Pasiones de familia
Los Borgia, una de las dinast¨ªas m¨¢s odiadas de la historia. De origen espa?ol, marcaron una ¨¦poca de la Iglesia y de los Estados italianos. Derribaron pr¨ªncipes y principados, utilizaron el poder del papado como arma personal, y forjaron una leyenda basada en la corrupci¨®n y en los m¨¢s perversos cr¨ªmenes.
El cardenal valenciano Rodrigo Borgia, vicecanciller del Vaticano, ten¨ªa la mente puesta en el c¨®nclave, a punto de abrirse en la Capilla Sixtina, y los dedos y los labios en la piel de Julia Farnesio, de 19 a?os, tendida voluptuosamente en el lecho cardenalicio.
Borgia, el llamado "cardenal faldero", hab¨ªa rescatado a Julia la Farnesina, apetitosa de cuerpo y de vocaci¨®n mercenaria, de la miseria de la campi?a romana.
Rodrigo Borgia era el cardenal m¨¢s rico del Sacro Colegio y tambi¨¦n el m¨¢s ambicioso. Fue su hija Lucrecia la que, a los 16 a?os, vendi¨® a Julia, compa?era de juegos infantiles, a su padre. Como obispo de Oporto, Borgia ten¨ªa el monopolio del comercio del vino. En Espa?a, adem¨¢s de Valencia, su feudo, controla 16 obispados y una decena de abad¨ªas que pagan regios impuestos y alcabalas.
Hab¨ªa pasado de los olivares y campos de naranjos de su X¨¤tiva natal, donde los ¨¢rabes espa?oles fabricaron el primer papel que se conoci¨® en Europa -una familia aislada en la Espa?a islamizada-, a un suntuoso palacio romano. Todo gracias a su mente aguda, su rapidez de reflejos y a una dosis inicial de fortuna. La fortuna y el instinto de supervivencia de los Borgia, traducci¨®n al italiano de Borja, nombre de la ciudad aragonesa de la que proced¨ªan.
Julia Farnesio Orsini puso la mano del cardenal Rodrigo, de 61 a?os, sobre su vientre:
-?Lo notas, lo sientes? Es tuyo.
-O del simpl¨®n de tu marido.
-No, no, es tuyo -insisti¨® la cortesana.
Rodrigo Borgia era padre de siete bastardos, cuatro de ellos de la misma mujer, Vanozza Cattanei. En 1492 es cuando empieza la historia de Rodrigo Borgia, como la de Crist¨®bal Col¨®n, que se dispone a zarpar con sus carabelas rumbo al Nuevo Mundo. Vannozza, su amante, contaba 50 a?os y estaba casada con Carlo Canale. El cardenal adoraba a sus cuatro hijos, C¨¦sar, Juan, Lucrecia y Jofr¨¦, la base de la dinast¨ªa borgiana. Un amor que fue a todas luces absorbente, posesivo, abrasador. Fernando el Cat¨®lico nombr¨® a los cuatro, ciudadanos espa?oles por decreto.
A los siete a?os, C¨¦sar es nombrado can¨®nigo de Valencia, rector de Gand¨ªa y archiduque de X¨¤tiva. Los que rodeaban en Roma al cardenal eran espa?oles; catalanes los llamaban. Rodrigo se sent¨ªa espa?ol hasta la ¨²ltima gota de sangre, y hablaba con sus hijos en valenciano y en castellano.
Rodrigo Borgia, sobrino de Calixto III, estaba seguro de que el hijo era suyo. La ni?a naci¨® meses despu¨¦s, cuando el cardenal valenciano ocupaba la silla de Pedro. "Con s¨®lo mirar a las mujeres nobles", escribi¨® uno de sus contempor¨¢neos, llamado Gaspar de Verona, "enciende en ellas el amor con maravilloso modo, y las atrae a s¨ª m¨¢s fuertemente que el im¨¢n atrae el hierro".
-?Te van a elegir papa? -pregunt¨® Julia de pronto.
-Depende de c¨®mo act¨²e en los pr¨®ximos d¨ªas, de lo que diga y de lo que haga.
Todo se compraba y se vend¨ªa al mejor postor en Roma; hasta el papado, sobre todo el papado.
Pedro Calder¨®n, llamado Perotto, el camarlengo favorito de Borgia, llam¨® a la puerta de la alcoba.
-Vuestra eminencia, es hora de acudir al c¨®nclave -dijo con la cabeza inclinada en se?al de respeto.
-?Alguna novedad?
-Vuestra eminencia tiene motivos para sentirse optimista.
-?Cu¨¢ntos son los cardenales que no estar¨¢n presentes en el c¨®nclave?
-Cuatro, vuestra eminencia.
-Entonces deber¨¦ asegurar 14 votos. ?Qu¨¦ se sabe del cardenal De la Rovere?
-Se dice que Carlos, el rey de Francia, le ha ofrecido 200.000 ducados para comprar el trono de Pedro.
-Una bonita suma que nunca me hubiera ofrecido a m¨ª, como espa?ol que soy.
-Ahora, querida, deber¨¢s perdonarme, tengo que ir a trabajar -dijo a Julia mientras la estrechaba en sus brazos y en su rojo vestido cardenalicio de anchas mangas.
Trabajar significaba comprar votos -las bolsas de ducados pasaban en aquella ¨¦poca de mano en mano-, dominar voluntades, hacer promesas: un cargo para ti, una catedral para ti, unas tierras para tu amante, una promoci¨®n para tu hijo? La corrupci¨®n era tal que un jud¨ªo romano anunci¨® que se convert¨ªa al catolicismo con este s¨®lido argumento: "Esta Iglesia ha llegado a tal punto de mierda y degradaci¨®n que es indestructible".
Hab¨ªa tenido Rodrigo la suerte de traer a Roma la lanza con la que Longinos atraves¨® el costado de Cristo en la cruz. En realidad era una lanza cualquiera comprada en un zoco a los turcos en Constantinopla, pero Borgia, el mistificador, la hizo pasar por buena y aut¨¦ntica.
La peste, el turco, el lobo, la malaria (del italiano mal aire), el mal franc¨¦s o napolitano, que contagi¨® a papas, cardenales y al pueblo llano, a reyes y mendigos, eran los enemigos de Italia. Rodrigo Borgia ya lo hab¨ªa intentado a la muerte de Sixto IV, pero fallaron sus c¨¢lculos y sus alianzas. Ahora, con la desaparici¨®n de Inocencio VIII, se le presentaba una nueva oportunidad, la definitiva. El m¨¦dico hebreo de Inocencio hizo todos los esfuerzos posibles para salvarle, incluida la administraci¨®n en vena, seg¨²n los rumores, de sangre joven de ni?os asesinados para ese menester.
Las campanas de Campidoglio tocaron a difunto. Rodrigo Borgia se puso a maniobrar con rapidez y suma habilidad, a su estilo. Era un hombre lleno de energ¨ªa y vitalidad; de cuerpo rotundo y gran nariz aguile?a, ojos oscuros, piel oliv¨¢cea y una vistosa tonsura entre los cabellos grises. Se sent¨ªa en la mejor edad para la pol¨ªtica, para la caza, para el amor; sobre todo para el amor.
En el curso de los siglos, el nombre de los Borgia, una de las familias m¨¢s odiadas de la historia, se ha convertido en sin¨®nimo de crueldad y de bajeza, de pasiones, incestos (era vox p¨®puli que Rodrigo Borgia y su hijo C¨¦sar se acostaban con su hija y hermana Lucrecia), de toda clase de delitos y faltas. Durante 10 a?os, Rodrigo y su hijo, el temido C¨¦sar, escandalizaron a lo que quedaba del mundo civilizado persiguiendo sus objetivos de ambici¨®n din¨¢stica: utilizaron el poder del papado como arma personal; derribaron pr¨ªncipes y principados; se sirvieron de Lucrecia para su pol¨ªtica de alianzas matrimoniales; eliminaron sin escr¨²pulos a sus rivales, familiares o no; enfrentaron al rey de Espa?a, Fernando el Cat¨®lico, y al de Francia, el feo, contrahecho y tardo de palabra Carlos VIII, el primer invasor de Italia en 1494.
Los enemigos de los Borgia, el terror bajo la tiara, probaron el veneno, el ars¨¦nico, la daga o el lodo del T¨ªber. Cada familia ten¨ªa un alquimista de c¨¢mara encargado de ensayar nuevas p¨®cimas para matar. La familia valenciana llevaba siempre en el zurr¨®n una dosis de cantarella, el mort¨ªfero polvo blanco, eficaz, fulminante.
Buscaron con ah¨ªnco una Italia a su medida con la violencia y las maniobras de poder que caracterizaron este importante periodo del Renacimiento. Italia en esa ¨¦poca (mediados del siglo XV) estaba formada por una serie de Estados independientes, como Venecia, Florencia o Mil¨¢n, que asombraban a Europa por su cultura, por su progreso art¨ªstico o tecnol¨®gico. Un mosaico de ciudades-Estado regidas por se?ores feudales que eran parientes entre s¨ª, que viv¨ªan en una magnificencia y un lujo interrumpido a veces por explosiones de violencia. Este mundo aristocr¨¢tico se vendr¨ªa abajo con la aparici¨®n de las pasiones y las ambiciones de los Borgia, ¨¢vidos de poder.
Durante el a?o que Rodrigo Borgia pas¨® en Espa?a como embajador del Vaticano dio unas fiestas y recepciones en carnaval que deslumbraron a los severos prelados espa?oles. Quiso hacer como en Roma, donde las misas eran menos frecuentes que las francachelas carnavalescas. "E tutto festa". Esas mismas fiestas atraen todav¨ªa hoy a los turistas.
Durante aquella estancia en Espa?a, el joven cardenal arregl¨® el matrimonio entre Fernando el Cat¨®lico e Isabel la Cat¨®lica, y m¨¢s tarde, ya como papa, resolver¨ªa con el Tratado de Tordesillas el contencioso entre Portugal y Espa?a. Ser¨¢, adem¨¢s, padrino del primer hijo de la reina Isabel.
Era una ma?ana pl¨²mbea de agosto del a?o 1492, iluminada por rel¨¢mpagos intermitentes. Bocaccio, embajador de Ferrara, fue el ¨²nico que adivin¨® la elecci¨®n como papa del cardenal de X¨¤tiva. El pueblo romano se hallaba congregado y expectante en la plaza de San Pedro -otros historiadores se?alan que no hab¨ªa p¨²blico- cuando se abri¨® una ventana: "Habemus pontificem", dijo una voz. "Su eminencia Rodrigo Borgia ha sido elegido papa con el nombre de Alejandro VI" (escogi¨® el nombre de Alejandro llevado de su admiraci¨®n por Alejandro Magno). El pueblo estall¨® en v¨ªtores hacia el nuevo papa, al que ten¨ªan por jovial y generoso. Fue el ¨²ltimo papa espa?ol despu¨¦s de D¨¢maso I, Benedicto XIII y Calixto III, este ¨²ltimo tambi¨¦n de la cepa borgiana.
"?Soy papa, soy el pont¨ªfice, el vicario de Cristo!", exclamaba un Rodrigo Borgia, alias Valenza, la casulla blanca, la mitra bordada en oro, fuera de s¨ª de gozo. Por fin hab¨ªa logrado su sue?o, aunque hubiera sido a costa de dinero, favores y t¨ªtulos.
Oro, sangre y org¨ªas. Los M¨¦dicis dejaron a Italia el Renacimiento cl¨¢sico; los Borgia, el lujo bizantino, la perfidia, la lujuria, el veneno como una de las bellas artes. Alejandro VI escribi¨® que quer¨ªa darle a Roma el esplendor de C¨®rdoba. Pero Roma era entonces m¨¢s un burdel que una ciudad santa, rendida al evangelio del placer, a la satisfacci¨®n de todos los apetitos. Alejandro VI sin duda contribuy¨® con entusiasmo, y con su ejemplo, al nacimiento y desarrollo de la reforma protestante.
Un gran conocedor de aquella hora y de aquellos d¨ªas, Eneas Silvio, sosten¨ªa que "en nuestra Italia, tan gustosa de mudanzas, donde no hay nada seguro, ni soberan¨ªa arraigada de antiguo, f¨¢cilmente pueden los siervos convertirse en reyes". Esa circunstancia estaba hecha a la medida de C¨¦sar Borgia, obispo de Pamplona, que se hallaba cazando con halc¨®n en las colinas de Siena a la espera de que sonaran las campanas anunciando la elecci¨®n del papa. Era alto y musculoso, un atleta; aficionado a la equitaci¨®n, a la esgrima y a toda clase de ejercicios gimn¨¢sticos. Participaba en carreras de caballos como la del famoso palio de Siena, y se bat¨ªa con los campesinos en pruebas de fuerza. C¨¦sar Borgia estaba considerado como "el hombre m¨¢s guapo de Italia".
Maquiavelo, que era consciente del terror y los odios que el bello C¨¦sar despertaba, hizo de ¨¦l el modelo del Pr¨ªncipe por su determinaci¨®n, su oportunismo, su r¨¢pida capacidad de ejecuci¨®n, su falta de escr¨²pulos. Tras la elecci¨®n del nuevo papa, le hab¨ªa seguido como embajador florentino en la campa?a de 1499, en la conquista de Forli e Imola; luego en la de R¨ªmini, P¨¦saro y Faenza; posteriormente en la de Urbino. Fueron batallas menores, si se quiere, que C¨¦sar libr¨® con el dinero papal y las armas francesas. Tampoco lleg¨® a ser un hombre de Estado ni un mecenas de las artes, aunque Leonardo da Vinci trabaj¨® para ¨¦l como inspector de fortalezas. Su lema, "o C¨¦sar, o nada", da idea de sus ambiciones y del concepto que ten¨ªa de s¨ª mismo.
Guicciardini, que odiaba a los Borgia, sobre todo a Rodrigo-Alejandro VI, dijo de ellos que eran de "¨ªndole regia, hermosos de cuerpo, sensuales y altaneros". En Rodrigo, nombrado cardenal por su t¨ªo Calixto III a los 20 a?os, reconoc¨ªa "una rara prudencia y vigilancia, madura consideraci¨®n, maravilloso arte de persuadir, y habilidad y capacidad para la direcci¨®n de los m¨¢s dif¨ªciles negocios". C¨¦sar, inteligente y sagaz, luchaba siempre por ser el ganador, el n¨²mero uno. En su escudo de armas luc¨ªa un toro bermejo en campo de oro, el lema de los Borgia, s¨ªmbolo de la acometividad y el ardor guerrero, un precedente del toro de Osborne. Reaccionaba mal a la derrota. Ten¨ªa escasa vocaci¨®n por la carrera eclesi¨¢stica, aunque su padre le hubiera destinado a ella como trampol¨ªn hacia otras empresas. Eso s¨ª, el arrogante C¨¦sar, a ratos taciturno y a ratos extravertido, gustaba de vestirse a la moda con los m¨¢s exc¨¦ntricos ropajes, cubierto de brocados y piedras preciosas, rub¨ªes en el penacho y oro en las botas. Su sonrisa era de rencor, vindicativa frente a sus arist¨®cratas compa?eros de estudios en Perugia y Viena, los M¨¦dicis, los Orsini, los Colonna, los Este, que le miraban por encima del hombro. Los bati¨® a todos en las aulas y en el campo de batalla.
No hab¨ªa tiempo que perder: entreg¨® el halc¨®n a su cetrero y subi¨® a su caballo para picar espuelas con direcci¨®n a Roma. Empezaba la saga de los Borgia, pero su padre, el papa, le fren¨® en Espoleto. Le pidi¨® que esperara all¨ª para evitar cualquier problema con un joven caballero tan impetuoso, tan imprevisible en sus humores, pronto a ajustar cuentas.
Juan, el segundo hijo, el preferido del padre, encantador e indolente, estaba destinado a ser el capit¨¢n general del ej¨¦rcito del papa. A C¨¦sar se le llevaban todos los demonios por esta elecci¨®n paterna a favor del hermano. Con el orgullo herido esper¨® a que le llamaran a Roma. Jofr¨¦, pr¨ªncipe de Esquilache, era a¨²n muy peque?o, y aplaud¨ªa a su padre con entusiasmo mientras el nuevo papa acariciaba a Julia Farnesio.
?Y Lucrecia? Lucrecia s¨ª, lloraba de alegr¨ªa. A los 12 a?os estaba a punto de casarse con Juan Sforza de Arag¨®n, se?or de P¨¦saro. Un trato que fue el precio del papado. El pont¨ªfice y C¨¦sar Borgia sent¨ªan celos uno del otro con respecto a Lucrecia. "Es bella de cara, tiene hermosos ojos despiertos. El rostro, m¨¢s bien largo; la nariz, bella y bien perfilada; los cabellos, dorados; los ojos, blancos", tal como la describ¨ªa un contempor¨¢neo. En la fuerza singular de su mirada resid¨ªa uno de sus atractivos. El poeta Hector Strozzi lo cantaba en versos latinos. Ven¨ªa a decir, con la hip¨¦rbole propia de estos vates, que quien miraba al sol se quedaba ciego, quien miraba a Medusa se quedaba convertido en piedra y quien miraba a los ojos de Lucrecia Borgia quedaba primero ciego y petrificado despu¨¦s.
La figura de Lucrecia fascina a los poetas y escritores, desde V¨ªctor Hugo, en tiempos m¨¢s o menos recientes, o Blasco Ib¨¢?ez, el valenciano que saca la cara a los Borgia y los defiende en su obra A los pies de Venus, hasta Mario Puzzo, el autor de El padrino, la obra en la que se inspira la pel¨ªcula de Coppola.
"Los Borgia eran hombres de su ¨¦poca", se justifica uno de los personajes de la novela de Blasco Ib¨¢?ez. "Vivieron con arreglo al ambiente de entonces". En cuanto a Lucrecia, que muri¨® de parto como princesa reinante de Ferrara, el escritor valenciano la describe de esta guisa: "Usaba cilicio, viv¨ªa devotamente, fue la admiraci¨®n de sus contempor¨¢neos y jam¨¢s le atribuy¨® nadie envenenamiento alguno, ni los m¨¢s encarnizados enemigos de su familia", se lee en A los pies de Venus. Blasco Ib¨¢?ez puso en marcha el proceso de revisi¨®n de Lucrecia, a la que pinta como una especie de Lady Di avant la lettre; algo casquivana, pero auxiliadora de los desvalidos.
Lucrecia naci¨® de la relaci¨®n entre Vanozza Cattanei y Rodrigo Borgia. La Vanozza se cas¨® tres veces, pero s¨®lo tuvo un amante, el cardenal Borgia. El futuro papa y la Vanozza se conocieron y enamoraron en el Concilio de Mantua. Fue el cardenal el que, para salvar las apariencias, le busc¨® casa y maridos, dos ancianos con dinero.
Rodrigo Borgia tuvo otros tres hijos, Pedro Luis y dos ni?as, Jer¨®nima e Isabel. Los tres murieron muy j¨®venes. Pedro Luis falleci¨® nada m¨¢s llegar a Roma. Nadie dio explicaciones sobre la causa, pero el crimen llevaba la etiqueta Borgia. Su hermano Juan se qued¨® con el t¨ªtulo de duque de Gand¨ªa, y Lucrecia, con su fortuna. "M¨¢s vale perder un marido muerto que un amante vivo", se?ala el Satiric¨®n.
Cuando Carlos VIII ataca Italia -entrar¨ªa en Roma en 1494-, el papa mira a su alrededor, descubre el vac¨ªo y no se le ocurre otra cosa que pedir ayuda a los turcos, sus grandes enemigos. El ej¨¦rcito de Carlos, formado por arcabuceros y alabarderos suizos y gascones, arqueros franceses y 50 pesados ca?ones, avanza hacia los Alpes. A aquella guerra la llamaron "de la fornicaci¨®n". Motivos hab¨ªa. En Ly¨®n, el rey franc¨¦s pasaba la noche con una prostituta mientras su esposa, Ana de Breta?a, esperaba en la habitaci¨®n de al lado, y sus soldados lo celebraban en la calle con vino y mujeres.
Borgia se desespera: los turcos del sult¨¢n Bayaceto no llegan en su ayuda. Cuando le informan de que el rey Carlos se encuentra ya en Mil¨¢n, se atrinchera en el castillo del Santo ?ngel. Antes pronunci¨® un discurso a los romanos que le hab¨ªa preparado su hijo C¨¦sar: "Vosotros, mis s¨²bditos fieles -solloza Alejandro- no os someter¨¦is a las desp¨®ticas ¨®rdenes de estos franceses extranjeros; al igual que yo, morir¨¦is antes que rendiros?", seg¨²n escribe Claude Moss¨¦. ?Morir por el Borgia? En lo que pensaban era en abrirles a los franceses las puertas de Roma.
En Florencia, el monje Savonarola se encarga de azuzar a las masas diciendo que Carlos VIII se precipita sobre Roma "con la espada de Dios". Alejandro VI jur¨® que lo enviar¨ªa a la hoguera, "despu¨¦s de escoger ¨¦l mismo los le?os". As¨ª fue.
Hasta Julia Farnesio huye de Roma. La detienen los franceses, y Alejandro VI se imagina a su rubia amante pasando de soldado en soldado. El rey Carlos se siente magn¨¢nimo y libera a Julia, a cambio de que el papa entregue a su hijo C¨¦sar. Lucrecia -"una perla en este mundo", como la llam¨® un admirador- y la nuera del papa, la esposa de su hijo Jofr¨¦, sustituyen a Julia en el lecho del papa mientras la Farnesio est¨¢ presa. La hija del pont¨ªfice es libre de elegir sus vicios y sus otros amantes. Presume de ello. Desde que se casaron, su marido, el se?or de P¨¦saro, ni la ha tocado.
Fue entonces cuando Juan, el elegido de Rodrigo, volvi¨® a Roma tras una larga estancia en Espa?a. C¨¦sar sufri¨® de nuevo un ataque de celos. Juan, que ha entrado de lleno en la degradaci¨®n de los Borgia, huele a cad¨¢ver. Una ma?ana de junio, su cuerpo, acuchillado, apareci¨® en las redes de un pescador en las fangosas aguas del T¨ªber, el desaguadero de la dinast¨ªa. El papa, en una crisis de llanto, se acerc¨® al cuerpo desfigurado del hijo, con la garganta seccionada, y lo bes¨® en la boca. Luego se refugi¨® en sus aposentos e hizo prop¨®sito de enmienda. El asesinato de su hijo Juan, a manos o no de C¨¦sar -no est¨¢ demostrado, el difunto ten¨ªa muchos enemigos-, era la consecuencia de sus pecados. Se rasg¨® las vestiduras, pero el arrepentimiento le dur¨® pocas semanas.
C¨¦sar, entre el amor, las campa?as militares y alg¨²n asesinato que otro, incluida la ejecuci¨®n en masa de los conspiradores, ten¨ªa tiempo para encerrarse con ocho toros en los jardines del Vaticano. El duque del Valentinado hac¨ªa alarde de su f¨ªsico y exhibici¨®n de sus lujosos vestidos, el Beau Brummel del Renacimiento, el "m¨¢s elegante de su tiempo". Los romanos, ansiosos de diversiones, de pan y toros, agradec¨ªan a C¨¦sar Borgia su desprendimiento y alegr¨ªa de vivir.
Al hijo de papa le correspond¨ªan los dos primeros toros. Al primero lo despach¨® de un lanzazo en la garganta y al segundo lo tore¨® a pie con la capa y lo dej¨® en la arena muerto de una innoble cuchillada. No era Curro Romero. El p¨²blico aplaud¨ªa enardecido a "nuestro C¨¦sar".
En 1498, C¨¦sar colg¨® los h¨¢bitos: dej¨® el cardenalato para casarse -otra boda de conveniencia- con la hermana del rey de Navarra, Carlota de Albret. Logr¨® superar la firme oposici¨®n de su suegro: "?Mi hija casada con un bastardo del papa? Jam¨¢s". Accedi¨® el padre, y Luis XII, entonces rey de Francia, le otorg¨® el t¨ªtulo de duque del Valentinado. Seg¨²n la carta que el novio envi¨® a su padre, la noche de bodas fue un ¨¦xito. La luna de miel dur¨® pocas semanas, porque "la guerra estaba a las puertas de la c¨¢mara nupcial".
De los m¨²ltiples cr¨ªmenes que se le atribuyen a C¨¦sar Borgia, el de su cu?ado Alfonso, duque de Bisceglie, casado con Lucrecia, es de los m¨¢s ominosos. Fue m¨¢s una venganza que un asesinato pol¨ªtico. Alfonso bajaba una noche de junio por las escaleras de San Pedro cuando fue asaltado por un grupo de sicarios que se hac¨ªan pasar por mendigos. El duque pide socorro a los catalanes de la guardia, que le salvan del espadazo de gracia. Pero est¨¢ malherido. Para rematar la faena, C¨¦sar enviar¨¢ a un embozado a la habitaci¨®n en la que convalece Alfonso: es el verdugo del castillo del Santo ?ngel, que lo deg¨¹ella con impecable profesionalidad.
?Qui¨¦n mat¨® al segundo marido de Lucrecia? Hay quienes apuntan al papa, por los celos, y hasta a la propia Lucrecia, que harta de ¨¦l se lo quer¨ªa quitar de en medio. Con los Borgia, nunca se sabe. Sin embargo, todos los dedos acusadores se?alan tambi¨¦n en esta ocasi¨®n a C¨¦sar.
Despu¨¦s de la segunda campa?a de la Roma?a -domina el centro de Italia del Mediterr¨¢neo al Adri¨¢tico-, C¨¦sar se dispon¨ªa a conquistar la Toscana de los temibles M¨¦dicis, su sue?o adorado, pero la muerte de su padre el papa, el 18 de agosto de 1503, interrumpi¨® ese y otros proyectos.
Otra vez los enigmas, la novela de serie negra. A Alejandro VI ?lo mat¨® la peste, la malaria o fue envenenado por los propios Borgia? Tambi¨¦n C¨¦sar ha ca¨ªdo enfermo. Los dos, padre e hijo, han acudido al banquete, una t¨®rrida noche de agosto, ofrecido por el cardenal de Corneto, que se habr¨ªa adelantado a los acontecimentos: el papa y el hijo preparar¨ªan un atentado contra su vida. Pero C¨¦sar se encierra desnudo en las entra?as de una mula -otros dicen que de un toro-, se reboza en la sangre del animal y luego lo sumergen en agua helada. Mano de santo. ?Se puso C¨¦sar enfermo de verdad o fue una argucia para encubrir el parricidio? Antes de morir, Alejandro VI, el 214? sucesor del ap¨®stol Pedro, ped¨ªa m¨¢s tiempo: "Ya voy, ya voy. Espera todav¨ªa un poco".
El pueblo romano desfila ante el catafalco de Alejandro. El cad¨¢ver aparece putrefacto, horriblemente hinchado, lo que abonar¨ªa la teor¨ªa del envenenamiento. El embajador de Venecia certifica: "Es el m¨¢s horrible cuerpo de hombre que jam¨¢s se haya visto". Maquiavelo, citado por Jacques Robichon, escribe: "Se encarg¨® de la oraci¨®n f¨²nebre: 'El esp¨ªritu del glorioso Alejandro fue transportado entre el coro de almas bienaventuradas, teniendo a su lado, apretujadas, a sus tres fieles seguidoras, la Crueldad, la Simon¨ªa, la Lujuria". Para redimir tantos pecados, un Borgia bueno lleg¨® a la Iglesia, el jesuita Francisco de Borja. Nacido en Gand¨ªa en 1510, nieto de Juan Borgia y biznieto de Alejandro, fue canonizado en Roma en 1671.
El nuevo papa, Julio de la Rovere, Julio II, dej¨® caer a tierra la estrella de C¨¦sar Borgia. Le despoj¨® del t¨ªtulo de duque de Roma?a y capit¨¢n general de la Iglesia, y le encerr¨® en Ostia. En N¨¢poles fue detenido por Gonzalo de C¨®rdoba, el Gran Capit¨¢n, que lo vendi¨® por un plato de lentejas. Le envi¨® a Espa?a, desembarc¨® en el Grao de Valencia y fue hecho prisionero en el castillo de Chinchilla, en Albacete, y m¨¢s tarde en Medina del Campo, de donde se evadi¨® en 1506. Mientras, lleno de melancol¨ªa, contemplaba el vuelo de los halcones comprendi¨® que se hab¨ªa convertido en un pe¨®n de la partida que disputaban Castilla y Arag¨®n.
Despu¨¦s de una peripecia sin cuento por Castro-Urdiales, Bilbao y Durango, el proscrito en Italia y perseguido en Espa?a, el que hab¨ªa sido obispo de Pamplona, muri¨® como un valiente en una escaramuza en solitario contra 20 jinetes, rebeldes navarros de Beaumont, cerca de Viana. El rey de Navarra, Juan de Albret, descubri¨® el cad¨¢ver de su cu?ado, desnudo, mutilado y herido de muerte, en un barranco con 23 golpes de lanza. En la iglesia de Viana, el cuerpo del hombre que casi lleg¨® a reinar en Italia recibi¨® cristiana sepultura.
En 1937, en el curso de la Guerra Civil espa?ola, el alcalde de Pamplona mand¨® levantar un monumento en Viana en honor de C¨¦sar Borgia. Pero la victoria franquista puso en tela de juicio la reivindicaci¨®n que los republicanos hicieron del hijo del papa. El cuerpo de C¨¦sar volvi¨® en 1954 a su sitio natural en la iglesia de Viana.
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