La bolsa naranja
La bolsa naranja ha llegado a mi barrio. Un folleto municipal explicativo cita a los vecinos en una conocida esquina. All¨ª, unas se?oritas muy amables explican, desde un peque?o tenderete (de color naranja, of course), la gran funci¨®n ecol¨®gica de la bolsa naranja en la que hay que meter la basura bautizada como org¨¢nica. Preparadas para la gran pregunta -?qu¨¦ es la basura org¨¢nica?- las chicas dan una miniconferencia sobre lo diferente que es el papel, el cristal, una pila, una colilla o la monda de un tomate. Lo org¨¢nico es la monda de tomate, todo el mundo lo entiende enseguida. Las espinas del pescado resultan muy pol¨¦micas.
Acto seguido, con estricta sobriedad, siguen dos frases escuetas y rotundas sobre las ventajas de aprovechar colectivamente la basura en general y la org¨¢nica en particular: abonos y energ¨ªa para Barcelona. Qu¨¦ alegr¨ªa. Parece que el futuro de todos depende de que las mondas de tomates est¨¦n correctamente empaquetadas en la bolsa naranja, que, para mayor comodidad, hay que depositar en la parte naranja del contenedor callejero de color gris. Un dibujo muestra el contenedor bicolor. No hay la menor duda.
A continuaci¨®n las se?oritas entregan gratis un paquete de bolsas naranja y un cubo de pl¨¢stico para incitar la organizaci¨®n dom¨¦stica. Que el cubo sea peque?o es ventajoso: en pocas casas queda espacio para m¨¢s clasificadores de basura. Con este ritual parece haber llegado a su fin el estilismo municipal del desperdicio que, seg¨²n las se?oritas mensajeras, convertir¨¢ Barcelona en otro ejemplo para el mundo. Nada que objetar a fines tan ejemplares. Los ciudadanos com cal hemos sido advertidos: no est¨¢ bien dormirse sin haber clasificado -con precisi¨®n, nuestro tiempo no vale nada- cada d¨ªa nuestras cinco clases de basuras. Lo contrario, quedamos avisados, es ser un mal ciudadano: una culpa vergonzante antiecol¨®gica y antibarcelonesa en la conciencia de cada cual.
Aqu¨ª hilamos muy fino cuando se trata de vigilar el incivismo de las familias y un poco menos fino cuando la basura es radiactiva, directamente contaminante o responde a intereses econ¨®micos importantes como la de Flix o la de tantos otros paisajes catalanes. Todos lo saben. Al ciudadano se le conmina a una ejemplaridad que, cosas de la vida, no parece regir cuando se es capaz de destrozar contundentemente el h¨¢bitat. ?Resultado? Estas paradojas s¨®lo se digieren con frustraci¨®n y con una sonrisa ir¨®nica e incr¨¦dula cuando se ve una virginal bolsa naranja.
Ser¨ªa duro si resultara -como yo pude ver en Alemania, donde hace unos a?os se organiz¨® un esc¨¢ndalo de cuidado- que llega el cami¨®n de la basura, mezcla en el mismo contenedor todos los desechos previamente separados y, con la mezcolanza, se acaba el mani¨¢tico orden clasificatorio. Sobre esa garant¨ªa en la recogida nuestro querido Ayuntamiento -delegado por votos e impuestos- no explica nada cuando entrega la bolsa naranja. ?Por qu¨¦ no nos cuenta qu¨¦ hacen los camiones y d¨®nde va tanta voluntad ecol¨®gica? Es como si el trabajo municipal, ignorando nuestra noble y simp¨¢tica condici¨®n de contribuyentes, se agotara en aleccionar y conminar a los ciudadanos se?al¨¢ndolos como culpables de dar tanto trabajo.
?Est¨¢ el Ayuntamiento enfadado con los ciudadanos? Nos mira como si fu¨¦ramos ni?os malos o in¨²tiles seres a los que llevar de la manita por su incapacidad para entender lo elemental. El caso de la bolsa naranja es el ¨²ltimo hito de un proceso inquietante, maduro: la desconfianza de la Administraci¨®n hacia el ciudadano como generador de problemas, lo cual crea una paralela correspondencia. Mal asunto. Mala democracia cuando la Administraci¨®n manda sin dar explicaciones y el ciudadano obedece sin exigirlas. ?Qui¨¦n recuerda la necesidad de disponer de servidores p¨²blicos y la grandeza de serlo? ?Demasiado rom¨¢ntico? Una bolsa naranja no basta sin seguirle la pista hasta el fin. Nos lo deben.
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