Hecatombe
He mirado de reojo el prematuro cartel de la Feria de San Isidro y no resisto la tentaci¨®n de hablar de este asunto, que tiene su importancia. Hay algo que resiste a mi comprensi¨®n: que, precisamente, se celebren las corridas en una ¨¦poca del a?o de tan inestable pron¨®stico meteorol¨®gico. De antiguo se conoce que la primavera madrile?a es vers¨¢til, imprevisible y enemiga de los festejos al aire libre. La lluvia, tan buena para los campos y tan codiciada en los embalses, y el viento, que orea el ambiente ciudadano, son una segura y previsible amenaza para ese acontecimiento.
Sin embargo, sordos a la fatalidad clim¨¢tica, a?o tras a?o tiene lugar esa prolongada hecatombe que parece traer sin cuidado a los promotores y acarrea p¨¦rdidas y contrariedades, tanto a los empresarios como a los diestros y al p¨²blico. Ah¨ª la tienen, terne, invariable.
La afici¨®n crece y ello se confirma viendo el amplio coso de Las Ventas pr¨¢cticamente lleno cada d¨ªa, aunque el precio de las localidades en taquilla se aproxime -no lo olvidemos- al de las entradas, a pie firme, para escuchar a una estrella del rock o lo que est¨¦ m¨¢s de moda. Se ponen a la venta muy pocas, en gran parte por la satisfacci¨®n de los abonos y por el alto n¨²mero -no desvelado- de los compromisos con autoridades, prensa y dem¨¢s medios, que en un aforo de poco m¨¢s de 20.000 asientos significan un porcentaje considerable. La verdad es que el fen¨®meno de la reventa representa parte bien escasa, lo que ocurre es que el parco n¨²mero de boletos est¨¢ bloqueado por los profesionales que lo vienen haciendo desde hace a?os.
Crece, decimos, la afici¨®n, aunque sea previsible que, antes o despu¨¦s, caer¨¢ un diluvio y si se inicia despu¨¦s del tercer toro, calar¨¢ a los espectadores que, con valeroso estoicismo, desde?ando los riesgos de una pulmon¨ªa o un enconado enfriamiento, acudan a la diaria convocatoria. No les importa que revienten los espesos nubarrones que llegan de la parte de Toledo y sobre el grader¨ªo y la arena descarguen sin remedio una o varias jornadas.
No deja de ser bello y distinto el espect¨¢culo de la plaza completamente abarrotada, con los cielos oscurecidos, mate el brillo de los alamares, aclarada la sangre que mana de la testuz de la bestia, mientras impert¨¦rrita y empapada contin¨²a lo que se llama fiesta y es, m¨¢s bien, un emocionante rito al que asiste, sin entrada, la muerte, segura del astado y posible del lidiador. Frecuento poco Las Ventas, no s¨®lo por la alta aduana de los precios, sino por razones de comodidad. Prefiero, si se tercia, ver las corridas por televisi¨®n, donde se aprecian los detalles que la moviola vuelve a mostrar; nos ilustran los generalmente enterados comentaristas y no sufrimos el humo del puro del aficionado frontero, los rodillazos del tendido superior y las dificultades para escalar esas desmesuradas gradas para rodillas claudicantes. Me gusta el ambiente soleado, el casi permanente murmullo de la multitud, el silencio un¨¢nime en el momento de la verdad, los aplausos y el ventolear de los pa?uelos pidiendo las orejas. Pero tambi¨¦n he apreciado en alguna ocasi¨®n el paisaje inclinado de los paraguas charolados, como una brillante concha de gal¨¢pago que protegiese los ojos vigilantes del aficionado, mientras, all¨¢ abajo, la seda, el percal y el oro se hacen m¨¢s pesados.
Si el d¨ªa es caluroso, algo que entra en las veleidades de la primavera, resulta penoso soportarlo en la zona soleada y, en cualquiera de los casos, el espectador encontrar¨¢ dificultades para alcanzar inopinadamente la salida. Pasar por encima de personas sentadas hasta llegar a las empinadas escalerillas es tarea enojosa, aunque sea de justicia declarar la general cortes¨ªa del p¨²blico con los que intentan la fuga.
La Feria de San Isidro se llevar¨¢ por delante lo m¨¢s del mes de mayo, pues ya en la primera semana comienzan las novilladas. En resumen, la primavera es tan poco taurina como Manuel Vicent, aunque la tenacidad de los aficionados prevalece. Si los toros no se caen a las primeras de cambio, el viento deja en paz a los capotes y muletas y los diestros lo fueran con el estoque, puede decirse que la Fiesta tiene el porvenir asegurado. De fallar la afici¨®n ind¨ªgena, los forasteros mantendr¨ªan la llama, como mi amigo Edward Farrell, presidente de la Pe?a Internacional, que procura hacer compatible su exitoso trabajo profesional con la asistencia a todas las corridas que puede.
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