En busca del arca perdida
Estas reflexiones, si es que lo son, nacen de un art¨ªculo de Gustau Mu?oz, Cap a un final d'¨¦poca?, publicado en el n¨²mero de abril de la revista Car¨¤cters. Ni lo completan ni lo cuestionan, pero quieren insistir en un hecho que a veces pasa desapercibido, y que no es otro que la colaboraci¨®n de muchos artistas e intelectuales de cierto post¨ªn en la ef¨ªmera consolidaci¨®n de do?a Consuelo Ciscar y de su equipo como garantes culturales de una pol¨ªtica que desde el principio se presum¨ªa infame, durante las dos primeras legislaturas presididas por Eduardo Zaplana. ?Realmente la ex mandam¨¢s del Consorcio de Museos lanz¨® a diestro y siniestro ofertas que nadie pod¨ªa rechazar? Es muy posible. Pero a¨²n as¨ª queda en pie la pregunta, entre insidiosa e inquietante, acerca de sus condiciones de posibilidad.
Conviene no olvidar que nada se le pod¨ªa negar sin correr el peligro de vegetar en el infierno de las tinieblas exteriores
Escribo esto a sabiendas de tratar de uno de los episodios culturales m¨¢s tristes de nuestra historia reciente. Pero hay que decir que para consumar una estafa se requiere, al menos, de dos intervinientes: el que se dispone a sacar provecho mediante sus argucias de trilero y el que no desde?a obtenerlo si se pliega a sus deseos. La clave del despilfarro irresponsable que caracteriz¨® la ¨¦poca gloriosa de Consuelo Ciscar no reside ¨²nicamente en su fren¨¦tica necesidad de hacerse pasar por la Sara Montiel de las artes valencianas, sino en la envergadura de los artistas e intelectuales de pasado honorable a los que consigui¨® ganar para su causa. Y aqu¨ª conviene no olvidar que, viniendo de donde ven¨ªa la tal se?ora y estando emparentada con quien lo estaba (nada menos que el mu?idor de la victoria del pep¨¦ valenciano frente a los socialistas), nada se le pod¨ªa negar sin correr el peligro de vegetar en el infierno de las tinieblas exteriores. A lo que se a?ad¨ªa la certidumbre de que si la victoria de la derecha iba para largo, lo que conven¨ªa era dejarse llevar por la corriente y dejar para otro momento, que ya nunca existir¨¢, la fidelidad a las propias convicciones olvidadas.
Estoy persuadido de que nadie se enga?¨® acerca de las motivaciones verdaderas de las apasionadas politiquer¨ªas de esa se?ora, tan aficionada en el territorio del arte como en su propensi¨®n a salir en las fotos, pero tambi¨¦n de que muchos hicieron como que el asunto iba muy en serio. Y tan en serio. Artistas pl¨¢sticos que jam¨¢s habr¨ªan desbordado la audiencia del respetable barrio de Russafa se vieron de pronto en Sao Paulo con todos los gastos pagados, cuando no exponiendo en un s¨®tano infecto de Nueva York a la mayor gloria de una cultura valenciana que, encima, cre¨ªan no s¨®lo representar sino tambi¨¦n personalizar. Esta especie de pasi¨®n por los viajes, un tanto a la manera del Inserso, por m¨¢s que resten todav¨ªa miles de facturas impagadas a cuenta del transporte de los bodrios destinados a exponerse en los tr¨®picos, ha arruinado para siempre la carrera de m¨¢s de un pl¨¢stico que cre¨ªa triunfar, de la mano de su jefa, all¨ª donde precisamente se consumaba su fracaso.
Se pueden contar con los dedos de una mano los artistas que se negaron a colaborar en esa ficci¨®n de cat¨¢logos majestuosos, viajes organizados, presencia internacional fingida y otras argucias que iban alimentando la profusi¨®n fotogr¨¢fica (de la que bien podr¨ªa hacerse un demoledor estudio) de la jefa del asunto. Y tampoco ni se sabe del todo si quienes no figuraron en n¨®mina no llegaron a ser invitados seriamente. A fin de cuentas, el reto apasionante de Consuelo Ciscar pod¨ªa permitirse el lujo de prescindir de uno de cada cinco artistas significativos, a condici¨®n de contar con la complicidad de los otros cuatro.
El alma humana, propensa o no a vivir del arte, es contradictoria y a menudo parad¨®jica. Si la se?ora de las artes eligi¨® a los pl¨¢sticos para adjudicarse el relumbr¨®n del que carece es porque muchos de ellos eran bastante conocidos. Casi todos aceptaron bailarle el agua, transmutada ya en una oscura ci¨¦naga. Que yo sepa, ninguno de esos alegres viajeros de pronto internacionales consider¨® ni por un momento que estaban viviendo de los impuestos de quienes, en efecto, pagamos nuestros impuestos. Antes al contrario, percibieron la situaci¨®n como quien se regocija de que al fin alguien, si es posible con los presupuestos p¨²blicos como garant¨ªa de sus ambiciones, reconoc¨ªa como es debido un trabajo creativo de muchos a?os. ?Es preciso sugerir que esa actitud miserable basta para desautorizarlos como artistas? No en todos los casos. Pero s¨ª hay que se?alar que se apresuraron a correr detr¨¢s de una liebre mec¨¢nica que al final perdi¨® cr¨¦dito, resuello y credibilidad. Las facturas de una y de otros las seguimos pagando todos.
El misterio es entender por qu¨¦ tantos artistas e intelectuales estaban persuadidos, al mismo tiempo, de merecer una suerte mejor y de que su golpe de suerte estaba subordinado a los preciados antojos de una persona pol¨ªtica que jam¨¢s hizo nada ajeno a su propio beneficio. Y si hablo hasta ahora de artistas pl¨¢sticos es s¨®lo por no enredar m¨¢s el asunto. Conozco bien el mundo de la escena, me parece, y puedo asegurar, que ninguno de sus representantes m¨¢s o menos corporativos habr¨ªa desde?ado ocupar el lugar decorativo que finalmente se le asign¨® a Irene Papas. Antes al contrario, casi todos los artistas de la escena creen reunir con holgura los m¨¦ritos que acreditar¨ªan el desempe?o de una funci¨®n semejante, y a¨²n de mayor envergadura.
Queda, entre otros muchos, un misterio por dilucidar. Por arrebatadora que fuera la pasi¨®n de Consuelo Ciscar hacia las artes pl¨¢sticas, necesitaba, adem¨¢s del cuantioso presupuesto y de salir en las fotos (siempre una piernecita delante y otra detr¨¢s), de alguien, incluso de alguienes, que le escribiera no ya los estrafalarios textos de los lujosos cat¨¢logos para la ocasi¨®n expositora, sino los todav¨ªa m¨¢s incongruentes textos de presentaci¨®n de sus numerosas argucias. A esta pobre mujer se le ha forzado a citar a Beckett, del que lo ignora todo, cuando as¨ª conven¨ªa, a ensalzar a un Francis Bacon ante el que se espantar¨ªa de encontr¨¢rselo en su casa a media tarde, a mencionar a Arist¨®teles como si tomara caf¨¦ a la griega con ¨¦l todos los d¨ªas, adem¨¢s de a pronunciar en vano, como todo lo que ha hecho en el terreno p¨²blico, el apellido de Walter Benjam¨ªn como si se tratara del r¨®tulo de esa botellita de champ¨¢n unipersonal. M¨¢s que pasi¨®n, lo suyo fue ceguera, meterse en un jard¨ªn cuyas claves se le escapaban. Aunque no lo bastante como para ignorar que la falta de cultura se suple con echar mano del talonario a treinta, sesenta o noventa d¨ªas. Esa era, en resumen, su funci¨®n. Estoy seguro de que lo hizo lo mejor que pudo. Incluso creo que se esforz¨® realmente por entender algo de lo que nada sab¨ªa. Incluso espero que a fuerza de echarse fotos con figuras de renombre haya aprendido, al menos, que, en efecto, hay personajes de renombre, entre los que ella, por fortuna, ya no figura. Yo, en su lugar, demandar¨ªa por la v¨ªa judicial, y cuanto antes, a los cantama?anas de la alta cultura que le pasaron a la firma semejante colecci¨®n de est¨²pidas fanfarrias. A fin de cuentas, no dejar¨ªa de ser una buena terapia para sus delirios interpuestos. Porque, como ha sucedido en otras cat¨¢strofes de la historia, la ambici¨®n de la impostura precisa del concurso de c¨®mplices -an¨®nimos y en n¨®mina- para ejecutarse. Es posible que las palabras, ciertas palabras, ya no maten directamente. Pero aturden al ciudadano, y de manera muy notable, respecto de la intenci¨®n que las anima.
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