Paisaje en sepia
Que el tiempo todo lo destruye, o tempus edax rerum, ya lo advert¨ªa Ovidio en su Metamorfosis. Que la historia es una acumulaci¨®n de paisajes perdidos tambi¨¦n est¨¢ asimilado de modo natural por la civilizaci¨®n, que ve en el progreso un proceso que construye mediante la demolici¨®n. No obstante, a pesar de esta ineludible crueldad de la evoluci¨®n, es incontrovertible la necesidad de conservaci¨®n de algunos elementos que sirven de recuerdo de lo que fuimos, m¨¢s que como refugio sentimental o nost¨¢lgico, como instrumento sustancial para hallar un curso sensato y prevenirnos de la codicia que a menudo se ampara bajo la m¨¢scara del avance. Quiz¨¢ el paradigma m¨¢s obvio de los excesos que se cometen impunemente en nombre del progreso sea la actividad inmobiliaria, sobre todo cuando est¨¢ vinculada al divinizado sector tur¨ªstico, que, como se sabe, es uno de los pilares sobre los que se sustenta la econom¨ªa de nuestro pa¨ªs.
En Calafell, pero tambi¨¦n en otras poblaciones costeras de la zona, las cada vez m¨¢s exiguas 'botigues de mar' son residuos de un paisaje mediterr¨¢neo que es imperioso salvaguardar
Uno de los modos de vida que se ha ido extinguiendo es el de aquellos marineros que, pertrechados con aparejo latino y casco de pino, se hac¨ªan a la mar empujando sus barcas por la playa en busca del precario sustento que les ofrec¨ªan las siempre desabridas aguas. La rudeza de esas pr¨¢cticas ha sido, como no pod¨ªa ni deb¨ªa ser de otra manera, suplida por t¨¦cnicas que mitigan en parte el sufrimiento de los pescadores, aunque a¨²n hoy sigue siendo imprescindible la transmisi¨®n entre generaciones de una sabidur¨ªa muy particular que ata?e a los arcanos y las traiciones de la mar; aquella ignota intimidad de la que nos hablaba Baudelaire en su poema L'homme et la mer. Convengamos, pues, que procurar mantener esos m¨¦todos bravos y rudimentarios, por rom¨¢nticos que se nos presenten, es poco menos que pretender que la vida se mantenga queda, como en una postal de la que no nos queremos desprender. Sin embargo, las cada vez m¨¢s exiguas botigues de mar -construcciones encaladas de puertas y ventanas de llamativos colores, mayoritariamente azules o verdes, que hac¨ªan las veces de vivienda, refugio para la embarcaci¨®n y almac¨¦n para aparejos y redes- son, claramente, residuos de un paisaje mediterr¨¢neo que es imperioso salvaguardar.
En Calafell, caso que conozco con m¨¢s fidelidad, pero tambi¨¦n en otras poblaciones costeras de la zona, se utiliz¨® durante los a?os de auge tur¨ªstico un sistema llamado permuta que consist¨ªa en ofrecer a las familias de pescadores un apartamento y el local de planta baja -o dos apartamentos- a cambio del terreno en el que, durante siglos, se hab¨ªa sostenido su casa. La mayor¨ªa, resignados ante el m¨¢s que probable ocaso de una actividad profesional de poco lucro y mucho esfuerzo, se las prometi¨® felices pensando que aquellos locales y aquellos apartamentos de dudosa calidad les proveer¨ªan de una vida m¨¢s pl¨¢cida y, adem¨¢s, m¨¢s moderna. Efectivamente, lleg¨® la modernidad de edificaciones verticales en las que la nota de color -multicolor- la pon¨ªan toallas y camisetas tendidas en balconadas. Lo que hab¨ªa sido mediterr¨¢neo pas¨® a ser cosmopolita, de ese cosmopolita que no permite distinguir, excepto por leves matices, Calafell de Benidorm o de Miami. Con el paso del tiempo, s¨®lo quedaron, en lo que fue el barrio de pescadores, cuatro o
cinco botigues de mar -m¨¢s o menos restauradas- que romp¨ªan el nuevo skyline de la prosperidad, como islas conspicuas y exquisitas en un oc¨¦ano de hormig¨®n. Aquellos locales tampoco consiguieron satisfacer las necesidades cremat¨ªsticas de los advenedizos tenderos que cambiaron la red por el mostrador. Hoy muchos de estos lugares exhiben un perenne enrejado a trav¨¦s del cual todav¨ªa se intuye alg¨²n cartel, quemado por el sol, que anuncia un producto que, seguramente, dej¨® de existir hace a?os.
Cuando apenas quedan marineros que salgan a pescar en Calafell y la historia de este pueblo, y de tantos otros, se cobija en la memoria de los mayores, que no tienen a quien transmitir un arte ya caduco, las escasas botigues de mar permanecen sin protecci¨®n de las autoridades, esperando que los sucesivos herederos de esas propiedades se sigan rebelando contra el atentado est¨¦tico y contin¨²en resistiendo la tentaci¨®n de entrar en el suculento juego de la especulaci¨®n. La mayor¨ªa de estos consistorios patrocinan exposiciones y publicaciones hechas de fotograf¨ªas en sepia que, supuestamente, reivindican su pasado, pero lo cierto es que no incluyen este patrimonio hist¨®rico en su cat¨¢logo de bienes inmuebles protegidos o, en su defecto, en un inventario provisional que estipule unas medidas cautelares que limiten las obras de reforma o derribo.
Entre todos aquellos que frecuentan esa costa, la belleza que anta?o tuvieron aquellos pueblos costeros es un tema de conversaci¨®n recurrente; pero, anclados en el conformismo quejumbroso e inocuo, no parecen ser conscientes de que la arqueolog¨ªa de los siglos venideros no encontrar¨¢ rastro alguno de esta vida ancestral; a lo sumo, una reproducci¨®n en cart¨®n piedra en alg¨²n parque tem¨¢tico.
Malcolm Otero Barral es editor.
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