Brisa marina
Desde Homero, y sin duda m¨¢s atr¨¢s, el viento, en sus distintas modalidades y advocaciones, ha soplado o susurrado o rugido o besado o acariciado (a?¨¢danse a gusto m¨¢s verbos) en la poes¨ªa occidental, insistentemente, y, me imagino, tambi¨¦n en la oriental. La suerte no me depar¨® en mis tiempos escolares un buen profesor de lat¨ªn -y ninguno de griego-, pero ello no impidi¨® que me enamorara desde joven de los nombres de los vientos que animan los versos de Virgilio y que, algunos de ellos, siguen vigentes hoy en romance, aunque en registro culto. Zephyrus, por ejemplo (menos conocido como Favonius), viento del Oeste "que soplaba al principio de la primavera y favorec¨ªa la vegetaci¨®n". En una traducci¨®n de la Odisea me enter¨¦, por los mismos a?os, de que el dios de los vientos, morador de una isla capaz de cambiarse de sitio, se llamaba Eolo y hab¨ªa entregado al atribulado marido de Pen¨¦lope, encerrados en una bolsa, todos los vientos necesarios para su feliz vuelta a ?taca (bolsa desatada, naturalmente, por los impacientes de siempre, y con el desafortunado resultado inevitable). Hermoso mito.
Aquellas brisas antiguas eran inseparables, para la imaginaci¨®n de los que viv¨ªamos en el norte de Europa -v¨ªctimas de lluvias interminables y eternas nubes grises- de los barcos que, con las velas hinchadas, transitaban, hac¨ªa milenios, por el profundo azul de un Mediterr¨¢neo viejo amigo del sol. Nuestro caso no era de ninguna manera at¨ªpico, por supuesto. La fascinaci¨®n del Sur, para muchas generaciones de brit¨¢nicos e irlandeses, ha tenido a menudo su origen en alg¨²n verso latino o griego evocador de cielos relucientes, de bosques zumbando con el serrar de las cigarras.
Me imagino que alguien ha analizado met¨®dicamente la presencia del viento, de los vientos, en la poes¨ªa espa?ola a lo largo de los siglos. En mi propia experiencia de lector es el gran Rub¨¦n Dar¨ªo quien ha cantado m¨¢s fervorosamente las cl¨¢sicas brisas mediterr¨¢neas -las que un d¨ªa inflaron las velas del Argos-, as¨ª como las "azules minas" del Mare Nostrum, tan caras luego a Rafael Alberti. Los aires sure?os corren tambi¨¦n por los versos de Antonio Machado, alguno deliciosamente perfumado, y en Lorca, de quien tenemos, entre otros, el caliente y er¨®tico viento africano personificado por San Cristobal¨®n en Preciosa y el aire y el que, de repente, "vuelve, desnudo, la esquina de la sorpresa" en La casada infiel.
El tema, que da para mucho, me ha sido sugerido por un ventarr¨®n que agitaba no hace mucho el litoral granadino y que, a su vez, me ha hecho pensar en estas otras y ben¨¦ficas corrientes que est¨¢n removiendo actualmente -quisiera creer que exultantes- tanta mustia telara?a nacional, m¨¢s bien eclesi¨¢stica.
Los c¨ªnicos discrepar¨¢n conmigo, ya lo s¨¦, pero entiendo que la tranquilidad hoy imperante, despu¨¦s de los ocho a?os del aznarismo, algo tiene de h¨¢lito primaveral. Como si, digamos, se estuviera tomando al pie de la letra a Paul Val¨¦ry, que apunta, al final de El cementerio marino, tras evocar el panorama que se obtiene desde el camposanto de S¨¨te: "?El viento se levanta! ...?Intentemos vivir!".
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