El placer de dar
Los ¨¢rboles de mi calle, de muchas calles de Madrid, han echado fuera sus hojas nada m¨¢s declarado el mes de abril. A¨²n son tiernas y claras, pero cada hora, cada d¨ªa, se va espesando su verdor. Es el ejemplo que recibimos de la reiterada naturaleza, el s¨ª de la vida vegetal, que recibir¨¢, sin duda, la solicitud municipal, el agua temprana que los vivifica, en esos momentos en que casi nadie mira hacia arriba y enturbia los ojos el sue?o reci¨¦n interrumpido. Es la lecci¨®n gratuita de generosidad que, a mi juicio -hoy extra?amente optimista- es un instinto natural. Decir no, rehusar, negar el favor, el servicio que se nos pide significa un esfuerzo y lo contrario sale espont¨¢neamente. Es una teor¨ªa quiz¨¢ falsa y sin confirmaci¨®n en muchos casos, porque no hay situaci¨®n que se confirme plenamente en determinado sentido, aunque persista el albedr¨ªo de generalizar en lo que nos d¨¦ la gana.
El gesto de dar resulta impulsivo y humano, lo que sucede es que la gente suele reprimir y aguantarse la prodigalidad escogiendo la v¨ªa negativa que, estar¨¢n conmigo, ofrece menos satisfacci¨®n. Cuando por la calle, si el tiempo es inclemente, vemos a esa mujer anciana acurrucada sobre un cart¨®n que nos tiende una sarmentosa mano, el primer impulso es echar mano al bolsillo y dejarle una moneda. Otra cosa es la mendicidad ociosa y sistem¨¢tica. Pero si no llevamos dinero menudo, la mayor¨ªa de nosotros no se detiene a rebuscarlo y tampoco franquea la distancia entre la calderilla y el billete. No sabemos si san Mart¨ªn parti¨® su capa con el menesteroso porque no llevaba suelto, porque la capa era vieja y pasada de moda o si tiene todos los merecimientos para estar en los altares por ese y otros hechos parecidos.
Para que la generosidad sea verdaderamente estimable debe ser espont¨¢nea, no confinada necesariamente a los pordioseros y dentro de las propias posibilidades. Sucede, sin embargo, que a veces nos vemos forzados a desorbitar nuestra largueza, meti¨¦ndonos en l¨ªos no deseados. Como min¨²scula cr¨®nica de lo que puede pasar cualquier d¨ªa les relato un par de sucesos sucesivamente acaecidos hace bien poco. No lo digo compungido, pues fueron sendos actos voluntarios.
Estaba en deuda amistosa con una vieja amiga, de cuya esplendidez ten¨ªa abundantes pruebas, acordes con su regular fortuna. Es dif¨ªcil corresponder a las atenciones de los ricos, que poseen de todo y muchas m¨¢s cosas de las que nosotros disponemos. Cierta petulancia nos arrastra a echar la casa por la ventana, aunque el agasajado ni se d¨¦ cuenta de ello. Invit¨¦ a almorzar a la gentil dama y escog¨ª un restaurante, de cuya cocina hab¨ªa o¨ªdo hablar sin haberlo comprobado, suponiendo que no ser¨ªa precisamente barato. Una forma de equilibrar el presupuesto es pedir para uno el plato m¨¢s econ¨®mico, asegurando que nos encontramos bajo un r¨¦gimen muy severo, que incluso excluye el vino. En casos parecidos el invitado se pliega a la templanza y puede uno quedar como los ¨¢ngeles, con un desembolso semejante al que pagar¨ªamos en lugar de menor calidad y prosapia.
Pero, cuidado, porque puede surgir un imprevisto. Se trata de la sibilina e impertinente sugesti¨®n del ma?tre o camarero que nos atiende. Cuando, m¨¢s o menos, hab¨ªa acondicionado el men¨² a mi flaca econom¨ªa, surge el tono insinuante, tentador: "Tambi¨¦n tenemos hoy, fuera de la carta, unos chopitos muy frescos, tra¨ªdos esta ma?ana". Mi invitada, persona sensible, sospechando el esfuerzo que aquello pod¨ªa suponerme, declin¨® la propuesta. Insisti¨® el mentecato servidor y a m¨ª, que me gustan much¨ªsimo los chopitos -ya saben, esas cr¨ªas de calamar cuya captura creo que est¨¢ prohibida- me dio un ataque de prodigalidad y encargu¨¦ una raci¨®n para ambos. No ped¨ª nada m¨¢s, imaginando enjugar con la frugalidad el sobreprecio. S¨ª, s¨ª, sobreprecio. Al pedir la cuenta comprob¨¦ que la malhadada elecci¨®n triplicaba el costo de mi presupuesto. Falta de informaci¨®n y exceso de insidia informativa.
Otro patinazo, m¨¢s reciente, me sucedi¨® hace poco al haber ofrecido, sin pensarlo dos veces, encargarme personalmente de sacar entradas para unos amigos forasteros en un par de corridas de la pr¨®xima Feria de San Isidro. Aparte de que fue dificil¨ªsimo encontrarlas, peregrinando por los bares aleda?os de la plaza de Las Ventas, hube de pagarlas al 500% de su valor. ?A ver c¨®mo explico esa diferencia a mis amigos, cuando en los boletos se especifica la absoluta prohibici¨®n de ser objeto de reventa! Es hermoso dar, pero resulta enormemente caro.
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