Democracia deliberativa, en serio
Rodr¨ªguez Zapatero parece haberse tomado en serio su compromiso con quienes le ped¨ªan que no les defraudase. Buena cosa, atenerse al contrato con los electores. E infrecuente. Por lo com¨²n, cuando la izquierda llega al Gobierno, las tareas de gesti¨®n parecen desplazar a las convicciones ideol¨®gicas. A muchos les parece una suerte: el principio de realidad se impondr¨ªa a las insensatas elucubraciones sobre principios y valores. Yo no estoy tan seguro de que las cosas sean as¨ª. Una cosa es reconocer la realidad y otra reconciliarse con ella. Por lo general, lo que se da en llamar la gesti¨®n, equivale a dar por buenos otros principios, los que rigen el statu quo. Y es que no hay gesti¨®n que se desarrolle en un limbo ideol¨®gico. Entre otras cosas, porque lo que se gestiona son intereses y poder social. Algo, por cierto, que sab¨ªa muy bien Margaret Thatcher cuando acab¨® con el Estado de bienestar.
En el entramando ideol¨®gico en el que Rodr¨ªguez Zapatero dice basarse, dentro de un gen¨¦rico compromiso con el republicanismo o, en una rotulaci¨®n menos indigesta, ciudadanismo, destaca la idea de democracia deliberativa. En lo esencial, la democracia deliberativa se entiende como un sistema de decisiones colectivas en el que los participantes se ven obligados a defender sus argumentos en un p¨²blico di¨¢logo regido por principios elementales de racionalidad e imparcialidad. En la literatura acad¨¦mica es frecuente oponer la democracia deliberativa a la democracia de negociaci¨®n en la que las decisiones no hacen sino reflejar la fuerza de cada cual, su capacidad para imponer sus intereses, con independencia de la bondad de sus exigencias.
En principio, la democracia deliberativa asegura un razonable v¨ªnculo entre las decisiones y la justicia. La argumentaci¨®n p¨²blica obliga a mostrar que, en alg¨²n sentido, las tesis defendidas se corresponden con principios generalmente aceptables, de imparcialidad o de inter¨¦s general. Uno no puede decir que hay que hacer una inversi¨®n simplemente porque beneficia a los suyos. En la deliberaci¨®n, incluso el tramposo, el que pretenda pasar sus intereses por los intereses de todos, est¨¢ obligado a apelar a razones generalmente aceptables. Tendr¨¢ que mostrar que lo que defiende es lo m¨¢s justo; por ejemplo, que los suyos son los m¨¢s necesitados. Si se muestra que no es as¨ª, tendr¨¢ que recoger velas.
En su trato con la Iglesia, Rodr¨ªguez Zapatero resulta bastante consecuente con su compromiso deliberativo. Desde el punto de vista democr¨¢tico, lo que importa no es la capacidad de presi¨®n, ni siquiera si hay muchos cat¨®licos o pocos. El Estado se ha de limitar a asegurar que nadie tenga problemas para regir su propia vida seg¨²n sus convicciones religiosas. Otra cosa es que pretenda que sus convicciones gobiernen la vida de los dem¨¢s. Puede hacerlo, pero, en ese caso, ha de jugar a la democracia. Ning¨²n ciudadano puede verse sometido a la voluntad de ninguna instituci¨®n cuyo fundamento ¨²ltimo -por m¨¢s remoto que sea- carezca de legitimidad democr¨¢tica. Si la Iglesia aspira a regular no s¨®lo la vida de los creyentes, sino tambi¨¦n la de todos los dem¨¢s, ha de estar dispuesta a que sus tesis se sometan al escrutinio p¨²blico. Hasta donde se me alcanza no parece ser ¨¦se el caso, al menos mientras las palabras religi¨®n, Iglesia y fe guarden alg¨²n significado. Quiz¨¢ no est¨¢ de m¨¢s decir que lo mismo vale para cualquier religi¨®n con las id¨¦nticas aspiraciones. Es decir, casi todas las que se ven por aqu¨ª.
Pero no es ¨¦se el ¨²nico ¨¢mbito en donde Rodr¨ªguez Zapatero tiene ocasi¨®n de mostrar su compromiso con el ideal deliberativo. El poder econ¨®mico no es el menos importante. En buena sensibilidad democr¨¢tica cada ciudadano -directamente o a trav¨¦s de sus representantes- ha de disponer de la misma posibilidad de influir en las decisiones y de poder hacer o¨ªr su voz. El sufragio universal, una conquista de la izquierda, es seguramente la cristalizaci¨®n m¨¢s consumada de ese principio. De hecho, hist¨®ricamente el socialismo encontr¨® en ese principio una raz¨®n adicional para criticar otras desigualdades, entre ellas, muy fundamentalmente, una desigualdad de acceso a la propiedad que se traduce no s¨®lo en desigual riqueza, sino tambi¨¦n en desigual capacidad de influencia pol¨ªtica. Sucede con el empresario que dispone de medios de comunicaci¨®n y est¨¢ en condiciones de decidir los problemas pol¨ªticos a debatir o con aquel otro que amenaza con despidos o cierres si sus peticiones no son atendidas, si no cab¨ªan las pol¨ªticas laborales.
Con menos dramatismo y mayor cotidianidad sucede cada d¨ªa cuando los ministros se ponen al tel¨¦fono del banquero de turno. Para aclarar ideas: el anterior presidente de La Caixa, Josep Vilarasau, pod¨ªa tranquilamente ir a proponerle un cambio legislativo al anterior presidente de la Generalitat y ¨¦ste aceptarlo (La Vanguardia, 17-11-2004). Un privilegio concedido a pocos ciudadanos y que aceptamos con la misma naturalidad con la que acatamos el paso de las estaciones, aunque en el camino vamos degradando la calidad de nuestra democracia, la justicia de sus decisiones. Es poco probable que el Gobierno est¨¦ en disposici¨®n o en condiciones de atacar el paisaje de fondo que condiciona tales desigualdades de influencia. Pero si no est¨¢ en su mano o en su ¨¢nimo actuar sobre el desigual poder econ¨®mico, s¨ª lo est¨¢ administrar su influencia en el poder pol¨ªtico.
Otro ¨¢mbito en donde el temple deliberativo se calibra es el trato con las reivindicaciones de lo que sin mucha precisi¨®n se da en llamar "minor¨ªas culturales". Sus reivindicaciones hay que tom¨¢rselas en serio desde el punto de vista democr¨¢tico. Esto es, hay que discutirlas. Las reclamaciones de los grupos minoritarios no son el punto de llegada de la democracia, sino de partida. Si el trato especial a un colectivo es resultado de un debate p¨²blico informado, no se podr¨¢ decir que goza de ning¨²n privilegio. Ahora bien, si, sometidas las reivindicaciones a un proceso deliberativo, fracasan, no ser¨¢ porque sean minoritarias o porque tengan poco poder, sino porque no tengan razones, porque no est¨¢n justificadas. No pueden estar blindadas frente a la argumentaci¨®n. No cabe decir que han sido tratadas injustamente porque han fracasado en conseguir concesiones especiales, sino que han fracasado porque son injustas, porque buscan un privilegio que resulta injusto con los dem¨¢s ciudadanos. Una reivindicaci¨®n no es justa por ser reivindicaci¨®n. No basta con que alguien se sienta oprimido o discriminado para que est¨¦ oprimido o discriminado. La discriminaci¨®n no requiere la conciencia de la discriminaci¨®n: lo sepan o no, las mujeres de la India est¨¢n oprimidas. Las reclamaciones en nombre de las peculiaridades o de las identidades no est¨¢n m¨¢s all¨¢ del escrutinio democr¨¢tico. De otro modo se asume que existen territorios vedados a la ley y a la justicia. Sin ir m¨¢s lejos, es lo que sucede cuando un cargo p¨²blico se compromete a aceptar el c¨®digo de la Moudawana, la ley cor¨¢nica sobre asuntos matrimoniales.
Un tercer ¨¢mbito de ejercicio de la deliberaci¨®n es la relaci¨®n con los nacionalistas. Aqu¨ª el Gobierno tiene un problema de principio. La democracia deliberativa requiere un compromiso con el inter¨¦s general. No hace falta que sea sincero. Basta con que se proclame. La deliberaci¨®n no reclama ¨¢ngeles para desarrollarse. El m¨¦rito no es de los jugadores, sino de las reglas del juego, del di¨¢logo que obliga a justificar los puntos de vista, a dar razones. La deliberaci¨®n, que nos ata a argumentos de imparcialidad, nos deja desnudos con nuestros intereses parciales. Pero, claro es, el mecanismo s¨®lo funciona cuando todos comparten la misma comunidad de referencia. Y sucede que los nacionalistas proclaman que s¨®lo prestan atenci¨®n a sus intereses, que los intereses de los dem¨¢s no son un argumento a atender. Por eso les preocupa la balanza fiscal de Catalu?a y Espa?a, pero no la balanza entre Barcelona y L¨¦rida. En tal caso no cabe la deliberaci¨®n democr¨¢tica ni los criterios de justicia o imparcialidad. S¨®lo quedan los intereses compatibles y la negociaci¨®n, no la deliberaci¨®n democr¨¢tica. Los representantes pol¨ªticos se convierten entonces en simples "embajadores que defienden intereses distintos y hostiles, intereses que cada uno debe sostener como agente y abogado, contra otros agentes y abogados", para decirlo con las conocidas palabras de un cl¨¢sico del pensamiento pol¨ªtico. No est¨¢ de m¨¢s precisar que lo de embajadores se refiere a los intereses invocados, no a las convicciones representadas: digan lo que digan, los nacionalistas s¨®lo representan a los nacionalistas, no a la naci¨®n, ni tampoco a las otras naciones de su naci¨®n, si se me permite manejar las palabras con sus mismas licencias anal¨ªticas.
Que la traducci¨®n institucional de ideas de esta naturaleza no sea cosa sencilla no quiere decir que sean un cuento chino. En todo caso es un cuento chino coherente con un ideal democr¨¢tico incompletamente realizado por la izquierda. Al cabo, no ser¨ªa el primer cuento chino con implicaciones pr¨¢cticas. Con aquello de libertad, igualdad y fraternidad se acab¨® con sociedades feudales, con privilegios de origen y se gestaron parlamentos, c¨®digos civiles, sistemas de pesas y medidas y bastantes cosas m¨¢s. La democracia deliberativa, algo menos solemne que la famosa tr¨ªada revolucionaria, tambi¨¦n sirve como fuente de inspiraci¨®n de diversas propuestas. Modestamente, invita a no ceder ante los poderosos porque lo sean, ni ante aquellos que reclaman tratos privilegiados. Algo menos modestamente, obliga a tener punto de vista a la hora de acudir a las deliberaciones, aunque s¨®lo sea para recordar que el poder y la defensa de los privilegios no son un argumento.
F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de ?tica y Econom¨ªa de la Universidad de Barcelona.
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