La moral del fracaso
Resulta ya un lugar com¨²n reivindicar la modernidad del Quijote, aunque a menudo el t¨¦rmino modernidad signifique en la pluma de muchos meramente "actualidad": el repertorio de personajes, de situaciones y de problemas que el libro contiene ser¨ªa v¨¢lido en todo tiempo y lugar. Esta influencia pasiva petrifica a la vez al libro y a sus lectores. Si su problem¨¢tica es "eterna", si el mito del Quijote condensa e irradia a trav¨¦s de los siglos y de las culturas un sentido transparente y siempre id¨¦ntico a s¨ª mismo, resulta superfluo e incluso anacr¨®nico exaltar su modernidad; en la esfera del mito, el tiempo no existe.
La modernidad de un texto se evidencia cuando, mucho tiempo despu¨¦s de su aparici¨®n, lectores sucesivos van descubriendo en ¨¦l aspectos que justamente la omnipresencia estilizada del mito contribu¨ªa m¨¢s a relegar en una discreta penumbra que a exhibir en un primer plano. La modernidad de un texto literario va desentra?¨¢ndose de a poco, desenvolvi¨¦ndose con parsimonia a lo largo de los siglos, en los que renovadas generaciones de lectores, cotejando el texto con su propia experiencia, lo descubren af¨ªn a ella. No lo leen como un mensaje misterioso llegado desde el fondo de los tiempos, sino como una letra viva y presente, en la que se proyectan sin esfuerzo, con una deliciosa familiaridad que se distingue de todo exotismo.
M¨¢s que un talism¨¢n, el Quijote fue para Flaubert, Dostoievski y Kafka un instrumento: puls¨¢ndolo con inteligencia encontraron los sonidos que estaban esperando para desplegarse
La eterna actualidad es, en cierto sentido, la raz¨®n de ser primera del mito. En cambio, pasada la exaltaci¨®n del primer encuentro, la selva enmara?ada del texto exige de quien se interna en ella una exploraci¨®n m¨¢s cuidadosa, una segunda reflexi¨®n que instituye su modernidad. Esa segunda reflexi¨®n, o lectura si se prefiere, termina por cambiar el texto original, el que escribi¨® Cervantes en este caso a principios del siglo XVII, transformando su supuesta inmutabilidad m¨ªtica en una fuente inagotable de sugerencias que han inspirado mil caminos fecundos para el arte narrativo que, en 1605, el Quijote inaugura (plasmando desde luego varias l¨ªneas narrativas ya existentes en la literatura espa?ola, o de otros idiomas). Los que, un poco ingenuamente, se presentan cada a?o con presuntas revelaciones sobre el libro o sobre el autor, muchas de las cuales ya hab¨ªan sido refutadas el a?o anterior, parecen ignorar que la novedad de un relato no reside en la historia que cuenta, ni en los elementos autobiogr¨¢ficos que fatalmente incorpora, sino en las estructuras narrativas mismas, que son las que aprehenden, y no los discursos o las declaraciones, el universo a partir del cual (y sobre el cual) el narrador escribe. Desbrozando poco a poco la complejidad narrativa del Quijote, sobre todo a partir del siglo XVIII, la historia del relato occidental ha ido estableciendo la modernidad sucesiva, podr¨ªa decirse, de Cervantes.
En esa historia, son sobre todo los grandes renovadores los que la reivindican. En el siglo XVIII, por ejemplo, momento fecundo de la narrativa inglesa, dos narradores tan opuestos como Fielding y Sterne; para el primero es el modelo ¨¦pico-c¨®mico convencional lo que predomina, pero, en el caso de Sterne, es posible afirmar que, en la evoluci¨®n de la narrativa europea Tristram Shandy es un jal¨®n a partir del cual todas las pautas del relato han sido modificadas. La intriga perpetuamente diferida en el libro de Sterne proviene de las dilaciones constantes del Quijote entre aventura y aventura, y el tema mismo del libro, el nacimiento del h¨¦roe, pero la noche anterior a su advenimiento, asestan el golpe de gracia a la epopeya, moribunda justamente a causa del vapuleo escrupuloso administrado sin contemplaciones por el propio Cervantes.
A mediados del siglo XIX, dos
estrictos contempor¨¢neos, que escribieron al mismo tiempo, marcaron durante d¨¦cadas la novela e incluso el pensamiento europeos: Flaubert y Dostoievski (dicho sea entre par¨¦ntesis, los dos tuvieron una influencia decisiva sobre Kafka, pero tambi¨¦n sobre Thomas Mann, sobre Conrad, sobre Faulkner, y Flaubert particularmente, sobre Proust y Joyce; podr¨ªa rastrearse en esa filiaci¨®n la influencia del Quijote hasta mediados del siglo XX). Por extra?o que parezca, dos concepciones tan opuestas del relato reivindican a la vez la influencia de Cervantes. Ciertos personajes dostoievskianos son de filiaci¨®n quijotesca, como el pr¨ªncipe Mishkin o Aliocha Karamasov (entre varios otros), y la ardiente noche sevillana en la leyenda del Gran Inquisidor despierta inmediatamente ecos cervantinos. De Flaubert podemos decir que escribi¨® en cierta manera la tercera parte del Quijote: Bouvard y P¨¦cuchet. Los dos copistas, f¨ªsicamente contrastados como don Quijote y Sancho, deciden poner a prueba todo el saber humano, cient¨ªfico, t¨¦cnico y filos¨®fico, de la misma manera y con los mismos resultados que sus predecesores manchegos lo hab¨ªan hecho con la hormigueante humanidad que cruzaban en ventas, en castillos, en montes o en caminos.
La influencia de Flaubert y de Dostoievski en la cultura europea en el ¨²ltimo tercio del siglo XIX y el primero del XX es inmensa. En Kafka, por ejemplo, aunque se la conozca algunas d¨¦cadas m¨¢s tarde, s¨®lo es comparable a la de Cervantes. Marthe Robert establece un paralelo convincente entre El castillo y Don Quijote. Pero, aparte de esa comparaci¨®n sistem¨¢tica, en los diarios de Kafka y en muchos de sus textos breves, la presencia expl¨ªcita o impl¨ªcita del Quijote es constante. Varios de los breves ap¨®logos de La muralla china aluden a ¨¦l, y aun cuando la glosa no es directa, como en La partida por ejemplo, sentimos de inmediato la intensa afinidad. La r¨¦plica que concluye el texto: Mi meta es salir de aqu¨ª, le va como un guante a Alonso Quijano, que est¨¢ todo el tiempo dispuesto a lanzarse compulsivamente por los caminos, incluso despu¨¦s de haber padecido las peores adversidades.
Aunque para Joyce el h¨¦roe ideal es Ulises, cuando ante un interlocutor que tuvo la astucia de anotarlo, exalt¨® su superioridad ante otras figuras literarias, Hamlet y el Quijote aparecen en primer lugar, y s¨®lo despu¨¦s cita a Fausto, Don Juan o Dante. Es de hacer notar que, en esa lista, ¨²nicamente don Quijote es un personaje estrictamente literario, la creaci¨®n personal de un individuo, y no una figura m¨ªtica forjada por la imaginaci¨®n popular a lo largo de los siglos. Pero es junto a esas figuras que Joyce lo coloca, como si don Quijote hubiese surgido, no de la pluma de un escritor, sino como Ulises, o Fausto o Hamlet, del fondo de la imaginaci¨®n colectiva.
Los escritores de la generaci¨®n perdida, Hemingway, Dos Passos, Caldwell, Steinbeck, admiraban por cierto a Cervantes, pero el m¨¢s genial, William Faulkner, declar¨® una vez: "Leo el Quijote todos los a?os, como otros leen la Biblia. En cada uno de sus libros hay un Quijote; Byron Bunch en Luz de agosto, Horace Benbow en Santuario, el periodista flaqu¨ªsimo de Pylon, que se asemeja al h¨¦roe de Cervantes incluso f¨ªsicamente, Gavin Stevens en Intruso en el polvo, y as¨ª sucesivamente. Podr¨ªamos decir que la obra entera de Faulkner es una larga y fulgurante meditaci¨®n sobre el tema cervantino del ideal y de su desastrosa puesta a prueba por la realidad.
Es posible entonces afirmarlo
sin vacilar: a partir del siglo XVIII, en cada uno de los momentos renovadores e incluso art¨ªsticamente revolucionarios de la narrativa occidental, el Quijote fue redescubierto y rele¨ªdo. Tal es la prueba irrefutable de su modernidad, viviente y fecunda. M¨¢s que un icono o un talism¨¢n, el Quijote ha sido para esos grandes artistas un instrumento, en el sentido musical del t¨¦rmino; puls¨¢ndolo con inteligencia y rigor, supieron encontrar en las infinitas cuerdas del texto los sonidos secretos que estaban esperando el momento adecuado para desplegarse. El Quijote no solamente inaugura una nueva materia narrativa, que siguen amasando sin cesar los narradores que lo sucedieron, sino tambi¨¦n una serie de temas, que si bien no eran todos novedosos en el momento en que Cervantes los utiliz¨®, s¨ª lo eran para la forma narrativa en prosa: la progresi¨®n dif¨ªcil del h¨¦roe, por ejemplo, que encuentra su plena expresi¨®n en la obra de Kafka, o la descripci¨®n de situaciones realistas que son transformadas por la imaginaci¨®n del h¨¦roe en escenas fant¨¢sticas, como el cap¨ªtulo de los molinos de viento, y pr¨¢cticamente de cada una de las aventuras de don Quijote. Por primera vez, es la realidad inmediata el objetivo del relato, y no el mundo ideal lo que interesa al narrador.
Pero la gran conquista para la modernidad que aporta el Quijote, es la moral del fracaso. Alonso Quijano es el primero en la estirpe de los h¨¦roes novelescos que, sabi¨¦ndose condenados a la derrota, salen no obstante a medirse con el mundo. Esa mentalidad anti¨¦pica es el rasgo com¨²n a todos los personajes que cuentan en la novela moderna, desde Werther y Juli¨¢n Sorel, pasando por Raskolnikov, Bouvard y P¨¦cuchet, Lord Jim, Joe Chritsmas, Brausen, Philip Marlowe, etc¨¦tera. Tan profunda es la huella que en ese sentido ha dejado el Quijote en nuestros siglos atormentados, que, salvo dos o tres casos especiales, toda excepci¨®n a las reglas de esa moral sonar¨¢ siempre como un error de estilo o una vana supercher¨ªa.
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