Palabras, palabras, palabras
He sido invitado a pronunciar unas cuantas palabras ante ustedes, y despu¨¦s de saludarlos, quiero confesar que si me encuentro justificado para ello es porque a lo largo de una vida cuya duraci¨®n se acerca ya al centenario mi ocupaci¨®n constante, casi desde la primera infancia hasta estas postrimer¨ªas, ha sido con las palabras.
En efecto, por el lenguaje se define mi presencia en el mundo: me siento, y me he sentido desde siempre, un escritor: mi ocupaci¨®n constante ha consistido en dar forma verbal por escrito a las ocurrencias de mi fantas¨ªa. Si bien no he querido nunca hacer de ello una profesi¨®n en el sentido de econ¨®mico modus vivendi, este ¨²ltimo -es decir, mi profesi¨®n- ha estado tambi¨¦n ligado en m¨ª a la expresi¨®n, tanto oral como literaria, en cuanto que he sido periodista, y sobre todo en mi calidad de catedr¨¢tico; un catedr¨¢tico que no s¨®lo dictaba ense?anzas en varia materia, sino que a la vez publicaba ensayos y libros de tema, tono y alcance intelectual.
Ponerle nombre a las cosas es transformar su condici¨®n, inventarlas, crearlas
Esto es lo que me ha definido y me ha calificado socialmente; pero no es menos cierto que si yo he estado siempre ligado al idioma de un modo muy particular y espec¨ªfico, tal condici¨®n m¨ªa es com¨²n a todos los seres humanos en general, tanto que por ella se distingue a nuestra especie biol¨®gica del resto de los vivientes. Solemos creer, quiz¨¢ por engreimiento, que el hombre supera en cuanto a sus facultades mentales al resto de las criaturas que pueblan el universo. No estoy tan seguro, pues quiz¨¢ una observaci¨®n atenta descubre pronto en otras especies sutilezas y habilidades tales que bien podr¨ªa envidiar la nuestra. Pero en cualquier caso, y aunque algunas bestias sean capaces de imitar, e imiten con bastante fidelidad, los sonidos que constituyen un idioma humano para reproducir nuestros vocablos, ninguna ha sido capaz de mostrar, ni de lejos, la riqueza y versatilidad de nuestro lenguaje articulado. Pues nuestras palabras sirven, no s¨®lo para ayudarnos a indagar en los misterios del universo, sino tambi¨¦n, lamentablemente, para intentar enga?arnos los unos a los otros, de donde proceden las distintas formas de supercher¨ªa; o lo que quiz¨¢s sea peor, hasta la mera vacuidad a que parece aludir la famosa queja de Hamlet: Words, words, words.
As¨ª, pues, mi larga vida ha estado embargada por el uso del idioma: de este idioma espa?ol que he tenido la suerte de poder conocer y practicar en toda la rica variedad de sus modulaciones, tanto en diversos sectores de mi tierra natal y europea, como pronto, en la generosa extensi¨®n del continente americano. Mis circunstancias personales han determinado, en efecto, que durante periodos diversos de mi procelosa existencia haya disfrutado de dicha variedad; y as¨ª puedo decir que, por lo pronto en Argentina, y dentro de ella, no s¨®lo en Buenos Aires sino tambi¨¦n en las ciudades de su Litoral -en esta misma ciudad de Rosario donde en el momento actual se encuentra reunido el congreso a cuyos miembros me dirijo-, y por fin en varios pa¨ªses del norte de este continente -en M¨¦xico, en Cuba, en Puerto Rico-, he ejercido mis actividades de ense?ante y practicado a la vez mi tarea de escritor.
Me interesa recalcar que tal condici¨®n m¨ªa de persona cuya existencia se encuentra fundamentalmente consagrada al idioma constituye tan s¨®lo la intensificaci¨®n de algo que es com¨²n a todos los seres humanos. No hace falta ser ni poeta, ni gram¨¢tico, ni fil¨®logo, ni de cualquier otro modo estar ligado por vocaci¨®n innata a la lengua, para que ¨¦sta resulte ser algo propio a nuestra especie, algo inherente a la humana condici¨®n. Pues las palabras que todos empleamos aspiran a tener sentido, o mejor dicho, no pueden dejar de tenerlo: significan siempre un algo; y as¨ª, el conjunto de las significaciones que integran la riqueza de una lengua presta espacio a una esfera distinta y superior a aqu¨¦lla de las cosas materiales en cuyo ¨¢mbito, de todos modos, como vivientes, como miembros de una especie zool¨®gica, nos encontramos. Es esta esfera lo que en t¨¦rminos muy amplios llamamos cultura, por contraste con la naturaleza. Y si reservamos para esta ¨²ltima el campo de la realidad, es decir, el campo de las cosas, descubriremos que aqu¨¦lla -o sea, la cultura- constituye una esfera superior que envuelve y cubre a cuanto por esencia pudiera denominarse humano. Al borrar del territorio de nuestra imaginaci¨®n todo lo que tiene sentido (es decir, todo lo que puede expresarse en palabras articuladas), el resto (esto es, la realidad propiamente dicha) carecer¨ªa en s¨ª mismo de tal sentido.
Cuando el hombre empez¨® a poner nombres a las cosas, las sac¨® as¨ª de ese fondo com¨²n insensible de la naturaleza, para de esta manera crearlas, para otorgarles otro modo superior de existencia, elev¨¢ndolas con ello al nivel de un mundo imaginario, lo cual implicar¨ªa prestarles una clase superior de realidad, m¨¢s efectiva: una realidad viva, esa realidad en cuyo plano, por contraste con aquello que es insensible e inerte, discurre lo propiamente humano. El nombre que se le da a las cosas las asigna autom¨¢ticamente a su finalidad, es decir, a la funci¨®n que el sujeto consciente les atribuye. Y al atribuir a las cosas una funci¨®n, se les presta un sentido del que sin ello carec¨ªan. Un mero trozo de madera, un garrote cortado de la rama de un ¨¢rbol, se ha convertido ahora en instrumento de trabajo o bien en un arma de defensa o ataque, al que, tan pronto como se los nombra, se les hace ingresar en la esfera de las posibles intenciones humanas. No son ya el recurso inmediato a una acci¨®n, como pueden serlo en manos de los animales superiores, sino que adquieren en perspectiva una sustantividad que se define por la finalidad misma que intencionalmente le atribuye la mente humana. Bien es verdad que, en el proceso de humanizaci¨®n de la naturaleza animal, hay grados, pero en principio me parece ser leg¨ªtima la distinci¨®n que sugiero entre un instrumento improvisado, y quiz¨¢ asumido en la vida salvaje por un antropoide, y el arsenal de los recursos mec¨¢nicos de que la humanidad ha venido disponiendo, desde lo m¨¢s elemental hasta los refinad¨ªsimos artilugios que hoy est¨¢n a la disposici¨®n del m¨¢s modesto y dedicado artesano -o del m¨¢s cruel e implacable jefe de operaciones militares. En suma, ponerle nombre a las cosas es trasformar su condici¨®n, darles una consistencia nueva, o sea, en definitiva, inventarlas, crearlas.
Con esto, vengo refiri¨¦ndome al lenguaje humano. Pero ?es que existe acaso un solo lenguaje humano? Entendido en abstracto, desde luego que s¨ª; pero conviene recordar ahora, sin salir de la Biblia, aquella condenaci¨®n a que debi¨® sucumbir en su tiempo la Torre de Babel. Leemos en el und¨¦cimo libro del G¨¦nesis: "Toda la tierra ten¨ªa una misma lengua, y usaba las mismas palabras. [...] Y dijo Dios: 'Descendamos, y all¨ª mismo confundamos su lenguaje de modo que no se entiendan los unos a los otros.' [...] Dios confundi¨® la lengua de todos los habitantes de la tierra y los dispers¨® por toda su superficie." Lo m¨¢s cierto es que, no s¨®lo se hicieron diferentes unas de otras las lenguas de los distintos pueblos, sino que desde entonces existen y han existido siempre, y de continuo, dentro de una misma lengua, significados variables para cada una de sus palabras y para sus posibles combinaciones, y que esto es aplicable a cualquier momento de la actualidad, as¨ª como tambi¨¦n, y mucho m¨¢s, en la extensi¨®n del tiempo, durante el que los idiomas evolucionan y van adquiriendo -o perdiendo- elementos, matices y significados, con lo que dan as¨ª origen a las tan frecuentes equivocaciones, permitiendo con ello una gran diversidad de interpretaciones.
Desde luego, entre las variaciones que un idioma experimenta en su pr¨¢ctica hay que contar por mucho con las contaminaciones sufridas en su relaci¨®n con otras lenguas, lenguas que tanto pueden ser pr¨®ximas y parientes suyas, o bien remotas. Los hombres entran a veces en contacto con otros hombres de lenguaje distinto, y acaso procuran entablar comunicaci¨®n verbal entre s¨ª. El aprendizaje de lenguas ajenas es con esto, y lo ha sido siempre, una pr¨¢ctica conocida; y as¨ª pues, la traducci¨®n, oral o escrita. A tal prop¨®sito acude a mi memoria la famosa ficci¨®n -o divagaci¨®n- de Borges, Pierre Menard, autor del Quijote, donde, vertiginosamente, el escritor contempor¨¢neo m¨ªo llega a identificar en absoluto un idioma con otro -el espa?ol del siglo diecis¨¦is con el franc¨¦s del veinte-, y una ¨¦poca hist¨®rica con otra -las de dichos siglos-, para de inmediato separarlos, haci¨¦ndonos ver su contraste mediante una serie de curiosas mutaciones. Otras varias de las fantas¨ªas especulativas de ese que fue gran amigo m¨ªo -La loter¨ªa de Babilonia, Examen de la obra de Herbert Quinn, La biblioteca de Babel...- vuelven sobre el asunto. Y a¨²n podr¨ªa aducirse la variabilidad del significado de un mismo vocablo en conexiones diversas, para confirmar la ductilidad y, en ocasiones, la desconcertante contraposici¨®n de dichas variaciones.
Quiero decir que, pese a todos los diccionarios, el vocabulario no constituye un c¨®digo fijo e inapelable: m¨¢s bien ofrece la enorme incertidumbre de los seres vivos, estando sometido a cuantos azares amenazan a ¨¦stos, y ofreciendo tambi¨¦n en cambio promesas incalculables.
Con esto nos encontramos ya en el terreno profesional de gram¨¢ticos, ling¨¹istas, fil¨®logos, etc¨¦tera; es decir, en el terreno de muchos de nosotros los aqu¨ª reunidos, e incluso en el de los meros aficionados, quienes, junto a ocurrencias impertinentes, pueden aportar alguna vez ¨²tiles y sagaces vislumbres.
Sirva lo dicho hasta aqu¨ª como testimonio de una experiencia muy prolongada, durante la cual se me ha hecho evidente, tanto en la pr¨¢ctica del cotidiano vivir como en la profesional, que este mismo lenguaje espa?ol nuestro, a¨²n preservando una muy s¨®lida identidad, presenta riqu¨ªsima variedad de matices y modulaciones, y se encuentra, hoy tal vez m¨¢s que nunca antes, en un estado de continua e incesante evoluci¨®n. Calibrarla, medirla y registrarla es precisamente la tarea de que se ocupan nuestras Academias, en una prolongada y cada vez m¨¢s estrecha obra de colaboraci¨®n que culmina en este Tercer Congreso Internacional de nuestra lengua.
Texto le¨ªdo por el acad¨¦mico, a trav¨¦s de videoconferencia, en la sesi¨®n inaugural del congreso.
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