Acusados y acusadores
Cuando las historias del arte se escrib¨ªan sin apenas citarle, Georges Rouault fue de los primeros artistas modernos en considerar imprescindible a Caravaggio. Ahora coinciden una exposici¨®n dedicada a ¨¦ste en el Museo de Capodimonte de N¨¢poles y otra a aqu¨¦l en La Pedrera de Barcelona, y la comparaci¨®n entre ambas revela un innegable v¨ªnculo pict¨®rico por m¨¢s que el talante del pintor franc¨¦s poco tuviera en com¨²n con el del italiano: dos maestros en la auscultaci¨®n de la oscuridad.
Rouault reh¨²ye la clasificaci¨®n. Podr¨ªa ser expresionista o fauve, pero su investigaci¨®n es tan singular que no merece la pena malograr sus hallazgos con etiquetas. Sus motivos son insistentes y repetidos, con los payasos tr¨¢gicos, a los que da protagonismo, y los jueces patibularios, a los que erige en modelos que evitar. En sus textos Rouault reitera a menudo su horror al hombre que juzga a los dem¨¢s en tanto que se identifica con el reo, representante en cierto modo de la entera condici¨®n humana. La peor parte del hombre se descubre cuando asume el papel del acusador.
Al comparar las exposiciones de Caravaggio y Rouault se revela un v¨ªnculo pict¨®rico: dos maestros en la auscultaci¨®n de la oscuridad
La que posiblemente es la obra maestra de Rouault, la serie Miserere, concebida por los a?os de la I Guerra Mundial y de tortuosa trayectoria tras una primera ejecuci¨®n en tinta china, expresa con contundencia el juego dram¨¢tico entre acusadores y acusados. Es una obra dura aunque llena de delicadeza en la que, dibujo tras dibujo, se desgrana una peculiar ex¨¦gesis de la compasi¨®n alrededor de quien el pintor considera el reo por excelencia, Cristo, un dios despojado de divinidad.
Rouault, de hecho, destila en los episodios de Miserere su creciente inclinaci¨®n por la pintura de tema religioso, algo inusual en el siglo XX, al menos con la constancia que ¨¦l le dedica. Con todo, lo que fundamentalmente le ocupa es un Cristo sin cristianismo en el que convergen todos los sacrificados de la tierra. A partir de un determinado momento su pintura parece detenerse en un ¨²nico escenario, el de la Pasi¨®n; aunque, eso s¨ª, una pasi¨®n rodeada por un corro de m¨¢scaras.
En Rouault lo grotesco y lo piadoso se alternan con facilidad a medida que se ponen de relieve, cada vez con mayor riqueza, los colores de la oscuridad. Pero la extrema tensi¨®n de gran parte de su obra cede a una in¨¦dita serenidad cuando el pintor se adentra en el tramo ¨²ltimo de su vida en el tratamiento minucioso del cuerpo de Cristo y, en especial, del rostro de ¨¦ste, progresivamente austero y esencial como un icono bizantino. El Ecce homo de Rouault alcanza finalmente una apariencia de paz.
Todo lo contrario del Ecce homo que se le atribuye a su admirado Caravaggio en la exposici¨®n de N¨¢poles y en el que, de ser cierta la atribuci¨®n, se reflejar¨ªa el casi salvaje dramatismo de los a?os inmediatamente anteriores a la muerte del pintor lombardo. Como tres siglos despu¨¦s Rouault, Caravaggio hab¨ªa descubierto la vida secreta de la oscuridad, incrustando en su interior una luz que no ten¨ªa precedentes en la pintura europea. Pero el camino le condujo hacia el rumbo opuesto.
Sea por las circunstancias violentas del trayecto final de Caravaggio, que le llevaron de ciudad en ciudad y de persecuci¨®n en persecuci¨®n, sea porque la "po¨¦tica de la tiniebla" hubiera crecido ya en su obra anterior, lo cierto es que la maestr¨ªa tenebrista del pintor se manifiesta abruptamente, sobre todo, en los a?os que transcurren entre su huida de Roma, acusado de asesinato, en 1606 y su muerte en 1610.
Un tramo de creatividad fulminante que lleva a Caravaggio a alejarse sin remedio de su educaci¨®n como pintor en el clasicismo renacentista. Tambi¨¦n en este caso, al igual que en el posterior de Rouault, son ilustrativas sus aproximaciones a las historias b¨ªblicas y su elecci¨®n de h¨¦roes, cada vez m¨¢s atormentados y con los que cada vez se identifica m¨¢s.
Caravaggio no pinta a otros reos. ?l es el reo. Escribe -pinta- as¨ª el segundo cap¨ªtulo de la historia, o mejor de la leyenda, del artista que se ofrece al arte como v¨ªctima del sacrificio. El primer cap¨ªtulo lo hab¨ªa escrito -pintado- Miguel ?ngel al autorretratarse en el pellejo de san Bartolom¨¦ en El juicio final de la Capilla Sixtina.
Si Rouault, tras atravesar el baile de m¨¢scaras, llega al rostro sereno y firme de su icono, Caravaggio se rodea sacrificialmente de flagelaciones y decapitaciones. En el museo napolitano La flagelaci¨®n est¨¢ flanqueada por dos versiones de Salom¨¦ con la cabeza del Bautista. Ning¨²n lienzo, no obstante, como David con la cabeza de Goliat, donde, seg¨²n todos los indicios, se autorretrat¨® en la cabeza del gigante degollado, una expresi¨®n en la que no sabemos si priva m¨¢s la culpa, la desesperaci¨®n o el desconcierto, aunque seguramente, en el ¨¢nimo del pintor, todo al mismo tiempo.
Los acusados de los cuadros de Rouault se asemejan mucho al gran acusado que quiso ser Caravaggio.
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