Maniqu¨ª
Abajo en el garaje, dentro de una caja de cart¨®n, mi madre guarda los peri¨®dicos de los d¨ªas que han hecho historia. Es un eficaz recurso para socorrer la memoria, para prestarle la voz y las im¨¢genes que a veces le flaquean: si uno se interna en esas profundidades de la casa, entre la mugre acumulada, el polvo, las mantas de otra estaci¨®n y la jaula del h¨¢mster ausente, puede exhumar ediciones del Abc con las p¨¢ginas del color de la vainilla, donde el bigote de Tejero palidece poco a poco o el rey firma eternamente una constituci¨®n que se cuartea. En el n¨²mero que da cuenta de la visita del Papa a Sevilla, all¨¢ por los albores de los a?os 80, figura una fotograf¨ªa colosal de la Giralda engalanada con pendones y colgaduras, y retratos de una versi¨®n m¨¢s n¨ªtida y erguida de ese anciano que ha vuelto a llenar todos los peri¨®dicos desde lo alto de un catafalco. El mismo d¨ªa que documenta la fotograf¨ªa de la Giralda, mi madre nos sac¨® a mis hermanos y a m¨ª a la calle para que vi¨¦semos al Papa: hab¨ªa sombras que sosten¨ªan banderines y repet¨ªan consignas, hab¨ªa mucha polic¨ªa, hab¨ªa horas de cansancio interminable en que los ni?os no entend¨ªamos para qu¨¦ merec¨ªa la pena esperar. Y luego, y esto s¨ª se mantiene encendido en alguna parte de ah¨ª dentro, un breve rel¨¢mpago, un torbellino, una pecera rodante que pasa entre dos ¨¢rboles con un gran animal blanco dentro, con un pariente borroso de los osos polares y los fantasmas escoceses. Mi madre nos pregunt¨® ansiosa si hab¨ªamos reconocido al Papa: "?lo hab¨¦is visto, lo hab¨¦is visto?" Y s¨ª, dijimos que s¨ª porque los ni?os son corteses a pesar de todo, pero yo s¨®lo retengo un maniqu¨ª blanco, un mu?eco de palo, una visi¨®n blanca: como aquella del mismo color, se me ocurre por un instante, que Arthur Gordon Pym encuentra al final de su peregrinaje en las siniestras fronteras del norte del mundo.
Ahora miro con curiosidad las instant¨¢neas que presentan a aquel maniqu¨ª tendido sobre un lecho rodeado de cirios, y no lo encuentro m¨¢s irreal ni menos ficticio que el espectro que vi de ni?o circular entre dos moreras. Es la misma figura opaca, troquelada, sin sustancia, que en los ¨²ltimos a?os se asomaba a una terraza de Roma para iniciar trabalenguas incomprensibles, o que acaparaba los telediarios con llegadas a aeropuertos que no estaban en los mapas, donde lo recib¨ªan dignatarios vestidos con plumas, ajorcas o sombreros de lentejuelas. Uno de los j¨®venes a los que entrevistaban por televisi¨®n reconoc¨ªa, entre sollozos, que no hab¨ªa conocido a otro Papa en su vida, que en su reducto de experiencia la Iglesia equival¨ªa a ¨¦l. Eso es: a m¨ª y a otros tantos nos sucede lo mismo, identificamos el apostolado y la misi¨®n de Pedro con este extra?o mu?eco que parec¨ªa funcionar a control remoto, que era un poco como una caricatura y una hip¨¦rbole de los grandes papas sobre los que le¨ªmos en los libros de Historia. No s¨¦, hoy todos derraman flores sobre su cad¨¢ver porque es reglamentario alabar a los muertos, pero a m¨ª me parece que este Papa ha hecho m¨¢s mal que bien al catolicismo: si se hubiera retirado antes y hubiera cedido el cetro a manos con mayores energ¨ªas, una entera generaci¨®n tal vez no habr¨ªa confundido a la Iglesia con un geri¨¢trico.
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