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Reportaje:

Rebeli¨®n de los j¨®venes amish

Sin coches ni electricidad ni tel¨¦fono. Los amish viven en EE UU como si fueran un pueblo del siglo XIX. Cuando los j¨®venes cumplen 16 a?os cruzan al otro lado para ver el mundo moderno. El choque es brutal. Un 10% decide no volver a la comunidad. Tres de esos chicos cuentan su experiencia.

Nada m¨¢s dejar la carretera comarcal de Goshen, en Indiana (Estados Unidos), uno se encuentra con un grupo de casas modulares construidas por piezas. No se le podr¨ªa llamar barrio; no es m¨¢s que una carretera pavimentada flanqueada por casas id¨¦nticas situadas a varios metros de distancia. Acaba de anochecer y reina la soledad. Un Camaro salpicado de barro, el emblema de la testosterona adolescente de clase media, est¨¢ aparcado a la entrada de una de las casas. La puerta principal est¨¢ abierta. En su interior, el olor a rancio es insoportable. Todas las cortinas est¨¢n corridas y la sala de estar completamente a oscuras. El gigantesco televisor de pantalla plana de 52 pulgadas domina la estancia y ofrece una teleserie que nadie est¨¢ viendo. Hay tres butacas de cuero en las que se han quedado dormidos sendos hombres, totalmente vestidos. La cocina est¨¢ nueva, reluciente, a estrenar. Los ceniceros est¨¢n plagados de colillas consumidas y nadie se despierta ante la presencia de un extra?o. No hay ruido ni prisa ni sentido del tiempo. Aqu¨ª es donde Gerald Yutzy vive en el limbo.

Gerald, de 24 a?os, fue educado como amish. En Goshen vive una amplia comunidad amish y el monocrom¨¢tico mundo religioso en el que naci¨® existe en un salto en el tiempo no mecanizado. Conviven con el mundo moderno, cuyos ciudadanos adoptan con avaricia accesorios y posesiones materiales y no consideran pecado utilizar un lavavajillas o un ordenador; gente m¨¢s o menos como nosotros.

El aparcamiento del almac¨¦n Wal-Mart local dispone de plazas para los caballos y carros amish. Se les puede ver en los pasillos, vestidos con ropa sencilla hecha en casa, las mujeres con vestidos grises y gorros blancos, los hombres con sombreros de fieltro negros, tirantes y barba sin bigote. Cuando un hombre amish se casa se deja barba -el bigote recuerda demasiado a los militares-, y as¨ª sigue, haci¨¦ndose m¨¢s larga a medida que pasan los a?os. En Estados Unidos, los amish siguen siendo idealizados en gran parte como un pueblo amable y discreto que porta la antorcha de un pasado poetizado. Llevan una existencia t¨ªpica del siglo XIX y creen en valores sencillos orientados a la familia. Son muy reservados, no hacen proselitismo y tampoco pretenden formar parte de una cultura en la que el progreso tecnol¨®gico y la prosperidad engendran orgullo, poder y estatus, y conducen a la ruptura de las relaciones.

Los amish, cuyas ra¨ªces se encuentran en el movimiento anabaptista, huyeron de Alemania hacia Pensilvania en el siglo XVIII. No poseen coches, electricidad ni tel¨¦fonos en casa. Son educados con los ingleses, pero inaccesibles e inabordables; no hacen fotograf¨ªas y no les gusta que otros se las hagan. Creen que sus hijos s¨®lo deber¨ªan ir a la escuela hasta octavo curso (a los 14 a?os) para evitar que se vuelvan "demasiado orgullosos". Su fe se centra en la humildad y se reafirma en la Iglesia, la familia, la comunidad y un estilo de vida sencillo basado en la agricultura y la carpinter¨ªa. Es de esta forma de vida de la que Gerald ha querido aislarse.

Cada parroquia decide qu¨¦ acepta y qu¨¦ no acepta, no existe una ¨²nica figura dominante. La Iglesia prosigue en el hogar. Los amish de la vieja guardia son m¨¢s ortodoxos que los de la nueva, en la que se permiten actividades como utilizar un tractor. Pero independientemente de la parroquia u orden amish, hay un principio inquebrantable seg¨²n el cual los padres no obligan a sus hijos a adoptar su fe. Los anabaptistas creen que el bautismo es una decisi¨®n voluntaria que debe tomarse en la edad adulta.

Cuando Gerald cumpli¨® 16 a?os, se le anim¨®, al igual que a cualquier otro chico o chica amish, a explorar el mundo ingl¨¦s antes de decidir si se "un¨ªa a la Iglesia" o no. Se espera que esto les ayude a tomar una decisi¨®n con fundamento. Durante este tiempo, pueden experimentar las libertades del mundo moderno -citas, fiestas, beber, conducir, llevar vaqueros-, y generalmente durante varios a?os. Algunos se quedan en casa, pero muchos deciden huir de la intensa supervisi¨®n de sus padres y alquilan su propia residencia. Los padres no siempre aprueban las decisiones de sus hijos -especialmente en lo relativo a comprar coches e independizarse-, pero las toleran. La nueva vida de Gerald es un testimonio de su independencia, pero puede regresar a casa siempre que quiera. Y si finalmente se bautiza, todos los pecados le ser¨¢n perdonados autom¨¢ticamente y quedar¨¢ limpio.

La mayor¨ªa regresa cinco a?os despu¨¦s, generalmente cuando est¨¢n listos para formar una familia. En el caso de Gerald ya han pasado ocho a?os. Su reticencia a volver es comprensible. Si lo hace, se incorpora a la Iglesia, es bautizado, y luego cambia de idea y renuncia a sus costumbres amish por las de los ingleses, sus acciones tendr¨¢n una recepci¨®n mucho peor. La pr¨¢ctica amish del rechazo -una severa expulsi¨®n- es el precio que deber¨¢ pagar. La puerta de su familia quedar¨ªa entonces cerrada para siempre.

El ¨ªndice de regresos es elevado. Aproximadamente un 90% reh¨²sa el mundo moderno y todos sus alicientes. Pero un grupo reducido, al igual que Gerald, no desea abandonar su reci¨¦n estrenada libertad. As¨ª que, ?est¨¢n bien preparados los j¨®venes amish para emprender el viaje a un mundo para cuyo recorrido no tienen conocimientos ni dotes sociales?

Inician este viaje con solvencia, ya que han trabajado desde los 14 a?os y han reunido muchos ahorros, pero con una educaci¨®n limitada. Llegar de una vida joven que consiste pr¨¢cticamente en trabajar, acostarse pronto y leer la Biblia, arropados por estrictas normas familiares, y cruzar la calle a un mundo de sexo, drogas y gangsta rap puede provocar un estr¨¦s enorme. ?De verdad es sorprendente que tantos huyan del terrible y vac¨ªo mundo de los ingleses hacia el santuario de su familia amish?

Gerald, despierto ahora en su casa de la solitaria calle frente a la carretera, con el Camaro aparcado en la puerta, pertenece al 10% aproximadamente que ni est¨¢ bautizado ni ha sido rechazado. "No he renunciado a ser amish", afirma en voz baja. Se sienta ante una mesa camilla con cristal. Ha estado durmiendo y sale como nuevo de una ducha de 45 minutos, oliendo a champ¨² y luciendo sudadera con capucha y pantalones anchos.

Sus padres todav¨ªa le presionan para que vuelva, pero como ya no pasa demasiado tiempo en casa, no es algo que considere una prioridad. Ahora su vida consiste en trabajar y dormir en su peque?a habitaci¨®n, que parece una cueva. Tiene chicas desnudas en la pantalla del ordenador, televisi¨®n con mando a distancia y algo de marihuana sobre la cama.

La habitaci¨®n contigua a la suya pertenece a su amigo Jon¨¢s, y hace gala de una limpieza obsesiva. M¨¢s tarde, Jon¨¢s explicar¨¢ que es su novia quien la mantiene tan limpia.

Jon¨¢s se acaba de levantar y se relaja viendo la televisi¨®n. Tiene seis hermanas y dos hermanos y trabaja en una f¨¢brica que produce veh¨ªculos recreativos. No va a la iglesia y no piensa renunciar a su coche porque le gusta la velocidad. Tiene 23 a?os y dice que a los 17 ya sab¨ªa que no volver¨ªa. Se ha levantado a las seis de la ma?ana para ir a cazar.

Gerald no es cazador. Es tranquilo, sensible y parece de una irresponsabilidad contenida. Toda la semana trabaja con su padre amish en la f¨¢brica, desde las cuatro y media de la madrugada hasta el mediod¨ªa. Habla con sensatez. A diferencia de la mayor¨ªa de ni?os amish, que asisten a un colegio de una sola aula, Gerald fue a una escuela normal, pero s¨®lo hasta los 14 a?os. Tambi¨¦n se cri¨® en una familia relativamente peque?a, con s¨®lo un hermano y dos hermanas; la mayor¨ªa de las familias amish cuentan con once o doce hijos. Tiene tel¨¦fono m¨®vil y suena varias veces. "Es mi padre", dice, y hace caso omiso, explicando que han tenido una gran discusi¨®n porque fuma marihuana.

No hubo ning¨²n momento concreto en que dejara de considerase amish. Fue algo gradual, recuerda. Ya no piensa en ello, y afirma, varias veces y con convicci¨®n, que no lo echa en absoluto de menos. Aun as¨ª, dice que sigue creyendo en Dios y en el para¨ªso y que el modo m¨¢s sencillo de entrar en ¨¦l es siendo amish.

El a?o pasado quer¨ªa ver la pel¨ªcula 'La pasi¨®n de Cristo', de Mel Gibson, pero no pudo hacerlo porque se habr¨ªa sentido demasiado culpable. Tiene la libertad para hacer y pensar lo que quiera, pero su conducta sigue estando mediatizada por su educaci¨®n. Esta confusi¨®n es manifiesta cuando habla sobre una reciente experiencia, en la que uno de sus amigos muri¨® asesinado durante un robo.

"Cuando era m¨¢s joven nunca hubiera imaginado que alguien ser¨ªa capaz de hacer algo as¨ª. No tiene sentido", afirma. A los ni?os amish se les ense?a a confiar y a creer en la bondad de la gente. Cuando ocurren cosas malas dentro de la propia comunidad -enfermedades mentales, abuso de drogas o incesto, acusaciones que se han publicado recientemente en la prensa-, su planteamiento es llevarlo con discreci¨®n, proteger a los suyos y solucionarlo ellos mismos.

Tambi¨¦n est¨¢ enraizado en la idea amish de la gelassenkeit o sumisi¨®n. Las esposas obedecen a los maridos, los hijos a sus padres, y los amish consideran pecado negar el perd¨®n. A Gerald le resulta dif¨ªcil comprender algo como un acto de violencia aleatorio, debido a su educaci¨®n enclaustrada. Suspira: "Con el tiempo, llegas a un punto en el que ya no te sorprende. A veces creo que ya no le pasan cosas buenas a la gente".

Es dif¨ªcil decir si su cinismo es el resultado de vivir en el mundo ingl¨¦s o si forma parte del proceso natural y org¨¢nico de madurar.

Han pasado algunas horas y Gerald acepta salir a cenar. Lo de comer fuera no es algo que ¨¦l y sus amigos hagan a menudo. No hay demasiadas opciones, aparte de la comida r¨¢pida, y hay d¨ªas en que incluso se olvida de comer. Tampoco hay mucho que hacer en Goshen. El pueblo tiene una sala de billares, un cine y una bolera, pero la mayor¨ªa de las noches ¨¦l y Jon¨¢s se quedan en casa.

Jon¨¢s se niega a moverse de su butaca. Suelta como disculpa: "Ya saldr¨¦ ma?ana".

Gerald es de modales circunspectos, as¨ª que cuando reacciona con una sacudida m¨ªnima de emoci¨®n, se nota. Nos sentamos en un reservado de un falso restaurante italiano; pide una cerveza y come con desgana la "interminable" ensalada. Le sorprende o¨ªr que el 90% opta por regresar y unirse a la Iglesia. "?Noventa?". Pone los ojos en blanco. "Es mucho m¨¢s que eso. Dir¨ªa que es un 99,9%".

La apat¨ªa y el sopor le hacen sentirse prisionero; podr¨ªa ser la marihuana, o quiz¨¢ el aburrimiento mortal de la Am¨¦rica profunda, o a lo mejor que su infancia nunca le prepar¨® para pensar en la independencia, la ambici¨®n y la vida fuera de la familia y la Iglesia. Ahora ocupa el lugar entre esos dos mundos, una pauta constante de ir a la deriva y dormir.

"Nada me emociona. Ahora mismo soy una persona sin metas. Y ah¨ª est¨¢ el problema, necesito tener alg¨²n objetivo y ponerme las pilas. No tengo ambiciones. Me limito a ir a trabajar, volver a casa, ir a trabajar y dormir". Toma un trago de cerveza. "S¨¦ que no puedo vivir as¨ª para siempre". Habla sobre su deseo de viajar, pero el inter¨¦s se nota distante. Fue a Florida y vio el oc¨¦ano. Ha estado en Nueva York. ?Y qu¨¦ sinti¨®? "Estaba bien, pero a veces es mejor quedarse en casa, ?me entiendes?".

?Y qu¨¦ hay de sus padres? Les resulta dif¨ªcil aceptar la decisi¨®n que parece haber tomado. Quieren que regrese, le piden un motivo por el que no lo hace. Pero no tiene ninguno. Para Gerald y para muchos j¨®venes amish sus costumbres son, m¨¢s que la religi¨®n, su estilo de vida. De modo que cuando le pregunto qu¨¦ es lo mejor de su nueva vida, hace una importante puntualizaci¨®n: "No es mejor. Pero me gusta".

Aun as¨ª, cree que la libertad de la que goza no es buena, y, curiosamente, a pesar de lo que le aporta, se considera un desfavorecido. Resulta sorprendente que reconozca que la vida que rechaz¨® es una vida privilegiada: "Al ser amish est¨¢s vinculado a una comunidad. Har¨¢n cualquier cosa por ayudarte. Todo el mundo colabora". Se encoge de hombros ante su decisi¨®n actual de rechazarla. "Ni yo mismo lo entiendo", confiesa.

Quiz¨¢ sea en parte porque Gerald es una persona solitaria y odia los "contratos" de cualquier tipo, ya sean religiosos o de otra clase. La libertad personal significa que le dejen en paz. Tuvo una novia formal, pero le traicion¨® (no habla del tema), y desde entonces no ha mostrado demasiado inter¨¦s en salir con nadie. Podr¨ªa si quisiera -aunque no se fija en las chicas que le miran al pasar-, pero reconoce que ahora mismo no tiene libido y no se imagina cas¨¢ndose.

Hace unos a?os le pidieron que asistiera al famoso programa de televisi¨®n de Oprah, pero se escabull¨® en el ¨²ltimo momento porque se sent¨ªa extra?o. Luego, al ver el programa, se disgust¨® porque consideraba que retrat¨® a los amish como habitantes de la Edad de Piedra y a sus mujeres como simples criadoras de hijos. Cuando habla sobre el tema, queda claro que todav¨ªa se siente leal, protector y a la defensiva cuando tocan a su antigua comunidad. ?Duda sobre su actual decisi¨®n de abandonar la Iglesia? Niega con la cabeza. "S¨¦ que no he cometido un error, s¨¦ que no ser¨ªa m¨¢s feliz siendo amish porque no me gusta serlo, pero, a la vez, ser¨ªa mucho m¨¢s sencillo y mejor para m¨ª".

Las carreteras que rodean Goshen est¨¢n flanqueadas por carteles que muestran torsos escu¨¢lidos. El titular dice: "Los estragos del cristal". La metanfetamina (m¨¢s com¨²nmente conocida como speed, velocidad) es una droga popular en esta regi¨®n del pa¨ªs y una de sus caracter¨ªsticas m¨¢s insidiosas es que destruye paulatinamente la parte del cerebro que gobierna la experiencia del placer. La memoria emocional y la capacidad para recordar el placer quedan da?adas. Esto tambi¨¦n dificulta el disfrutar de la vida una vez que uno recupera la sobriedad. Se considera al speed la droga m¨¢s adictiva porque aumenta la producci¨®n de dopamina en el cerebro, inund¨¢ndolo pero asfixiando irrevocablemente su fuente hasta que ya no produce suficiente como para mantener una existencia emocional sana. Reduce la capacidad cerebral para recrear el placer, y por eso la reca¨ªda es tan frecuente; los reincidentes lo consumen para regresar a un estado de euforia que ya no existe.

Resulta dif¨ªcil no especular sobre si el letargo, la inusitada carencia de excitaci¨®n alimentada por las hormonas, la falta de ambici¨®n, o sencillamente de iniciativa en el c¨ªrculo de amistades de Gerald, tendr¨¢ algo que ver con la cultura de la droga en esta peque?a comunidad. La impoluta habitaci¨®n (la limpieza y orden obsesivos a veces son el resultado del ¨ªmpetu producido por el speed), las excesivas horas de sue?o, el anquilosamiento de su existencia pueden ser indicios.

Si la metanfetamina se fuma, la consecuencia es la llegada instant¨¢nea de una dosis al cerebro; el subid¨®n va seguido de la capacidad para mantenerse despierto hasta 36 horas seguidas. A los trabajadores de las f¨¢bricas se les paga por piezas, de modo que, cuanto m¨¢s tiempo puedan mantenerse despiertos, m¨¢s dinero podr¨¢n ganar. El crank -o arranque, la forma calc¨¢rea de la metanfetamina- es m¨¢s accesible que el cristal (tambi¨¦n conocido como ice o hielo), y pueden comprarse los ingredientes en una tienda de alimentaci¨®n. Un proveedor de tratamientos para adictos del centro de rehabilitaci¨®n local afirma: "Cualquiera con una educaci¨®n de octavo curso puede fabricarlo".

"La mayor¨ªa de la gente que ingresa aqu¨ª es remitida por los juzgados. No hay muchos que lleguen por motivaci¨®n personal". Calcula que entre un 8% y un 10% son amish, y, teniendo en cuenta la rigurosa naturaleza conservadora de su vida, la mayor¨ªa de ellos debe de estar en su intervalo rumspringe (ese merodeo adolescente antes de bautizarse), ya que la propia comunidad impone la ley local sin demasiados problemas. Tampoco es inusual que los amish que se enganchan a las drogas regresen y se unan a la Iglesia como m¨¦todo de rehabilitaci¨®n y recuperaci¨®n. Julie Dijkstra, ayudante del sheriff del condado de Elkhart, afirma que los amish abordan los problemas de forma interna.

La noche siguiente, Lyndale Schmucker se apoya en su camioneta roja, que est¨¢ aparcada en la puerta de la casa de Gerald y Jon¨¢s. Est¨¢ marcando n¨²meros en su tel¨¦fono m¨®vil. Gerald est¨¢ dentro, dormido en su habitaci¨®n, y la puerta principal est¨¢ cerrada. Lyndale espera a Jon¨¢s, que todav¨ªa no ha vuelto. El rechazo de Lyndale, de 23 a?os, al mundo amish es m¨¢s profundo, m¨¢s agresivo, que el de Gerald, y no siente ninguna lealtad hacia sus ra¨ªces. Mete las manos hasta el fondo de los bolsillos de sus vaqueros y mira hacia el suelo. Su voz es grave y explica que ya no se considera amish en absoluto. Para ¨¦l, el rechazo es una reacci¨®n a la hipocres¨ªa. Sigue yendo a la iglesia y habla sobre la ¨¦poca en que llevaba pantalones caqui en lugar de ropa amish. "Yo les dec¨ªa que era ropa sencilla, de vestir. Pero no les gustaba. Y les preguntaba: '?Por qu¨¦ os fij¨¢is en la ropa de la gente?'. Todos estamos all¨ª por el mismo motivo. ?Estamos all¨ª por la ropa? No lo entiendo". Cita una larga lista de incoherencias. Por ejemplo, que los amish no permiten tener tel¨¦fono en casa, pero utilizan las cabinas p¨²blicas. "No entiendo por qu¨¦ no permiten tener tel¨¦fono. Es algo necesario. Los tel¨¦fonos pueden salvar vidas. ?Pueden tener uno fuera, a dos metros, pero no dentro de casa? Y no quieren que tengamos veh¨ªculos porque est¨¢ mal, pero luego quieren que les llevemos a todas partes".

"Le dije a mi madre", contin¨²a, "que no pensaba unirme a la Iglesia hasta que pudiera explicarme la diferencia entre tener un tel¨¦fono en casa o a dos metros de la puerta. Me respondi¨®: 'No lo utilizar¨¢s tan a menudo como si estuviese colgado de la pared'. Pero en cuanto necesites un tel¨¦fono, saldr¨¢s fuera y lo usar¨¢s". Acaba casi todas sus frases encogi¨¦ndose de hombros y con un: "No lo s¨¦, es cosa m¨ªa". Su madre cree que ser¨ªa m¨¢s feliz si se uniera a la Iglesia, pero no est¨¢ nada convencido. "Si vendiera mi camioneta y todo lo que tengo, ?c¨®mo iba a ser m¨¢s feliz?".

Cuando se le pregunta sobre la transici¨®n, admite que no le result¨® f¨¢cil: "Sufres mucho. Tienes que luchar. Cuando te vas a comprar tu primera camioneta, tus padres no quieren que lo hagas. Lloran porque est¨¢ mal. Se hacen ilusiones. Para ellos es dif¨ªcil ver que sus hijos no les obedecen. Ser amish te complica la vida. Siempre tienes que molestar a alguien para que te lleve a alg¨²n sitio, o debes ir en bicicleta a hacer una llamada si no tienes una cabina cerca. Ahora, si quiero ir a alg¨²n lugar, me subo a mi camioneta y voy". Mira a lo lejos: "No me imagino renunciando a mi camioneta, al tel¨¦fono, pasar a no tener nada".

En general, parece que los que deciden no regresar est¨¢n en un dilema, pero no confusos. No se plantean el impacto psicol¨®gico ni las consecuencias espirituales de sus acciones, porque no cavilan sobre la elecci¨®n entre el mundo amish y el mundo ingl¨¦s. Sencillamente, se formulan la pregunta que ocupa la mente de cualquier joven: "?Qu¨¦ me har¨¢ m¨¢s feliz?". Y no est¨¢n convencidos de que amish sea la respuesta. Para quienes no regresan a la Iglesia, no suele tratarse tanto de una acci¨®n decisiva o una declaraci¨®n de creencias, sino de darse cuenta de que sencillamente no desean lo que ten¨ªan antes. Renuncian a un estilo de vida m¨¢s que a una religi¨®n. Poseer un coche les resulta mucho m¨¢s atractivo que un caballo y un carro.

Al norte de Goshen, Mary Mosley est¨¢ esperando en el McDonald's frente a la carretera. No s¨®lo los chicos rechazan el mundo amish. Las chicas tambi¨¦n, y por un motivo en apariencia m¨¢s s¨®lido. Las mujeres siguen estando mayoritariamente subordinadas a los hombres. Mary tom¨® la valiente decisi¨®n de abandonar el mundo amish y ahora vive completamente repudiada. Ha aceptado asistir a la cita para tomar un caf¨¦ y est¨¢ sentada con las manos cruzadas, que reposan sobre la mesa frente a una bandeja de pl¨¢stico con patatas fritas. Su voz es poco m¨¢s que un susurro, pero est¨¢ ansiosa por hablar y transcurren varias horas mientras cuenta su historia.

Mary fue criada como amish en el condado de Nappanee; comenz¨® a trabajar a los 18 a?os fabricando fundas de asientos para aviones. Todav¨ªa llevaba ropa amish, pero sab¨ªa que no se incorporar¨ªa a la Iglesia. Dice que lo sab¨ªa desde los 15 a?os, cuando fue lo bastante mayor para darse cuenta de que "dicen que ¨¦sas son las normas, pero no las cumplen".

S¨ª, los amish no tienen coche, pero no tienen el menor problema para montarse en uno. Su punto de vista es que s¨®lo los ricos pueden permitirse tener un coche, y, por tanto, eso crea desigualdad y divide a la comunidad. Es una muestra de riqueza y estatus y un instrumento de divisi¨®n. Pero Mary no est¨¢ convencida, cree que la desigualdad no se erradica prohibiendo ser propietario de un coche y que tambi¨¦n hay esnobismo en la comunidad. En su caso, la sensaci¨®n de desigualdad vino porque su familia era pobre. "No existe comunidad para la gente pobre". Cuando era peque?a, se re¨ªan de ella por el tejido de su ropa. "Si no comprabas ciertas telas, no ibas a la moda". Para su familia era dif¨ªcil. Por ejemplo, aunque los amish no permiten tener veh¨ªculos a motor, un carro con cuatro caballos denota m¨¢s riqueza que otro con un solo caballo. Y la raza tambi¨¦n. "Existe mucha competencia con los caballos. Cu¨¢l es el m¨¢s fuerte y todo eso. ?Y por qu¨¦ un chico puede comprarse un carro, pero una chica no?", se pregunta. Las expectativas de las mujeres amish no son negociables. No trabajan una vez que tienen hijos, no gozan de igualdad con su marido. A Mary esto nunca la convenci¨®.

Pero tambi¨¦n ve¨ªa otras contradicciones. Explica que a algunas mujeres se les permite tener tel¨¦fonos m¨®viles cuando est¨¢n embarazadas y conservarlos en casa mucho despu¨¦s del parto. Y algunos de los amish del nuevo r¨¦gimen permiten tener peque?os electrodom¨¦sticos o guardan herramientas el¨¦ctricas en el garaje. Cree que, a pesar de la m¨¢xima de igualdad, hay tanta competencia en el mundo amish como fuera de ¨¦l, "s¨®lo que no hablan de ello".

Vivi¨® en casa hasta los 21 a?os, y cada vez estaba m¨¢s desilusionada. "Ve¨ªa el nombre amish utilizado en anuncios de pan y mantequilla de cacahuete". Pero la educaron para creer que si no era amish no ir¨ªa al cielo. Se march¨®, comparti¨® un apartamento con una amiga amish, y trabaj¨® de electricista. Su familia rezaba para que volviera. Regres¨® e hizo borr¨®n y cuenta nueva. Pero poco despu¨¦s del bautismo sinti¨® que estaba viviendo una mentira. No se encontraba c¨®moda y, lo que a¨²n le inquietaba m¨¢s, le disuad¨ªan de que pensara por s¨ª misma.

Una vez que decidi¨® que ya no ser¨ªa amish, se sinti¨® en paz. Dej¨® de llevar ropa amish y se sinti¨® liberada. Ahora vive con su marido ingl¨¦s, su hijo y su hijastra, y siente mucho m¨¢s la pareja de lo que podr¨ªa esperar con un hombre amish. "Me respeta, lo hacemos todo juntos. No me considero est¨²pida". Ya no se considera parte de la comunidad, y asegura que s¨®lo echa de menos algunas cosas: "A?oro conducir el carro en una fr¨ªa ma?ana de invierno y o¨ªr las ruedas crujir contra la nieve. Te daba sensaci¨®n de paz".

Pero se trata s¨®lo de un atisbo moment¨¢neo de nostalgia. A sus 29 a?os ha hecho un cambio valiente, que le enorgullece y reconforta. Mira por la ventana el aparcamiento y aparta la bandeja intacta de patatas fritas. "Puede haber sencillez en todas partes".

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