El armario
Era una herencia envenenada: un armario art nouveau bien conservado pero enorme y con aspecto de inamovible. Hab¨ªa estado durante 80 a?os en la misma habitaci¨®n de la misma casa y ahora, ya irreversiblemente m¨ªo, deb¨ªa proceder a su traslado. Imaginaba la escena, con los operarios de las mudanzas despotricando contra el armario: demasiado grande, demasiado pesado, demasiado complicado para desmontarlo y volverlo a montar. Un trasto, en definitiva, apto para el container pero no para arriesgarse en peligrosos traslados.
Y quiz¨¢ no les faltara raz¨®n porque aquel armario, si bien se miraba, tras 80 a?os ten¨ªa su lugar natural y era una temeridad arrancarlo de su territorio. Pero la casa donde hab¨ªa habitado tanto tiempo pasaba a otros due?os y ¨²nicamente ten¨ªa la opci¨®n de trasladarlo o sacrificarlo. Me dol¨ªa optar por el sacrificio. Ve¨ªa sus astillas como las astillas de la memoria: ?cu¨¢ntos recuerdos, no importa que invisibles o inaudibles, se perd¨ªan de golpe! El testimonio convertido en basura.
Indagu¨¦ entre los amigos que hab¨ªan realizado mudanzas y la mayor¨ªa me empujaba a la destrucci¨®n voluntaria del armario
El traslado, no obstante, significaba un quebradero de cabeza. Ve¨ªa n¨ªtidamente a los dos contentos operarios -los operarios de mudanzas casi siempre est¨¢n descontentos, como si fueran los m¨¢s ardientes defensores de la inmutabilidad-, los ve¨ªa desarmando trabajosamente el armario, destroz¨¢ndolo con sa?a y, por fin, llegados a su nuevo domicilio, anunciando triunfalmente, entre piezas desperdigadas por el suelo, la imposibilidad de reconstruirlo. Tras tantos a?os de paz, la reci¨¦n estrenada morada ser¨ªa una tortura para el pobre armario, desvencijado y mutilado para siempre.
Indagu¨¦ entre los amigos que hab¨ªan realizado mudanzas en los ¨²ltimos tiempos. Casi todos estaban traumatizados y la mayor¨ªa me empujaba a la destrucci¨®n voluntaria del armario. Era mejor, se opinaba, el exterminio controlado de los inservibles trastos de anta?o que someterlos, y someterse, a la indignidad de los destrozos causados por portadores. A continuaci¨®n abundaban en las cr¨®nicas negras de sus propios ejemplos y los m¨¢s refinados relacionaban su frustraci¨®n con los ¨²ltimas cat¨¢strofes urbanas, con las ca¨ªdas de casas y hundimientos de t¨²neles: si ya somos incapaces de trasladar con garant¨ªas la consola del abuelo, argumentaban, ?c¨®mo seremos capaces de perforar un t¨²nel sin que se hunda media ciudad?
El armario conduc¨ªa irremisiblemente a la crisis de nuestra civilizaci¨®n. Era obvio que la confianza ciega en la tecnolog¨ªa, la sobreexplotaci¨®n de los inmigrantes y el generoso cultivo de la estupidez nos hab¨ªan llevado a la actual situaci¨®n. Nadie conoc¨ªa su oficio, y el que lo conoc¨ªa no lo amaba, y el que lo amaba se quedaba amargado en su soledad perfeccionista puesto que quienes le rodeaban, inclinados al utilitarismo y a la avidez inmediata, no estaban para monsergas idealistas. En consecuencia, hab¨ªamos creado un mundo ego¨ªsta que se deslizaba alegremente hacia el abismo mientras devoraba con furia todo lo que se pon¨ªa a la venta. Y todo se pon¨ªa a la venta.
Por cierto que fuera este diagn¨®stico de nuestra civilizaci¨®n, no solucionaba el problema de mi armario. Cuando volv¨ªa a ¨¦l, mis consejeros, sincer¨¢ndose, me suger¨ªan desprenderme del armatoste y acudir a unos grandes almacenes que ten¨ªan todo tipo de nuevos y manejables armarios: "Si necesitas un armario...". La cuesti¨®n era que no necesitaba ning¨²n maldito armario, s¨®lo ten¨ªa que afrontar una herencia. Despu¨¦s de tantas indagaciones, tuve una pista esperanzadora y fij¨¦ el d¨ªa de la mudanza.
Lleg¨® un hombre que rozaba los 60 acompa?ado de un joven sonriente. Los mire con pesimismo: no podr¨ªan con el armario. El muchacho ten¨ªa aspecto de retirarse a la menor dificultad y el hombre -aunque recomendado por un anticuario- parec¨ªa demasiado esc¨¦ptico como para conmoverse ante aquella reliquia.
No tardar¨ªamos en proclamar que lo mejor era hacer le?a para que alguien, por lo menos, pudiera calentarse. Pero pasaron los minutos y el esc¨¦ptico no dec¨ªa nada. Parec¨ªa estudiar el armario. Lo abri¨® un par de veces y luego continu¨® observ¨¢ndolo fijamente. Yo tambi¨¦n lo hac¨ªa, maldiciendo una vez m¨¢s la herencia recibida. El ayudante, por su parte, me miraba a m¨ª sin dejar de sonre¨ªr.
Al fin escuch¨¦ la inesperada sentencia: "Tiene cuatro tornillos". Al principio no supe el significado de aquellas palabras. El maestro hablaba poco y era el sonriente aprendiz quien se expand¨ªa. Deduje que el viejo armario estaba tan admirablemente construido que bastaban cuatro tornillos para engarzar todo su armaz¨®n interior. El resto era un cuidadoso encaje de la madera. "?Se podr¨¢ trasladar?", balbuce¨¦.
Maestro y disc¨ªpulo tardaron menos de media hora en desmontarlo y luego, ya trasladado, el mismo tiempo en volverlo a montar. La estructura interna era un engranaje perfecto que me recordaba aquellas iglesias rusas de madera edificadas por artesanos tan excepcionales que no necesitaban de la ayuda de ning¨²n clavo para asegurarse la solidez de su construcci¨®n.
Ahora miro el viejo armario con este agradecimiento especial que dedicamos a las obras bien hechas. ?C¨®mo supo con tanta seguridad el maestro que s¨®lo encontrar¨ªamos en su interior cuatro tornillos?
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