Monta?as de Euskadi
He viajado por tierra, conducido por un taxista amable y veterano, desde Santander hasta Zaragoza. Hemos partido en una ma?ana h¨²meda, fr¨ªa, de cielo parcialmente nublado, a una hora en que el faro del puerto, contra un fondo gris oscuro, todav¨ªa proyectaba sus luces en forma intermitente. No era la primera vez, en estas largas d¨¦cadas recientes y cuasi espa?olas, que viajaba hasta Santander, ni la primera en que emprend¨ªa el regreso en autom¨®vil, por curvas y calles empinadas, frente a esa entrada de mar que se prolonga a lo largo de kil¨®metros. Divisaba en la distancia, en el extremo de su pen¨ªnsula, el palacio de la Magdalena, el casino, donde alguna vez perd¨ª un par de fichas, y los hoteles y las mansiones de veraneo de comienzos de siglo, con sus balconajes, sus torres, sus volutas, sus terrazas superpuestas. Santander y sus jardines, sus construcciones de madera, de ladrillo, de piedra de canter¨ªa, se parece un poco a una Vi?a del Mar m¨ªa de ¨¦pocas mejores, anterior a la aparici¨®n de los edificios de cemento armado y del turismo de a peso. Pero tampoco faltan aqu¨ª, desde luego, el cemento, el hacinamiento, la huella fea de las sociedades globalizadas. Las comparaciones son siempre arbitrarias y las posibles ense?anzas nunca sirven de mucho.
Cuando entramos a la autov¨ªa de Bilbao, me pregunto, en mi ignorancia, si podr¨¦ encontrar la l¨ªnea divisoria, la diferencia visible y tangible entre Cantabria y las Provincias Vascongadas o Euskadi. Ya me ha dicho el amable conductor, que vivi¨® en Montevideo en ¨¦pocas pret¨¦ritas y que visit¨® Mendoza y Santiago en 1968, como actor destacado en un campeonato internacional de ciclismo, ni m¨¢s ni menos, que tendremos que atravesar el Pa¨ªs Vasco y la provincia de La Rioja antes de ingresar en el Alto Arag¨®n. En consecuencia, me preparo. Las circunstancias, me digo, son propicias. Y parece que la ma?ana fr¨ªa ejerce un influjo agudo, una electricidad que hace chisporrotear las antenas mentales. He viajado muchas veces al norte de Espa?a y s¨®lo he comprendido a medias, sin verdadera convicci¨®n, sin la posibilidad real de sacar conclusiones, las diferencias entre Galicia, Cantabria, las Vascongadas. He le¨ªdo bastante a autores de todas estas regiones, desde antes, incluso, de sospechar siquiera que hab¨ªa problemas, pero me falta, sin la menor duda, mucho que entender. Conozco obras de ?lvaro Cunqueiro, de Gonzalo Torrente Ballester, de Camilo Jos¨¦ Cela, gallegos eminentes. De Eduardo Blanco Amor, que escribi¨® har¨¢ medio siglo un interesante Chile a la vista. Y desde mi adolescencia devor¨¦ t¨ªtulo tras t¨ªtulo de P¨ªo Baroja y de Miguel de Unamuno, entre muchos otros. Recuerdo escenas de El ¨¢rbol de la ciencia como si las hubiera le¨ªdo ayer, y dir¨ªa que hasta el ritmo sincopado de la prosa barojiana, con su desnudez, su aspereza peculiar, agridulce, su ¨¦nfasis que suele rozar la extravagancia, me resuena todav¨ªa en los o¨ªdos. El lenguaje de Unamuno, por contraste, siempre me pareci¨® fluvial, casi torrencial, sorprendente, desafiante en su pasi¨®n y en su contradicci¨®n. Pasamos las fronteras de Cantabria y Euskadi y entramos en paisajes monta?osos, semicubiertos de nieve, intensamente sombr¨ªos, donde el agua cae en torrentes estrechos por las quebradas, junto a caserones altos, de muros agrietados, deste?idos, y tengo la impresi¨®n de haber regresado a p¨¢ginas unamunianas sobre largas caminatas y esforzadas ascensiones a las cumbres. Unamuno describ¨ªa con insistencia que se podr¨ªa llamar musical el esfuerzo, la tensi¨®n de la voluntad, la dif¨ªcil llegada. Lo hac¨ªa en prosa y en verso. Sus poemas ten¨ªan una direcci¨®n extra?a, que arrastraba alg¨²n eco decimon¨®nico, ajeno a las vanguardias de su tiempo, pero los releo y me vuelven a gustar. En cierto modo, en la perspectiva de tantos a?os, me cansan menos, me parecen m¨¢s originales que muchos de los textos en prosa: leo los versos de don Miguel con una sonrisa, con una sensaci¨®n de anacronismo, pero con frecuentes momentos de reflexi¨®n y de emoci¨®n.
Como hago este viaje en d¨ªas de intenso debate del tema del nacionalismo vasco, trato de entender. No pretendo entrar en detalles sobre el plan Ibarretxe, sobre la discusi¨®n y votaci¨®n en las Cortes, sobre todo el aspecto pol¨ªtico y puntual del problema. Lo que trato de entender es el fen¨®meno en s¨ª mismo, el origen y el significado ¨²ltimo del conflicto, aparte de tratar de saber si es un conflicto aut¨¦ntico o falso, necesario o prescindible. Ya s¨¦, y nada mejor para saberlo que mi experiencia suramericana, que el nacionalismo en s¨ª es una pasi¨®n, algo parecido muchas veces a una enfermedad, un est¨ªmulo para realizar las cosas mejores y, por desgracia, muy a menudo, un pretexto, una justificaci¨®n de las peores.
Como ya lo he dicho, me dejo llevar por estas cavilaciones mientras miro los bloques monta?osos, las plantaciones verticales de eucaliptos, la nieve que permanece en los surcos y que ya se transform¨® en humedad en los paredones rocosos. La visi¨®n de Unamuno era religiosa, cercana al pante¨ªsmo, de una religi¨®n sin iglesia y hasta sin liturgia, pero donde la naturaleza y sus ritos hac¨ªan las veces de ceremonial y de santuario. Esto se?alaba para ¨¦l una diferencia, una peculiaridad vasca, asunto que un lector lejano, un adolescente chileno de los a?os cuarenta, recib¨ªa como elemento a?adido, como parcela de sugerencia y de misterio. Nunca encontr¨¦ en los textos de Unamuno, sin embargo, un inter¨¦s real, activo, de pol¨ªtica partidista, por as¨ª decirlo, en los temas de la soberan¨ªa, de la autonom¨ªa, de las reparticiones de poderes. Mi impresi¨®n actual, conociendo mejor estos contextos, es que ¨¦l consideraba necesaria la diferencia vasca dentro del conjunto de la cultura espa?ola. Por eso se hab¨ªa inventado un Don Quijote de La Mancha y hasta un Sancho Panza fuertemente vascos. Y dec¨ªa que la Rep¨²blica de Chile, como la Compa?¨ªa de Jes¨²s, eran creaciones de sus coterr¨¢neos, asunto m¨¢s que discutible, por lo menos en lo que se refiere al caso chileno. Adem¨¢s, y no hay que olvidarlo, a la visi¨®n vasca de Unamuno hab¨ªa que a?adir su experiencia de Salamanca: un sentido profundo, complejo, rico de la cultura castellana.
Mi perplejidad actual va, desde luego, bastante m¨¢s all¨¢ de la literatura. Cuando le¨ª en mi juventud a Unamuno, Azor¨ªn, Baroja, Ortega, Ram¨®n P¨¦rez de Ayala; cuando descubr¨ª la poes¨ªa de Federico Garc¨ªa Lorca, Jorge Guill¨¦n, Luis Cernuda; cuando comenc¨¦ a conocer el pensamiento de Am¨¦rico Castro, Espa?a, reci¨¦n salida de su guerra civil, o, si se quiere, incivil, pasaba por un periodo oscuro, de aislamiento de todo orden, de relaciones que se pod¨ªan llamar amputadas con los pa¨ªses hispanoamericanos. Hab¨ªa una Espa?a del interior y otra del exilio, y la reconcilia-
ci¨®n entre ambos bandos parec¨ªa imposible. Para m¨ª fue una sorpresa grande, por ejemplo, cuando mi amigo Arturo Soria y Espinosa, espa?ol discrepante y antimultitudinario, como le gustaba definirse a s¨ª mismo, decidi¨® de improviso, sin mayores anuncios previos, regresar a su tierra todav¨ªa gobernada por el general Franco. El brusco anuncio suyo me hizo comprender en un instante a?os de soledad, de vida frustrada. Pero ¨¦l ten¨ªa, como muchos de sus amigos, como Jos¨¦ Bergam¨ªn, por ejemplo, o D¨¢maso Alonso, y m¨¢s all¨¢ de sus comentarios irritados, a menudo furibundos, una visi¨®n de lo espa?ol en su conjunto, en su lugar en la historia y en la geograf¨ªa, en el pasado de la lengua, en su proyecci¨®n americana. A veces me pregunto qu¨¦ habr¨ªa dicho esa gente frente a los nacionalismos de ahora. Leo numerosas reflexiones interesantes, agudas, cr¨ªticas, pero me faltan otras, como si esa Espa?a de mi juventud, a pesar de su eterna crisis, de su polarizaci¨®n dram¨¢tica, produjera un pensamiento de calidad que ahora suelo echar de menos.
Lo que ocurre, me digo, y aqu¨ª tambi¨¦n interviene mi experiencia espec¨ªfica de chileno, es que los pa¨ªses pueden salir con relativa seguridad de los abismos de la pol¨ªtica y de la econom¨ªa, pero la recuperaci¨®n de la aut¨¦ntica cultura es mucho m¨¢s lenta. Porque la persistencia del terrorismo etarra, sin ir m¨¢s lejos, me parece un problema, m¨¢s que de identidad, t¨¦rmino tan de moda hoy, de cultura, como lo son, desde luego, las ambig¨¹edades y las confusiones con respecto a ¨¦l. Y de ah¨ª derivan muchas otras cosas. Porque el terrorismo conf¨ªa ciegamente en caminos simplificados, b¨¢rbaros por definici¨®n. Es una mentalidad de guerra, y es una demostraci¨®n, como tal, de que la guerra todav¨ªa no ha terminado del todo, de que subsisten por ah¨ª focos de una batalla eternizada. En sus a?os finales, yo sol¨ªa citarle a Pablo Neruda unos versos suyos de adolescencia, y le dec¨ªa, medio en broma, pero tambi¨¦n medio en serio, que eran los mejores que hab¨ªa escrito en su vida. Pertenec¨ªan a un poema que se llamaba Rep¨²blica, y comenzaban: "Patria, palabra triste, como term¨®metro o ascensor...". Los evoco ahora y me suenan como un comentario lapidario aplicable a cualquier nacionalismo. ?l los escribi¨® en la segunda d¨¦cada del siglo pasado, en a?os de exaltada celebraci¨®n de los fastos militares de la Guerra del Pac¨ªfico, la del Chile de la segunda mitad del siglo XIX contra el Per¨² y Bolivia. El joven poeta hab¨ªa comprendido, menos de medio siglo m¨¢s tarde, el peligro, la fiebre patriotera que pod¨ªa deformar la vida civil, y hac¨ªa una advertencia burlona, pero tenemos que entender que las burlas suelen ser lo m¨¢s serio del mundo. Yo he venido durante la friolera de 40 a?os a la Espa?a del ¨²ltimo franquismo y a la de la transici¨®n, y he sido testigo de un progreso, de una apertura, de una modernizaci¨®n constante, sorprendente. En su momento me pareci¨® el mejor modelo para la transici¨®n chilena, y lo declar¨¦ sin pelos en la lengua. Ahora, en estos mismos d¨ªas, he notado por primera vez una agitaci¨®n, un devaneo que no me convencen. He tenido ocasi¨®n de escuchar y de leer muchos graves y elocuentes discursos, llenos de poderosos argumentos, pero quiz¨¢ haga falta la palabra incisiva, la voz de un poeta que lo resuma todo, y que ayude a salir de laberintos artificiales.
Jorge Edwards es escritor chileno, premio Cervantes de 1999.
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