Henry Fonda: un legado americano
Se cumplen 100 a?os del nacimiento del fundador de una dinast¨ªa de grandes actores, que fue uno de los inmortales de Hollywood
Henry Fonda, del que el pasado lunes se cumpli¨® el centenario de su nacimiento, a justo t¨ªtulo reconocido como uno de los inmortales del cine y la clase de actor cuyas pel¨ªculas se seguir¨¢n viendo indefinidamente, fue la m¨¢s privada de las estrellas, aquella a la que el p¨²blico americano convirti¨® en un icono, sin que ¨¦l lo previera, lo deseara o lo procurara.
En uno de los m¨²ltiples homenajes que se le rindieron a su edad madura, como apunta Jos¨¦ de Diego en Henry Fonda: un h¨¦roe infeliz (T&B Editores), alguien lo proclam¨® parte del legado de Estados Unidos a la humanidad, una muestra de sus bienes ra¨ªces, o, como dijo Orson Welles, el rostro de Am¨¦rica. Y todo ello probablemente se debi¨® al tramo de la historia que le toc¨® vivir, y a una pel¨ªcula en la que encarn¨® el gran descalabro del sue?o americano: Las uvas de la ira, de John Ford (1940), basada en la novela del mismo t¨ªtulo de John Steinbeck, en la que era Tom Joad, el paterfamilias que recorre con su gente el horizonte esquel¨¦tico y polvoriento de los a?os de la Depresi¨®n. Un descalabro matizado, puesto que una cinta de Ford no pod¨ªa precintarse contra la esperanza, y el final nos hac¨ªa suponer que su tenaz peregrinaje acabar¨ªa por imponerse al paisaje desolado que con los suyos atravesaba.
Fue durante toda su carrera una mirada trasl¨²cida, muy anglosajona
En cada interpretaci¨®n era a la vez ¨¦l y todos los personajes que le hab¨ªan precedido
Fonda fue durante toda su carrera una mirada trasl¨²cida, muy anglosajona, la del que ve algo que los dem¨¢s no siempre pueden ver; la del coronel Thursday en Fort Apache (1948), que, quiz¨¢, se imaginaba en Poitiers luchando junto a Carlos Martel en defensa de la civilizaci¨®n cristiana, o en Agincourt, con los arqueros sajones haciendo frente a la caballer¨ªa feudal francesa, cuando, en realidad, ten¨ªa ante s¨ª al indio Cochise que hablaba con Pedro Armend¨¢riz en espa?ol; o la de Wyatt Earp, en Pasi¨®n de los Fuertes (1946), ambas pel¨ªculas de Ford, donde el sheriff ve con melancol¨ªa como se extingue su mundo en el O. K. corral.
Una mirada y una formidable econom¨ªa expresiva como en Falso culpable (Alfred Hitchcock, 1956), donde se ve¨ªa abrumado, sin perder por ello ni un ¨¢pice de su dignidad, por la acumulaci¨®n del mayor n¨²mero de err¨®neas certezas que jam¨¢s el cine haya congregado; o en El Fugitivo (de nuevo Ford, 1947) donde era un improbable sacerdote mexicano, en el que el miedo le nac¨ªa en los ojos para anegarle el alma.
Una mirada, una econom¨ªa expresiva y aquella tercera condici¨®n que s¨®lo se da en especial¨ªsimos animales de la pantalla: su capacidad para irse cargando de cine, de forma que, como su gran amigo James Stewart, era en cada interpretaci¨®n a la vez ¨¦l y todos los personajes que le hab¨ªan precedido. Otras grandiosas estrellas como Bogart se apoderaban del personaje haci¨¦ndolo ¨²nico y s¨®lo suyo, mientras que Fonda se amueblaba a cada ocasi¨®n con su propia filmograf¨ªa. As¨ª le vemos en El estanque dorado (1981, Mark Rydell) como muestra y compendio de toda su obra, el ciudadano liberal, generoso pero hura?o, que se opone al racismo, la intransigencia, la caza de brujas, las familiaridades excesivas, o la expresi¨®n desmelenada de la emoci¨®n; de nuevo era el suyo el rostro que le gustar¨ªa creer que posee a una cierta Am¨¦rica que se halla entre la urbanidad de Nueva Inglaterra y la ruralidad del Medio Oeste. Parece como si el Fonda actoral y el Fonda personal se fundieran en una sola imagen, al final de una carrera intensamente privada, dos hijos, y cinco matrimonios.
Henry Fonda habit¨® todos los escenarios f¨ªlmicos, aparte de los teatrales que probablemente siempre prefiri¨®, pero se ilustr¨®, ¨¦l, que curiosamente era un actor mucho m¨¢s qu¨ªmico que f¨ªsico, sobre todo en el Oeste, con las citadas Fort Apache, Pasi¨®n de los fuertes, as¨ª como Cazador de forajidos (Anthony Mann, 1957) o Los desbravadores (Burt Kennedy, 1965), y tambi¨¦n en la II Guerra. No, en general, en pel¨ªculas de guerra, sino muy espec¨ªficamente en ese conflicto.
Como guerrero vade¨® las playas de Normand¨ªa (El d¨ªa m¨¢s largo, 1962) donde hace de general Roosevelt -de los Roosevelt de Theodore, Teddy, no Franklin- apoy¨¢ndose en un bast¨®n que seguramente necesitaba a sus 57 a?os tanto como el propio personaje; y las nieves del crudo invierno segoviano, donde se rod¨® La Batalla de las Ardenas (Ken Annakin, 1965), historia en la que s¨®lo su mirada fue capaz de darse cuenta de que los alemanes estaban a punto de lanzar su ¨²ltima contraofensiva.
Aunque haya sido merecidamente actor para todas las ¨¦pocas y ocasiones, fue muy especial inquilino de ese gran conflicto mundial, de forma que el paso de los a?os y de las guerras acab¨® por dejarle un poco trasmano. Como muchos de sus personajes, pertenec¨ªa a un tiempo de convicciones, al combate contra el b¨¢rbaro nazi o el avieso japon¨¦s en versi¨®n de Hollywood. Nadie pod¨ªa dudar de lo respetable de su causa, e incluso cuando esa fragilidad testaruda con que blindaba a sus personajes de acci¨®n se traduc¨ªa en cobard¨ªa, como en Sargento inmortal (John M. Stahl, 1943), todo acababa con la regeneraci¨®n del personaje. Incluso cuando en sus ¨²ltimos tiempos, lo sacaron en alg¨²n spaghetti como El hombre que mat¨® a nadie, transformado en villano, no pod¨ªa carecer de cualidades que redimieran al personaje.
El tiempo, en cualquier caso, de la II Guerra y su m¨¢s pr¨®xima secuela, Corea, pas¨®, y con Vietnam tuvo que aparecer otro tipo de actor, otra clase de angustia,como Tom Cruise en Nacido el 4 de julio, (Oliver Stone, 1989) o Robert de Niro (El cazador, 1978). El patriarca de los Fonda fue actor de una sola guerra.

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