Vecina de las nubes
Olvera tarda en aparecer. Es como si la carretera, al serpear, jugara con la paciencia del viajero y el pueblo se escondiera entre los recovecos de la sierra para, repentinamente, emerger con todo su esplendor: como una isla blanca, coronada por las siluetas de las torres de la iglesia de la Encarnaci¨®n y su castillo ¨¢rabe.
Lo ideal es llegar temprano, cuando el cielo comienza a abrirse en luces y esa paz, leyenda de su escudo, inunda sus calles. Entonces, una luz limpia y dorada perfila las casas y va encendiendo la cal de sus paredes.
Recomiendo desayunar en la Bodega Juanito G¨®mez, en la calle del Mercado, caf¨¦ con leche, zumo de naranja y mollete con manteca o con alguno de los tres aceites (de Los Remedios, El Molino Salao o Molino Las Pilas), privilegio de esta tierra. No por casualidad Olvera es sede de la denominaci¨®n de origen del aceite de la Sierra de C¨¢diz. Despu¨¦s, mi consejo es pasear. Entonces, comprobar¨¢n c¨®mo todas las calles de este pueblo se empinan hacia arriba, discurriendo entre casas encaladas, buscando la estela de su iglesia mayor y de su castillo. Hasta la cumbre, albarradillas y placitas, que uno recorre ensimismado, al abrigo de misterios cotidianos, bajo la suprema sensaci¨®n de estar bendecidos, en esas horas primeras de la ma?ana, por un dulc¨ªsimo y tenue cielo.
Por los zaguanes nos asomamos a ver la vida, un espacio para la lentitud en el entramado ca¨®tico de callejones y cantillos. Contemplamos las fachadas se?oriales de la calle Llana, la v¨ªa principal, con sus rejas y visillos que se entreabren al paso de los forasteros. En la c¨¢lida mitolog¨ªa del Sur, los ciudadanos murmuran sus deseos al abrigo de mesa camilla y brasero. En esta calle est¨¢n los principales comercios.
Al final de la calle, tras una pronunciada pendiente, llegamos al castillo ¨¢rabe. La fortaleza se eleva sobre cumbres rocosas conservando muros, torreones y la torre del Homenaje. Por lo que sufre el viajero hasta llegar, uno se imagina lo que tuvieron que padecer las tropas cristianas, al mando de Alfonso XI, hasta que pudieron, tras duro asedio, conquistar el castillo en 1327. Desde lo alto del castillo, se derrama la villa. Impresiona la certeza de que todo eso ha estado ah¨ª desde hace mucho, mucho tiempo, erguido sobre un promontorio, dominando todas las campi?as y serran¨ªas del norte de la provincia de C¨¢diz y el sur de la de Sevilla. En la contemplaci¨®n, aprendemos la lecci¨®n de que los hombres, desde arriba, son mejores.
Desde la plaza de la Iglesia de la Encarnaci¨®n admiramos a lo lejos viejos olivares que se encaraman en pendientes, las cintas plateadas de los caminos, las piedras reflejadas en nubes pasajeras.
En la misma plaza se encuentra el Centro Cultural de La Cilla. Desde ¨¦l, puede disfrutarse de la vista de la Sierra de L¨ªjar o del majestuoso pe?¨®n de Zaframag¨®n. Llegar hasta ¨¦l es una excursi¨®n obligada. En el llano de Navalagrulla se levanta la antigua estaci¨®n del ferrocarril de la sierra desde donde partimos hacia este macizo rocoso, cerca de los r¨ªos Guadalporc¨²n y Guadamanil. El camino se salpica con encinas y matorral, jaras blancas, retamas, torviscos y rastrojos que uno tiene la impresi¨®n de que a¨²n esconden a embozados bandoleros y a maquis irredentos. Conforme se asciende va subiendo la fragancia del tomillo, el olor de las vacas mojadas, bajo el planeo de los buitres leonados (una de las colonias m¨¢s importantes de Europa) o la sorpresa de estar a la misma altura que los nidos.
Luego, en el pueblo, seguimos la buena costumbre andaluza de tapear. A m¨ª me gusta hacerlo en Pepe Raya en la plaza del Ayuntamiento o en La Bodeguita. Y despu¨¦s comer en el Restaurante El Puerto una jugosa carne a la piedra o en el hotel Sierra y Cal unas sopas peg¨¢s o el tradicional solomillo ib¨¦rico relleno. Luego vendr¨¢n los minutos de siesta y de modorra.
A dos kil¨®metros, camino de Torre Alhaquime, se levanta la Ermita de Nuestra Se?ora de los Remedios, erigida en acci¨®n de gracias por las lluvias de 1715. All¨ª se celebra la romer¨ªa del Lunes de Quasimodo. En el campo se disfruta de la carne y de las chacinas al carb¨®n de las barbacoas, del mosto joven y fresquito, del hornazo y de la torta del Lunes. Frente a la iglesia, el Bar Marcelino, que estuvo siempre regentado por un viejo comunista. Cara a cara la hoz y el martillo con la cruz cristiana.
Uno no debe irse de Olvera sin aprovisionarse de las ricas chacinas. En Carniolvera, se surtir¨¢ de salchichas en manteca y salchich¨®n ib¨¦rico y en La Serrana de la morcilla de h¨ªgado. No puede olvidar tampoco su garrafa de aceite de oliva virgen. El de cualquiera de las cooperativas es excelente.
En un rato podemos acercarnos al convento de Ca?os Santos, en la carretera de Alcal¨¢ del Valle, en las monta?as de Valle Hermoso, donde la sombra de los ¨¢rboles es espesa y se respira un aire fresco y misterioso. Bajo casta?os y cipreses, suena el agua de un manantial. Con la mano barajamos los chorros de los ca?os. Tan limpia y tan fresca es el agua, que alg¨²n gracioso quit¨® la negaci¨®n al aviso de "agua no potable".
Cuando la tarde es un adi¨®s, el pueblo se llena de campanas y el cielo de golondrinas que son como peces en el aire. Las sombras de los montes van alarg¨¢ndose bajo las copas de los ¨¢rboles. Nos queda la impresi¨®n de que tendremos que volver para conocer mejor todos estos paisajes, la persistencia del pueblo contra el cielo. Volver para dar cumplida cuenta de los versos de Jes¨²s de las Cuevas: rondar su blanca cintura/ y enamorarse de Olvera.
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