Peque?os delitos, grandes obras
En una visita reciente a Chile me contaron de un caso que por esos d¨ªas, y a falta de noticias m¨¢s importantes, ten¨ªa en vilo a la opini¨®n p¨²blica del pa¨ªs: un grupo de j¨®venes chilenos, en un viaje a las ruinas incaicas del Per¨², hab¨ªan manchado con inscripciones las venerables piedras del Cusco, con tanta imprudencia que los atraparon. Fueron presos, salieron a relucir leyes sobre la preservaci¨®n del patrimonio cultural, y se plante¨® la amenaza de a?os de presidio. El incidente agit¨® ancestrales resentimientos entre chilenos y peruanos, la televisi¨®n se encarniz¨® en la angustia de los padres de esos chicos malcriados, y se lleg¨® al punto en que tuvieron que intercambiar mensajes de pacificaci¨®n los presidentes de los dos pa¨ªses.
Nadie sab¨ªa mejor que Proust que lo ¨ªnfimo puede hacerse inmenso, por acci¨®n de la memoria y la poes¨ªa del tiempo
Record¨¦ un caso semejante de vandalismo, sucedido en ¨¦pocas en que se cuidaban mucho menos los monumentos hist¨®ricos. Arthur Rimbaud, cuando ya estaba viviendo en Abisinia, hizo durante unas vacaciones una excursi¨®n por el Nilo, y en un templo de Luxor, en el santuario de Amm¨®n, tall¨® su apellido en el s¨ªlex. No hubo incidente diplom¨¢tico en su caso, aunque habr¨ªa estado justificado; al parecer todos los turistas hac¨ªan cosas parecidas, o peores. Esta "firma" del poeta, su "¨²ltimo jerogl¨ªfico", fue descubierta por Jean Cocteau en 1949, y dio lugar a muchas especulaciones, pero la erudici¨®n rimbaudiana ha decidido que es aut¨¦ntica. Y desde entonces ha habido peregrinos que van a Luxor menos interesados en Akhenatones o Nefertitis que en ese gesto destructivo de un joven malcriado que hizo del gesto destructivo el mito fundacional de la poes¨ªa moderna. Lo que demuestra que el vandalismo puede volverse monumento a su vez. Es cierto que en este caso para operar la transformaci¨®n se necesit¨® la Temporada en el Infierno y el Barco Ebrio y la leyenda de la vida-obra del m¨¢s grande de los poetas. Chile es un pa¨ªs de poetas, pero habr¨ªa que estirar la cuerda del optimismo para imaginar que llegar¨¢ el d¨ªa en que esos graffiti del Cusco se vuelvan una meca de peregrinaci¨®n para amantes de la literatura.
Como la memoria de un lector est¨¢ llena de historias de escritores, esta "transmutaci¨®n de los valores" me hizo recordar otra. En una ocasi¨®n el joven Marcel Proust se encontraba en la casa de la condesa de Noailles, y en un descuido, apoyando un codo en la repisa de la chimenea, tir¨® al suelo una estatuilla de Tanagra, que por supuesto se rompi¨®. Romper una exquisita y valiosa cer¨¢mica de dos mil o tres mil a?os es un accidente penosamente irreversible y tiene que provocar un remordimiento por lo menos tan durable como el rencor del propietario damnificado. Debe de haber sido especialmente bochornoso para el joven Proust, fundamentalista del esnobismo. El ruido de la estatuilla al quebrarse contra el piso, debi¨® de sentirlo como una mancha indeleble en su historial mundano. En fin, la cosa no ten¨ªa remedio. Quiz¨¢ ni siquiera los buenos modales que pueden presuponerse en un sal¨®n de la aristocracia lograron amortiguar el golpe.
Y sin embargo... Cien a?os despu¨¦s, se hizo en un museo una exposici¨®n de la colecci¨®n de Tanagras de la condesa de Noailles, y entre ellas figuraba una rota y pegada. Un cartelito indicaba que era la que hab¨ªa roto Proust. El p¨²blico, o cierta parte letrada del p¨²blico, se deten¨ªa emocionado a contemplarla, o iba a la exposici¨®n s¨®lo para verla a ella. Y apuesto a que si hubieran salido a remate, el precio de la rota habr¨ªa duplicado o triplicado el de las sanas. Ning¨²n proustiano ignora la historia, y la vida-obra del Maestro tiene el suficiente estatus legendario como para hacer de esa figurita remendada el monumento de un instante.
Si bien este caso es semejante en sus efectos al anterior, su funcionamiento es distinto. La obra de Rimbaud ya estaba escrita cuando visit¨® Luxor, y la transmutaci¨®n se llev¨® a cabo no s¨®lo sobre las iniciales talladas sino sobre cosas y hechos m¨¢s insignificantes todav¨ªa, m¨¢s s¨®rdidos y banales: sus desplazamientos de comerciante y agente viajero, las cartas de negocios, y hasta la amputaci¨®n de la pierna. La obra de Proust, en cambio, estaba por escribirse cuando rompi¨® la estatuilla. Y por improbable que sea, nos atrae la duda de si no habr¨¢ escrito esa obra para justificar retrospectivamente el accidente. Nadie sab¨ªa mejor que Proust que lo peque?o puede hacerse grande, lo ¨ªnfimo inmenso, por acci¨®n de la memoria y la poes¨ªa del tiempo. Parece exagerado, de acuerdo. Escribir la novela m¨¢s grande, la m¨¢s ambiciosa, morir escribi¨¦ndola (porque no la termin¨®, ya que l¨®gicamente no cab¨ªa en una vida), s¨®lo para poner de espaldas el instante en que se romp¨ªa un fr¨¢gil adorno. No ser¨ªa tan absurdo, si pensamos que despu¨¦s de todo Proust hizo realmente desplegarse la vastedad innumerable del mundo del sabor de una masita mojada en t¨¦
Pero s¨ª es absurdo. Y sin embargo... ?no ser¨¢ siempre as¨ª? ?No se har¨¢n grandes obras para pagar peque?as deudas? ?Hay otro modo de pagarlas, si no podemos volver atr¨¢s en el tiempo y corregir el momento en que las contrajimos? Y, visto desde el otro lado, no le encuentro mejor destino a la obra de arte que lavar la culpa y la verg¨¹enza de los peque?os accidentes y bajezas de las que est¨¢ tejida la vida. Eso explicar¨ªa el hecho tan intrigante desde siempre de que el hombre se haga artista y termine renunciando a la vida y se encierre a trabajar hasta morir.
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