Don Luis en el Prado
Verlo y releer la Primera Soledad ha sido todo uno (esta "f¨®rmula" expresiva de la simultaneidad, no s¨¦ si inventada por Cervantes, pas¨® al ingl¨¦s literario durante el siglo XVII gracias a las traducciones del Quijote y todav¨ªa aflora en el momento menos esperado). Con "lo" -y perdonen este enrevesado introito- me refiero al retrato de Luis de G¨®ngora y Argote pintado por Vel¨¢zquez y expuesto en la fabulosa muestra El retrato espa?ol, del Greco a Picasso, que toca ahora a su fin en el Prado. El lienzo, que hoy pertenece al Museo de Bellas Artes de Boston, ha sido reproducido con gran frecuencia en blanco y negro -no hay edici¨®n del poeta que no lo haga-, pero mucho menos en color. Poder contemplar el original a un metro de distancia es otra cosa. He aqu¨ª en carne viva -ojo derecho penetrante (el izquierdo est¨¢ en sombras), nariz aguile?a- al creador de uno de los poemas m¨¢s complejos y prodigiosos de Europa; he aqu¨ª tambi¨¦n al andaluz atento a la tradici¨®n popular, capaz de producir peque?os romances aparentemente sencillos que huelen a tomillo y albahaca, como el de aquella ni?a tan bella, la m¨¢s bella de "nuestro lugar", cuyos ojos se van a la guerra y a quien no le queda m¨¢s remedio que llorar su mal a orillas de un mar acaso m¨¢s imaginado que real.
G¨®ngora es muy poco conocido fuera de Espa?a, lo cual no es nada sorprendente dada la complejidad ling¨¹¨ªstica de sus dos Soledades. All¨¢ por 1965 el entonces catedr¨¢tico de espa?ol en Cambridge Edward Wilson public¨® una ambiciosa versi¨®n en ingl¨¦s de ambos poemas, dedicada a D¨¢maso Alonso y William Empson, con el espa?ol original en la p¨¢gina izquierda. He recordado a Wilson, enfervorizado gongorista, mientras me clavaba con su mirada el racionero. Tambi¨¦n la p¨¢gina en la cual D¨¢maso Alonso evoca la visita a Sevilla en 1927 de la "brillante pl¨¦yade", para celebrar el tercer centenario de la muerte del poeta, y la traves¨ªa de un Guadalquivir turbulento que puso a Lorca, tan atenazado por el miedo a la muerte, al borde de un ataque de nervios. Y, sobre todo, se me han venido a la memoria las alusiones de Rub¨¦n Dar¨ªo al conocimiento, tal vez no muy profundo, que ten¨ªa Paul Verlaine de G¨®ngora. De hecho, uno de los sonetos de los Po¨¨mes Saturniens -libro intensamente admirado por Juan Ram¨®n Jim¨¦nez y Antonio Machado- tiene como ep¨ªgrafe un verso del cordob¨¦s que, seg¨²n Enrique G¨®mez Carrillo, gustaba de proclamar Verlaine en voz alta cuando asomaba un espa?ol: "A batallas de amor campo de pluma". En las notas a la edici¨®n Pl¨¦iade de Verlaine, el encargado de la misma demuestra su ignorancia del poeta andaluz al no dar la procedencia de la cita. Se trata, claro est¨¢, del ¨²ltimo verso de la Primera Soledad. Acudiendo a las suaves y n¨ªveas plumas de sus palomas, la misma Venus se ha encargado de que el lecho nupcial sea el m¨¢s blando y acogedor imaginable, "que, siendo Amor una deidad alada,/bien previno la hija de la espuma / a batallas de amor campo de pluma". La mirada de G¨®ngora captada por Vel¨¢zquez es disciplicente, exenta de humor. Me cuesta trabajo creer que fuera realmente as¨ª. ?O es que, a los 61 a?os, hab¨ªa perdido su joie de vivre?
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