Los ¨²ltimos d¨ªas de Saig¨®n
El periodista narra el miedo de la poblaci¨®n y su desesperada lucha por escapar de la ciudad antes de la llegada del 'vietcong'
Saig¨®n era, cuando volv¨ª en febrero de 1975, el mismo polvillo rojizo de siempre, los mismos restos del Playboy en las aceras del bulevar Le Loi, los mismos discos rayados de Sinatra, de Streisand, el Sentado en el muelle de la bah¨ªa, de Otis Redding, las camisas de sat¨¦n en venta, los elefantes verdes de cer¨¢mica, las chapas de identificaci¨®n, las maletas negras desplegables. Tambi¨¦n era los mismos sonidos de la artiller¨ªa por la parte del r¨ªo; las oleadas de motocicletas Honda; los soldados sudistas parapetados tras los sacos terreros y armados con sus fusiles M-16; las t¨²nicas color azafr¨¢n de los budistas y el Puente sobre aguas turbulentas, de Paul Simon. Ol¨ªa a mala gasolina, a queroseno de avi¨®n, a sopa wong-ton de los restaurantes chinos, a agua f¨¦tida de los kongs (canales). Ol¨ªa a ajo en el aliento de las chicas vestidas con sus t¨²nicas blancas, los airosos ao dais.
Dos generales fueron hospitalizados por 'alteraciones nerviosas'; as¨ª llamaban al miedo
"Os dimos todo lo necesario para luchar, salvo los cojones", se lamentaba la CIA
Saig¨®n, los mismos olores, los mismos colores y los mismos dolores. Los ni?os gritaban todav¨ªa "hey, Salim" para pedir un cigarrillo mentolado. Se escuchaba el "Eh, you, number one!". Eras, como antes, el n¨²mero uno. Pero algo hab¨ªa cambiado en el paisaje urbano: ya no se ve¨ªan norteamericanos ni se escuchaban sus comunicaciones por radio con voces gangosas en las noches de toque de queda. La ciudad estaba m¨¢s destartalada, empobrecida, con las ratas del mercado m¨¢s lustrosas que nunca. La m¨²sica de jazz hab¨ªa cesado en el ¨¢tico del Rex, donde los oficiales jugaban en las m¨¢quinas tragaperras. Los bares del centro estaban semivac¨ªos, y las putas, miles de putas a las que se les hab¨ªa amontonado el trabajo durante 12 a?os, maldec¨ªan los acuerdos de Par¨ªs porque el acuerdo entre Vietnam del Norte y EE UU (entre Le Duc To y Kissinger, premiados con el Nobel de la Paz) hab¨ªa puesto fin a la guerra m¨¢s larga del siglo.
El sur, presidido por el general Nguyen Van Thieu, vacilante, cat¨®lico ayudado por los astr¨®logos,que siempre prefiri¨® los generales leales a los competentes, que sembr¨® de corrupci¨®n todo lo que le rodeaba, se qued¨® solo. S¨®lo con un mill¨®n de hombres que no cobraban su soldada y que terminaron por negarse a combatir. Por fin, los severos hijos de Ho Chi Minh marchaban hacia el sur, hacia Sodoma a paso de carga.
Las carreteras que conduc¨ªan a la capital estaban atestadas de refugiados. Apenas pudo mi taxi abrirse paso por la carretera hacia la frontera camboyana. Dos generales encargados de la defensa de Saig¨®n fueron hospitalizados por alteraciones nerviosas; as¨ª llamaban ahora al miedo.
En el hotel Continental, el Conti, el escenario de El americano impasible, de Graham Greene, monsieur Loi no ten¨ªa una habitaci¨®n para m¨ª. Esta vez estaba completo. "Le invito a desayunar", me dijo con gesto de resignaci¨®n. Los viejos camareros con el HC grabado en el bolsillo superior espantaban moscas en la terraza donde en 1966 elegimos al corresponsal m¨¢s elegante, un reportero de la CBS. Las sillas de mimbre hab¨ªan amarilleado y una legi¨®n de travestidos, esp¨ªas y chulos, putas, pordioseros, limpiabotas, cambistas, tullidos y ex combatientes con sus botes de coca-cola que ped¨ªan unas piastras para comer, cantaban a coro el ¨²ltimo acto de la tragedia de aquella ciudad por la que nadie daba un c¨¦ntimo. Era el final que se merec¨ªa.
Alquil¨¦ un taxi para dirigirme hacia Tay Ninh, la zona fronteriza con Camboya. A pesar de todo, Saig¨®n segu¨ªa alejada de los cohetes de los nordistas, Tu Duc se puso al volante de un Chrysler de los a?os cincuenta. Los carros de combate del general Thieu aparec¨ªan apostados en los arrozales a pocos kil¨®metros de la capital o entre los bosques de heveas. Los accesos a Saig¨®n, me dec¨ªa el ch¨®fer Tu Duc, estaban minados. "?Cree que el vietcong [los comunistas vietnamitas] me castigar¨¢ por haber servido a los my [norteamericanos]?", pregunt¨® en un alto en el camino. El temor al ba?o de sangre era generalizado. El miedo a la degollina, una idea propagada por el embajador de Estados Unidos, Graham Martin, insomne y enfermo de enfisema, un duro, lo hallaba en todas partes.
No cesaba el flujo de bicicletas,coches y camiones, motos, carretas de bueyes. En mi ¨²ltimo viaje, la ciudad contaba dos millones de habitantes. Ahora eran cuatro o cinco, qui¨¦n sabe. Los refugiados viv¨ªan en las chabolas fabricadas con desechos de los amerloques,los americanos. Se levantaron bidonvilles, ciudades sat¨¦lite con las cajas de raciones o latas de cerveza. Vest¨ªan con las guerreras abandonadas por los soldados de EE UU. S¨®lo hab¨ªa cambiado el color de los cad¨¢veres.
Despu¨¦s de dejar atr¨¢s la base de Bien Hoa, recib¨ª con alivio el verde tierno de los arrozales: los primeros soldados de infanter¨ªa estaban all¨ª, tumbados en sus hamacas, indolentes, con los M16 en el suelo; algunos soldados hac¨ªan autoestop para llegar antes del toque de retreta. Otros tiraban a las acequias los uniformes y desertaban. Los padres de los estudiantes que pagaban al jefe de la caja de reclutas se libraban de ir a filas. Los hijos de Thieu estudiaban en Europa.
?Habr¨ªa batalla por Saig¨®n? El agregado militar de una Embajada europea lo ve¨ªa as¨ª: "Va a ser un blitzkrieg, una guerra rel¨¢mpago, un paseo militar, ya lo est¨¢ siendo. No hay obst¨¢culos de terreno, no hay defensas naturales, pero sobre todo no hay moral para resistir". Cerca de Tay Ninh, los campesinos plantaban arroz y miraban al cielo, para detectar las primeras se?ales del monz¨®n de mayo. El coronel jefe de la regi¨®n militar me recibi¨® en su despacho entre taconazos de sus ayudantes: "El Arvin [Ej¨¦rcito de la Rep¨²blica de Vietnam del Sur] est¨¢ preparado. Habr¨¢ comprobado que nuestras l¨ªneas de defensa son inexpugnables, una l¨ªnea Sigfrido, una l¨ªnea Maginot". Tan in¨²tiles como la Maginot. Quer¨ªa demostrarme que hab¨ªa pasado por la Academia. El coronel negociaba en secreto su salida hacia Estados Unidos o hacia Hong Kong. En Tay Ninh, casi desierta, en un bar, un vietnamita elegante con traje oscuro y alfiler de oro en la corbata de Hermes y sombrero me cont¨® sus cuitas: "Soy due?o de un restaurante en Bayona [Francia] y vengo a rescatar a mi hijo de esto.Me va a costar caro, pero le voy a sacar. Aqu¨ª todo se compra y se vende. S¨®lo mueren los pobres".
En el Ed¨¦n de Saig¨®n, mientras, esperaban a los bo dois del norte, la sala se llenaba para ver MCQ, de John Wayne. "Si busca el sentimiento o la aventura, dec¨ªa el hor¨®scopo, se ver¨¢ usted decepcionado; no estar¨¢ mal que explore sitios nuevos. Utilice nuevas relaciones. Los viejos amigos no le sirven". Los m¨¢s asustadizos cre¨ªan escuchar los gritos de los norvietnamitas a la puertas de la que fue perla del Extremo Oriente. "?Thang loi! ?Thang loi! (?Victoria! ?Victoria!). La capital est¨¢ cercada por el humo. En febrero empez¨® el a?o del gato, el gato que se zampar¨ªa a Thieu, cuyo signo era Thy, el rat¨®n. Anuncio en el Saig¨®n Post subvencionado por la CIA: "Se?orita decente de restaurante de la calle Tu Do quiere compartir negocio con extranjero honrado y casarse si es posible". Casarse era la ¨²nica v¨ªa de escape segura de la ciudad.
La cotizaci¨®n de la piastra estaba por los suelos, 3.500 por d¨®lar.En la terraza del Conti, un mutilado me mostraba su certificado: "Batalla de Quang Tri en 1972. Una mina estalla a mis pies, me quedo sin ellos. Afectuosamente,Tran Noah Minh". Hasta la hora del toque de queda, las nueve de la noche, la ciudad regurgitaba sus mendigos, sus busconas, sus proxenetas. Frente a la Asamblea Nacional, el palacio rococ¨® de la ¨®pera, el ¨²ltimo borracho orinaba sobre el horrible monumento al soldado del sur. Mi hotel, el Palace, que le hab¨ªa ganado la partida al Caravelle y al Majestic, el de Luis Calvo y Oriana Fallaci en otros tiempos, rivalizaba ahora por el t¨ªtulo de Balc¨®n de la Guerra. Desde el ¨²ltimo piso, un ma?tre de cara de luna y ademanes lentos, que hab¨ªa sido disc¨ªpulo en las clases de historia del general Giap, se debat¨ªa en sus problemas: "Como todas la noches langosta thermidor de Vung Tau. ?Mahonesa o vinagreta? Para beber, ?un Riesling del 68, afrutado, con un gran bouquet?". Unas 220 pesetas vale la cuenta. Las chicas del hotel bajaban de la piscina superior con sus biquinis ajustados y sus toallas del Pato Donald. Tras la ofensiva norvietnamita sobre Ban Me Tuot, por donde el emperador Bao Dai, enamorado de la escritora espa?ola Mercedes Salisachs, cazaba el tigre, el castillo de naipes del presidente Thieu se vino abajo. Fue el p¨¢nico, la estampida. Soldados y civiles echaron a correr como a la salida de una discoteca en llamas. Miles de manos ansiosas se agarraban a los helic¨®pteros. Madres suplicantes entregaban al ametrallador de puerta a su hijo reci¨¦n nacido. "Al menos s¨¢lvele a ¨¦l". Un jesuita espa?ol, el padre De Diego, acaba de llegar de Dalat con 190 seminaristas cargados de libros. El camarero del Givral, el caf¨¦ Gij¨®n de la capital, me pregunta si prefiero Vichy o Vitel de importaci¨®n. Al pasar por el cercano restaurante vasco Aterbea, el ma?tre, vestido de pelotari, me advierte: "Van a cortar de un momento a otro la carretera del litoral; todav¨ªa quedan fruits de mer [marisco], aproveche".
En la catedral cat¨®lica, en la plaza que lleva el nombre de quien empez¨® la escalada de esta guerra, el presidente de EE UU John F. Kennedy, los altares est¨¢n repletos de velas. Se han acabado los cirios en las tiendas y los tranquilizantes en las farmacias. Un viejo amigo franc¨¦s, Ortoli, me dice mientras tomamos un past¨ªs en su casa de Tu Do que los comunistas han dado seguridades a los franceses. "No se vayan, no vendan el ganado, aqu¨ª no pasa nada. Todo lo que hemos conseguido es retrasar esto 30 a?os", dijo resignado.
El general Minh, apodado El Gordo, el que derrib¨® al dictador Diem, malquisto de los norteamericanos, esperaba esta oportunidad. "Os dimos todo lo necesario para luchar, salvo los cojones", se lamentaba un agente de la CIA. El presidente Thieu anunci¨® su dimisi¨®n y se fue cargado de maletas de oro y d¨®lares. "Hab¨¦is sido cobardes, crueles e inhumanos", acus¨® a los estadounidenses. Un m¨¦dico espa?ol, el toledano Ortiz Villajos, que resid¨ªa en Vietnam desde hac¨ªa a?os, profesor de Hematolog¨ªa en la universidad local, se neg¨® a tomar plaza en el ¨²ltimo helic¨®ptero. "No se preocupen por m¨ª. No puedo abandonar a mis enfermos".
Los buques de la VII Flota esperaban fondeados en la costa, el Okinawa, el Enterprise, el Coral Sea, el Midway, el Hancock. La evacuaci¨®n estaba en marcha. "Toma nota", me dijo Ennio Careto, hoy en el Corriere, entonces enviado especial de La Stampa, tenemos la clave para la evacuaci¨®n, atento a la se?al. En la Radio de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos sonar¨¢ la canci¨®n de Bing Crosby (Sue?o con unas navidades blancas) precedida del bolet¨ªn meteorol¨®gico: "105 grados Fahrenheit y la temperatura en alza. Nos dan tres horas para llegar a los helic¨®pteros". Los periodistas japoneses del hotel nos esperaban ansiosos. Un peque?o problema filarm¨®nico. No se sab¨ªan ni la letra ni la m¨²sica de la canci¨®n de Bing Crosby. Se quedaron 127 periodistas, pero tampoco pudieron transmitir cortadas las comunicaciones. No hubo navidades blancas porque aquello fue el caos. Ya hab¨ªan despegado, en medio de la confusi¨®n, los helic¨®pteros Jolly Green Giants de la azotea de un bloque de apartamentos del centro de la ciudad, el s¨ªmbolo de la derrota con el embajador Mart¨ªn, que llevaba la bandera de las barras y estrellas plegada bajo el brazo. Los que no pudieron partir lloraban de rabia.
Las calles adyacentes se cubrieron de holl¨ªn. A toda prisa la CIA hab¨ªa procedido a quemar archivos enteros, pero olvidaron borrar informaci¨®n confidencial de la memoria de los ordenadores. Algunos funcionarios norteamericanos lloraron por los vietnamitas, sus amigos y aliados abandonados al pie de los helic¨®pteros. Otros, junto al gigantesco tamarindo, al borde la piscina lo celebraban con champa?a franc¨¦s. Cantaban: "Volvemos a casa en los p¨¢jaros de la libertad. Dududuba. No volvemos a casa envueltos en sacos de pl¨¢stico. Dududada, dududada".
Entraron sin resistencia los blindados del norte que rodaron sobre unas calles desiertas hacia el palacio presidencial de Saig¨®n. Derribaron la cancela. Entr¨® el coronel Bui Tin, del servicio de prensa norvietnamita. Le esperaba el general Minh, El Gordo:
-Le entrego el poder -dijo al comunista.
-Aqu¨ª no hay transferencia de poder. Su poder no existe. No puede entregarme algo que usted no posee -respondi¨®.
El general Minh volvi¨® a su jard¨ªn para cuidar de sus orqu¨ªdeas y Saig¨®n pas¨® a llamarse Ciudad Ho Chi Minh.
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