L¨¢grimas de ni?o cocodrilo
"?Pasen y vean al asombroso engendro, mitad humano, mitad animal, surgido de la grieta m¨¢s profunda del terremoto de Guatemala: el extraordinario ni?o cocodrilo!". Las voces de las ferias de mi ni?ez regresan cada oto?o aventadas por las caravanas que se cobijan bajo los mismos antediluvianos y ditir¨¢mbicos pl¨¢tanos. La Devesa de Girona, el parque urbano m¨¢s extenso de Catalu?a, ten¨ªa en mi infancia ecos de bosque encantado. Las ramas desnudas que emerg¨ªan de sus robustos troncos, repletas de nudos que semejaban articulaciones, confer¨ªan a los ¨¢rboles el aspecto de dantescas y resecas manos de bruja. La algarab¨ªa multicolor de las ferias, sus m¨²sicas ensordecedoras, sus embriagadores olores y sabores contribu¨ªan a endulzar el temor, pero persist¨ªa un halo de misterio. El enigma m¨¢s profundo palpitaba en el interior de algunas trasnochadas barracas de feria en las que se exhib¨ªan seres sobrenaturales. Recuerdo con nitidez las subyugantes arengas. La del ni?o cocodrilo era una de las mejores. Inspir¨¢ndose en la m¨¢s terrible actualidad de la ¨¦poca, un terremoto en el que perecieron m¨¢s de 23.000 personas, el feriante aseguraba que "del mism¨ªsimo centro de la tierra" hab¨ªa surgido la monstruosa aberraci¨®n que ahora se presentaba en exclusiva en la ciudad. La fecha de terremoto de Guatemala, febrero de 1976, me ha permitido calcular que por aquel entonces yo deb¨ªa de tener poco m¨¢s de nueve a?os. Mis padres eran reacios a saciar mi morbosa curiosidad infantil, pero de la mano protectora de mi abuelo -que dif¨ªcilmente me negaba nada- penetr¨¦ expectante y temeroso en alguna de esas inquietantes casetas de feria dispuesto a contemplar "los renglones torcidos de Dios". La visi¨®n del supuesto engendro era siempre decepcionante. La frustrante constataci¨®n de una burda estafa. En un gran terrario de cristal, un ni?o, sin duda alguna perfectamente normal y totalmente libre de mutaciones, asomaba su cara triste por la ¨²nica apertura de un rampl¨®n disfraz de cart¨®n piedra. Pero a pesar del desencanto, no renunci¨¢bamos a dejarnos seducir por otros cantos de sirena. La mujer ara?a result¨® todav¨ªa m¨¢s pat¨¦tica. Su piel parec¨ªa recosida a partir de un viejo abrigo pasado de moda y sus patas se mov¨ªan torpemente con indisimulados hilos. Siempre me he preguntado por qu¨¦ raz¨®n nos dej¨¢bamos engatusar una y otra vez por un g¨¦nero de atracciones que ya por aquel entonces lanzaba su ag¨®nico canto del cisne. Creo que hasta ahora no he hallado la respuesta. Era la fuerza de la ficci¨®n. El anzuelo lanzado por un h¨¢bil narrador que mi abuelo y yo mord¨ªamos a sabiendas. No ignor¨¢bamos que aquel charlat¨¢n ment¨ªa, pero no sab¨ªamos resistirnos a su prometedor embuste aderezado con entusiastas y coloristas detalles. Dicen que la literatura es un lujo, pero la ficci¨®n, una necesidad. Para nosotros era una droga.
Esos tiempos de feriantes embaucadores dejaron otra misteriosa pregunta sin responder. Por qu¨¦ motivo el defraudado p¨²blico del ni?o cocodrilo no agarraba al charlat¨¢n por los bigotes y lo pon¨ªa de patitas en las afueras de la ciudad, embadurnado con alquitr¨¢n y plumas de gallina como un vulgar timador del oeste americano. Sorprendentemente, no recuerdo ninguna reacci¨®n contrariada entre los visitantes.
Ni tan siquiera que nadie se riera en la cara de aquel ni?o torpemente disfrazado, ni que exigiera la devoluci¨®n de la entrada. Mi abuelo y yo sal¨ªamos del recinto, como la mayor¨ªa, sin decir palabra. Como mucho, quiz¨¢ ¨¦l exclamara, para romper el inc¨®modo silencio: "?Menudo cocodrilo!", a lo que yo contestaba con un perplejo gru?ido de aseveraci¨®n. Entonces nos esforz¨¢bamos en olvidarlo todo r¨¢pidamente. Seguro que por eso todav¨ªa lo recuerdo. Y s¨®lo ahora he podido entender que los astutos feriantes pod¨ªan seguir sac¨¢ndole rendimiento a sus falsos engendros porque, aunque para atraer al p¨²blico apelaban a su morbosidad, a la salida les salvaba otro sentimiento muy distinto: la piedad. En el fondo, hab¨ªamos contemplado a un desdichado prisionero. La cara triste de aquel ni?o acurrucado en su estrecho habit¨¢culo de cocodrilo era lo ¨²nico cierto. Quiz¨¢ obedec¨ªa las consignas de su tramposo padre al posar con gran fijeza sus ojos dolientes en todos y cada uno de sus visitantes. Esa mirada era su escudo.
Entre los actuales feriantes de la Devesa, casi nadie recuerda ya esas trasnochadas atracciones. S¨®lo el veterano propietario de un vetusto y luminoso tiovivo acierta a recordar que el ni?o cocodrilo ven¨ªa de Andaluc¨ªa, y que la familia de La mujer ara?a, originaria de Barcelona, acab¨® compr¨¢ndose un tren de la bruja. El hombre me cuenta que la ley prohibi¨® los engendros de feria, sin reparar en si eran verdaderos o falsos. Si alg¨²n osado feriante pretendiera hoy recuperar aquellos viejos puestos de monstruos, no hay duda de que se llenar¨ªan hasta la bandera. El p¨²blico tiene la misma sed de ficci¨®n y engulle las mayores mentiras con pasmosa docilidad. Pero seguro que el charlat¨¢n y su esforzado hijo lloroso acabar¨ªan con sus huesos en la c¨¢rcel. No por incumplir la ley, sino porque la piedad no existe.
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