Penny Lane
En el descanso, una hilera de fantasmas lleg¨® al vestuario del Liverpool. Eran los chicos de Rafa Ben¨ªtez: con los ojos hundidos, los tobillos al rojo y la musculatura de trapo buscaban desesperadamente un rinc¨®n para caerse muertos o, a¨²n mejor, una raz¨®n para respirar.
?Una raz¨®n, dec¨ªamos? Aquellos hombretones de color p¨²rpura, heridos en el pellejo y en el amor propio, no ten¨ªan el cuerpo para reprimendas, consignas o proclamas cuarteleras: ¨²nicamente estaban dispuestos a escuchar las verdades del confesor. Los goles del Milan hab¨ªan sido tres ca?onazos de cloroformo: el primero les abland¨® las piernas y el segundo les pinch¨® el fuelle. El tercero, tan medido, tan lento y tan sedoso, fue la gracia del verdugo. Con ¨¦l mataban al moribundo.
Rafa numer¨® a sus once cad¨¢veres, comprob¨® que s¨®lo esperaban el permiso para desplomarse y se dijo que esta vez no podr¨ªa resolver el problema con el frasco de sales. Ser¨ªa preferible acudir a la primera p¨¢gina del libro de oraciones, ¨¦sa que sirve indistintamente para resucitar o para certificar la defunci¨®n.
Tard¨® menos de un minuto en urdir un plan: estaba claro que, muy pagado de su equipo de dise?o, el Milan se hab¨ªa movido por el campo sin un solo s¨ªntoma de apremio ni de fatiga muscular. Hab¨ªa tarareado el juego con una autoridad rayana en la indiferencia, como un viejo profesor de conservatorio repasa la partitura del d¨ªa. Al final de cada estrofa, chin-pon, recitaba un gol.
Rafa organiz¨® el oportuno corrillo, hizo un gesto de proximidad y pidi¨® atenci¨®n.
-A ver, muchachos: a este ritmo pueden endosarnos dos o tres goles m¨¢s. Tenemos que hacer algo-, dijo sin aspavientos.
En la jerga de los atletas y los insurrectos, hacer algo significa salirse del discurso tradicional. Habr¨ªa que apretar las l¨ªneas, las nalgas y los dientes para sacar el partido del carril.
Gerrard, Xabi, Luis Garc¨ªa, Riise y Traor¨¦ comprendieron inmediatamente el mensaje, as¨ª que intercambiaron el gui?o de los conjurados. Poco a poco, los dem¨¢s fueron sum¨¢ndose a la conspiraci¨®n. Cuando volvieron al campo llevaban una tar¨¢ntula en el entrecejo. Ten¨ªan el colmillo envenenado y se hab¨ªan puesto el uniforme de acero.
Siete minutos de v¨¦rtigo les bastaron para tomar el marcador.
M¨¢s tarde, cumplida la pr¨®rroga, Dudek se embosc¨® entre los palos, se marc¨® una polonesa y plane¨® cuatro veces hasta el B¨®sforo.
Luego recogimos la Copa y brindamos con ella. A medianoche, todos ten¨ªamos casa en Anfield Road.
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