, las chicas mandan, ponen condiciones, coquetean y, lo m¨¢s importante de todo, se dejan cortejar y se niegan a compartir el importe de la cuenta.
En d¨ªas de celebraciones especiales, El Cafetal se llena a reventar, hay que cobrar la entrada y poner un mat¨®n a la puerta. La noche es puro baile, comida y fiesta. Es costumbre contratar un mariachi que aparezca cuando ya la gente est¨¢ borracha y necesita un par de canciones que acompa?en las l¨¢grimas que les hacen brotar la lejan¨ªa, el desamparo y la nostalgia. Despu¨¦s del mariachi, se baila otro rato y se pone m¨²sica de Dar¨ªo G¨®mez, un campesino colombiano que compuso Nadie es eterno en el mundo, un tema sobre la muerte que lo ha convertido en el hombre que m¨¢s discos (la mayor¨ªa de ellos piratas) vende en el pa¨ªs y que es el himno de todos los desheredados de Colombia.
Pasadas las dos de la madrugada, administrador, camareros y matrona empiezan a despachar a la gente y no queda m¨¢s remedio que irse. Los que han conseguido pareja se van felices, los dem¨¢s se van decepcionados y borrachos, y no falta un rebelde que se ponga pesado con la mujer que lo rechaz¨® o un par de chicas que discutan por el amor de alg¨²n hombre. Pero la mayor¨ªa de los asistentes han aprendido a respetar las normas del pa¨ªs que los ha acogido y cruzan la puerta tranquilos aunque con la mirada extraviada y el rostro ensombrecido por el desencanto. No es f¨¢cil aceptar que un local tan propio y cercano queda en Barcelona y no en alg¨²n pueblo perdido de la patria. No es f¨¢cil aceptar que all¨¢ afuera no cantan los gallos, ni sopla una brisa tibia ni hay polic¨ªas agresivos y que ni siquiera puede haber el peligro de que se inicie una ri?a o un tiroteo. Puede sonar excesivo, pero hasta de un poco de violencia se puede llegar a sentir uno nost¨¢lgico.
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