T¨®cala otra vez, Wolfgang
Tenemos tendencia a dar por supuesto que lo que nos encontramos al nacer existi¨® desde siempre. Para el ni?o peque?o, las costumbres no son instituciones ni modos perceptivos sino leyes del universo. Sin elementos de comparaci¨®n, lo que hay es lo que ha habido siempre. Infantil es, en este sentido, el esp¨ªritu etnoc¨¦ntrico o esa otra variante del desprecio que se aplica en t¨¦rminos de progreso a las versiones anteriores de la propia cultura. Sin perspectiva (sincr¨®nica o diacr¨®nica), nos situamos en un presente perpetuo en el que no cabe plantearse siquiera si lo que existe empez¨® a existir alguna vez, como las cremalleras, los sujetadores, los cristales en las ventanas o las obras de arte.
LA INVENCI?N DEL ARTE. UNA HISTORIA CULTURAL
Larry Shiner
Traducci¨®n de Eduardo Hyde y Elisenda Julibert
Paid¨®s. Barcelona, 2004
476 p¨¢ginas. 29 euros
Y es que entender una obra como "obra de arte" (lo cual es, etimol¨®gicamente, una redundancia), es decir, como un producto cuyo fin es el de ser contemplado y que es capaz de producir un determinado tipo de placer (aquel al que se ha denominado "est¨¦tico") es algo, en realidad, muy reciente y que ha abarcado apenas dos siglos.
Que el arte es un invento del siglo XVIII es lo que Larry Shiner quiere poner de manifiesto en esta historia cultural del arte. No es una idea nueva, pero sin duda no ha sido tratada con suficiente contundencia, pues parece que no nos enteramos. Es cierto que, a nivel general, vivimos en conceptos que digerimos lentamente, de ah¨ª que las transformaciones se produzcan con id¨¦ntica lentitud. Nos acostumbramos, como los ni?os. Por eso es bueno que alguien venga a contarnos c¨®mo fue aquello del invento del arte, c¨®mo se construy¨® el concepto de artista, por qu¨¦ y para qu¨¦. Remontarse a las fuentes de los hechos concretos es, sin duda, la ¨²nica manera, aunque imperfecta, de salvarnos de las ideas preconcebidas.
Es un hecho, por ejemplo, que, en el viejo sistema del arte, que estuvo vigente hasta entrado el siglo XVII, las obras se hac¨ªan por encargo. Que quienes las encargaban prescrib¨ªan el tama?o, la forma y los materiales, o la duraci¨®n y el modo si se trataba de m¨²sica, el tema y la extensi¨®n, si de literatura, y que el precio estaba determinado por el grado de dificultad, el tiempo y la reputaci¨®n de la escuela. Que no hab¨ªa diferencia, entonces, entre las artes. Que la separaci¨®n de algunas artes, que se calificaron de "bellas", de los dem¨¢s oficios artesanales se dio en el XVIII, al tiempo que la idea de gusto (utilitario y sensorial) fue reemplaz¨¢ndose por la idea de lo est¨¦tico (de car¨¢cter m¨¢s intelectual) y fue cre¨¢ndose un p¨²blico acorde con las nuevas instituciones del museo, la sala de concierto y los viajes "tur¨ªsticos". Que el "buen gusto" lo detentaba, por supuesto, una ¨¦lite (de ¨¦l estaban exentos los trabajadores, las mujeres y los individuos no occidentales).
Es un hecho que las instituciones tienen su historia y que ¨¦sta nunca fue inocente. El museo, por ejemplo: cuando en 1793, la comisi¨®n revolucionaria decidi¨® almacenar en un ala del palacio del Louvre las obras incautadas a la nobleza y los botines de conquista, lo hizo entendiendo s¨®lo a medias la fuerza neutralizadora del museo: al exponerlas en ¨¦l, no s¨®lo se exorcizaba el signo mon¨¢rquico o religioso de dichas obras sino que, al hacerlo, el museo hac¨ªa arte: transformaba en arte unos objetos que en su contexto ten¨ªan una finalidad bien concreta. Los uniformizaba situ¨¢ndolos en una misma categor¨ªa, la de objetos para ser contemplados. Instituir el arte no parece que fuera tanto un paso hacia la educaci¨®n del pueblo, como quisieron pensar los revolucionarios franceses, como una respuesta m¨¢s a la necesidad que tenemos de establecer jerarqu¨ªas, incluso y sobre todo justo cuando acabamos de abolirlas: cuando se erradic¨® la nobleza se sacraliz¨® a los artistas; cuando se rechaz¨® el cristianismo, se abraz¨® el arte. Poco a poco el museo vino a ser el templo en el que los artistas aspiraron a situar sus obras, que ya no ten¨ªan otra finalidad que la de ser contempladas. El arte, entonces, empez¨® a hablar de s¨ª mismo, cosa que no ha acabado de hacer a¨²n en nuestros d¨ªas.
Una desafortunada consecuencia de la divisi¨®n entre arte y artesan¨ªa (una divisi¨®n arbitraria que ser¨ªa incapaz de comprender un individuo de otra cultura que no hubiese asumido los patrones conceptuales de Occidente) y del encumbramiento del primero en detrimento de la segunda, es entender en t¨¦rminos de "arte primitivo" aquello que, al contrario que las bellas artes, existi¨® desde siempre: un hacer en el que se aunaba el placer de la forma con la satisfacci¨®n de la obra bien hecha de acuerdo con un fin. Dec¨ªa al principio que el etnocentrismo es un estado infantil. Tambi¨¦n puede serlo el multiculturalismo. Ciertamente, "el verdadero multiculturalismo no consiste en incorporar unos pocos ejemplos japoneses o africanos en nuestro arte, nuestra m¨²sica o nuestras antolog¨ªas literarias, sino en aprender de otras culturas las limitaciones de nuestras categor¨ªas tradicionales".
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.