El honor del maestro
Hace a?os, en Lima, le escuch¨¦ decir a Alberto Fujimori por televisi¨®n que ¨¦l no hab¨ªa tenido ning¨²n maestro. El entrevistador le insisti¨® varias veces pero el presidente peruano neg¨® obstinadamente, ufan¨¢ndose, adem¨¢s, de esta circunstancia: ni lo hab¨ªa tenido ni lo hab¨ªa deseado. Pens¨¦ entonces que aquella negativa encajaba a la perfecci¨®n con un personaje del talante de Fujimori, sin darme cuenta de que, como ocurre a menudo con ciertos portavoces siniestros de una ¨¦poca, sus palabras eran representativas de un amplio modo de sentir.
Al parecer, ni tenemos maestros ni los deseamos. Tal vez porque ya hemos creado las condiciones exigidas para hacerlos imposibles. Seguramente sin propon¨¦rselo, Fujimori hab¨ªa dado en el clavo: el reconocimiento de un maestro requer¨ªa la aceptaci¨®n de una autoridad espiritual que ¨¦l no hab¨ªa identificado, bien porque jam¨¢s se hab¨ªa topado con una figura de este tipo, bien porque los modelos que s¨ª le hab¨ªan interesado no pod¨ªan ser ofrecidos, p¨²blicamente, como modelos de maestr¨ªa. Le bastaba con mirarse en el espejo y aun teniendo -como ten¨ªa y tiene- un alto concepto de s¨ª mismo nunca se hubiera recomendado un Fujimori como maestro.
El "h¨¦roe de nuestro tiempo", por ejemplo, el especulador, es un prototipo muy imitado pero no puede poseer la silueta del maestro. Aunque tenga una legi¨®n de imitadores choca siempre con la insuficiencia moral incluso a ojos de ¨¦stos. Esto se percibe f¨¢cilmente cuando una trayectoria es puesta a prueba por la alternancia del ¨¦xito o el fracaso. Un usurero tiene poder mientras dispone de los bienes de los dem¨¢s, pero ?hay situaci¨®n peor que la de un usurero arruinado? Un banquero goza de grandes privilegios siempre que se mantenga en lo m¨¢s alto, pues si cae, o empieza a declinar, se expone al inmediato menosprecio. E igual le sucede al m¨¢s poderoso ejecutivo, digno de admiraci¨®n en la subida y una caricatura humana en el descenso.
Tampoco el demagogo, otro de "nuestros h¨¦roes", sea del ramo de la pol¨ªtica o del de la comunicaci¨®n, puede aspirar a la maestr¨ªa por m¨¢s que vea crecer halagadoramente la influencia que tiene en la sociedad. Al demagogo -el que miente a sabiendas de que miente con el prop¨®sito de persuadir- tambi¨¦n se le puede aplicar el filtro de la eficacia. La ret¨®rica s¨®lo es v¨¢lida mientras es eficaz; si deja de serlo pierde todo valor. ?Qui¨¦n se acuerda de esos pol¨ªticos que, tras su momento ¨¢lgido, se arrastran por los m¨¢rgenes de sus propios partidos o de esos "l¨ªderes de opini¨®n" que sobreviven en un oscuro despacho despu¨¦s de que, supuestamente, hubieran dirigido grandes tendencias sociales? Ensalzados en la cumbre de su ret¨®rica persuasora apenas cuentan si son desplazados a la cuneta. Nadie se pregunta, entonces, si conservan alg¨²n gramo de verdad porque nadie presupone que nunca lo tuvieran.
Aunque lo intent¨¢ramos no podr¨ªamos tener como maestros al especulador o al persuasor profesionales porque sabemos que dependen demasiado del mercado del ¨¦xito o del fracaso. En realidad hemos creado un paisaje terror¨ªficamente dependiente de este mercado. Los habitantes de ese paisaje nos parecen id¨®neos si especulan h¨¢bilmente o si convencen astutamente a los dem¨¢s. As¨ª asistimos a la ceremonia del artista de ¨¦xito, del obispo de ¨¦xito e incluso del cient¨ªfico de ¨¦xito. Y hemos llegado a extender, algo grotescamente, esta ceremonia a la salud colectiva de los pa¨ªses, diagnosticada seg¨²n los latidos de la Bolsa o del n¨²mero de todoterrenos por habitante.
En ese horizonte la aseveraci¨®n de Fujimori, sin escr¨²pulos tanto para la especulaci¨®n como para la demagogia, es perfectamente consecuente con los h¨¢bitos contempor¨¢neos. Frente a ellos lo que distingue, o deber¨ªa distinguir, al maestro es su independencia con respecto al mercado del ¨¦xito o del fracaso. No est¨¢ sujeto a sus vaivenes ni su verdad; si en alg¨²n momento tiene alguna que ofrecer, depende de su eficacia. El maestro, de ser todav¨ªa necesario, no debe imponerse por su capacidad especuladora ni por su talento para convencer, sino por otro tipo de autoridad.
Una autoridad desprovista de solemnidad. El maestro es ¨²nicamente un mediador: da lo que recibe modificado por lo que ocurre en su vida y en su ¨¦poca. Tambi¨¦n podr¨ªa decirse de otro modo: el maestro es alguien situado entre dos disc¨ªpulos, el que fue y aquel al que ense?a. Su fundamento no es la verdad, que no puede asegurar, sino la continuidad, con su juego de herencias y revoluciones.
Es esa figura fr¨¢gil y sutil del maestro -y no la solemne, henchida de dogma y doctrina- la que se hace muy dif¨ªcil de preservar en un panorama moral como el nuestro tan reacio a la memoria y a la mediaci¨®n, los dos escenarios b¨¢sicos por donde discurre el v¨ªnculo entre el disc¨ªpulo y el maestro. A trav¨¦s de la memoria se transmiten las t¨¦cnicas y sobre todo las palabras; ¨¦stas, con el recurso a la mediaci¨®n, se ordenan en una jerarqu¨ªa sem¨¢ntica que, al cabo, es tambi¨¦n moral.
?ste es probablemente el sentido ¨²ltimo de una expresi¨®n recogida por todos los idiomas: "dar la palabra". Una donaci¨®n y un pacto, la memoria y la mediaci¨®n. Nosotros, sin embargo, al parecer hemos sustituido la figura del maestro, el que ense?a a dar la palabra, por la del especulador, que la ignora, y por la del ret¨®rico, que la convierte en una c¨¢scara sin contenido utilizable a conveniencia. Esta sustituci¨®n de h¨¦roes ha implicado la indiferenciaci¨®n sem¨¢ntica. Palabras como dignidad, nobleza, decencia, honestidad, y otras tan "ineficaces" como ¨¦stas han sido arrojadas al vertedero de la inutilidad... Y, sin embargo, son las ¨²nicas palabras ¨²tiles para restaurar la figura del maestro.
Si es que encontramos necesario hacerlo, porque tambi¨¦n podr¨ªa ser que ya nos hubi¨¦ramos acostumbrado a vivir en una jungla, contentos de despreciar tranquilamente el significado de las palabras. De ser as¨ª, podr¨ªamos dar por felizmente periclitadas las siluetas tanto del maestro como del disc¨ªpulo para adentrarnos con franqueza en un mundo en el que nos libremos de toda responsabilidad sobre lo que decimos. Pura especulaci¨®n y pura persuasi¨®n. En esta perspectiva no tenemos problema educativo alguno. Podr¨ªamos desembarazarnos de la penosa obligaci¨®n de ir proclamando cada dos por tres la inminencia de una reforma educativa.
Pero si se considera que lo que est¨¢ en juego no es otro cap¨ªtulo de la historia de la ret¨®rica, sino el valor mismo de las palabras entonces, m¨¢s que de reforma, hay que hablar de revoluci¨®n: una revoluci¨®n que reinstaure el honor del maestro. O, ya en plural y en su concreci¨®n cotidiana, de los maestros.
Ning¨²n Gobierno puede afrontar una revoluci¨®n de esta envergadura si, como sucede en la pol¨ªtica contempor¨¢nea, se presuponen r¨¦ditos a corto plazo. El error o la incompetencia o la hipocres¨ªa que rodea los anuncios de "reforma educativa" que todos los Gobiernos se empe?an en realizar, con particular ¨¦nfasis
cuando est¨¢n reci¨¦n instalados en el poder, radica en el brutal desequilibrio entre los fines proclamados y los medios a los que realmente se est¨¢ dispuesto a recurrir. Y entre estos ¨²ltimos, por encima de los dem¨¢s, el sacrificio de la inmediatez que gu¨ªa la vida pol¨ªtica.
Un viraje en el mundo de la educaci¨®n exigir¨ªa una estrategia a largo plazo que los partidos, obsesionados por persuadir a la opini¨®n p¨²blica de forma inmediata, no quieren o no pueden desarrollar. Unos a otros, seg¨²n est¨¦n o no en el Gobierno, se reprochan falta de dotaci¨®n econ¨®mica para la "reforma educativa". Pero, a¨²n m¨¢s que el dinero, la cuesti¨®n es de tiempo: un proyecto que requiere decenios no sirve para ganar elecciones.
Inabarcable, por tanto, para los Gobiernos, la "reforma educativa" ¨²nicamente podr¨ªa ser el fruto de un pacto ciudadano, o constitucional, que nos obligara m¨¢s all¨¢ de los vaivenes electorales. Aun as¨ª, en el supuesto de que este pacto entrara en vigor, podr¨ªa argumentarse que el c¨ªrculo vicioso es tan oclusivo que nadie sabr¨¢ por d¨®nde romperlo. Kafkianamente: hemos tardado tanto en emprender una supuesta "reforma educativa" que ya no sabemos por d¨®nde empezarla y por d¨®nde taponar el agujero del desastre.
Quiz¨¢ hay una posibilidad pero ¨¦sta implica una voluntad y un tiempo (adem¨¢s de un dinero) que no est¨¢ claro que queramos emplear. El c¨ªrculo podr¨ªa romperse si lleg¨¢ramos a restaurar el honor del maestro y, en consecuencia, el v¨ªnculo, que nunca deber¨ªamos haber quebrado, entre ¨¦ste y el disc¨ªpulo. Esto por supuesto entra?a una apuesta revolucionaria que rescate al maestro de su marginalidad actual y le otorgue un protagonismo central: las mejores facultades de magisterio, una remuneraci¨®n econ¨®mica digna, un nuevo prestigio, una oportunidad de contrastar su fuerza moral con la fuerza inmoral del especulador y el demagogo. Mientras los j¨®venes sean invitados masivamente a asumir la superioridad social de ¨¦stos, cualquier propuesta ser¨¢ superflua. ?Qu¨¦ Gobierno est¨¢ dispuesto sinceramente a asumir esta apuesta? Voluntad pol¨ªtica, dinero, tiempo e incluso el riesgo de autoinmolarse para ganar la partida.
Sin afrontar este desaf¨ªo fundamental, la "reforma educativa" es s¨®lo un alarde penosamente incrustado en los programas electorales. Cambiar el escenario psicol¨®gico en el que se encuentra -y a menudo se asfixia- el m¨¢s humilde maestro de escuela es el cambio revolucionario que podr¨ªa empezar a mitigar la cat¨¢strofe educativa que todos aceptan pero que muy pocos est¨¢n dispuestos a combatir. En aquella intrascendente escuela de barrio se juzga, en realidad, el honor del maestro.
Y eso es lo que suscito: resistencia y temor. Si el sitial de los "h¨¦roes de nuestro tiempo", los especuladores y los demagogos, se viera amenazado por los que est¨¢n atentos al significado de las palabras, nuestro mundo dejar¨ªa de ser el que es porque tendr¨ªamos la oportunidad de poner en su sitio a los fujimori que se ufanan de ignorarlo todo, menos la mentira.
Rafael Argullol es fil¨®sofo.
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