Bicicletas
El organismo tiende a desarrollar una dependencia patol¨®gica del autom¨®vil que a m¨ª s¨®lo se me ocurre comparar al s¨ªndrome de abstinencia del toxic¨®mano o a ese impulso que hace vagar al vampiro por las calles oscuras de los poblados, en busca de una ventana abierta por la que introducirse. El drogadicto odia esa sustancia parda que consuela sus venas una vez ingerida, porque su conciencia s¨®lo vive para disfrutarla o a?orarla, y el vampiro no puede apartar jam¨¢s la sangre de sus pensamientos, como si se tratara de un trauma de infancia. Algo as¨ª sucede con el coche: uno lo detesta, prefiere olvidar el monto repetitivo que le cuesta mudar el aceite y renovar los neum¨¢ticos, mejor dejar de lado los problemas de estacionamiento y los solemnes disgustos cada vez que un mecanismo rec¨®ndito renuncia a cumplir su funci¨®n dentro del cap¨®, mejor obviar tambi¨¦n la gasolina, que pronto se encontrar¨¢ all¨ª donde Yuri Gagarin, en la estratosfera. Y sin embargo, dependemos de ese lastre para desplazarnos a todas partes, para ir a cumplir un ¨ªnfimo recado a la mercer¨ªa de la esquina o taponar las callejuelas del centro con su carrocer¨ªa igual que botellas de gaseosa. En medio de este arrebato de resignaci¨®n y rabia entreveradas, leo en el peri¨®dico las declaraciones de Gerardo Pedr¨®s, profesor de la Universidad de C¨®rdoba e impulsor del Observatorio de la Publicidad de la Movilidad Sostenible, donde afirma que los anuncios de coches se asemejan sospechosamente a los tubos de escape, porque s¨®lo ofrecen humo, y que un veh¨ªculo de gran cilindrada, por muchas letras y pr¨¦stamos que su amo haya invertido en obtenerlo, jam¨¢s podr¨¢ aspirar a la movilidad y el desahogo urbano de que goza una bicicleta, esa Cenicienta del asfalto.
Recuerdo un poema de Neruda de su ¨¦poca bolchevique, en que se compara a las bicicletas con insectos que el autor ve aletear por las calles, con muchachas y obreros sobre los ¨¦litros, camino de la flor, del vino, del sol y de la vida. Los ciclistas, seg¨²n Neruda, viajan erguidos encima de sus m¨¢quinas, "entregando / los ojos / al verano", y es que el verano es la estaci¨®n privilegiada de la bicicleta, como ya anunciaba Fern¨¢n-G¨®mez en el t¨ªtulo de su famosa obra teatral. Pensando en todo esto, tambi¨¦n yo querr¨ªa tener una bicicleta y arrumbar en el garaje a ese coche antip¨¢tico que me da tantos disgustos. Una y otra variedad de transporte son enemigas, opuestas, como las ant¨ªpodas de una esfera; donde la bicicleta, ese esqueleto desnudo compuesto de travesa?os y barras, promete aire libre, soltura, juventud y sencillez, el coche aporta la oscuridad de la cabina, la necesidad de protecci¨®n, el ambiente viciado, la introversi¨®n. En la bicicleta todo se produce cuerpo a cuerpo, la luz y el viento y el polen y las miradas salen al encuentro del ciclista ba?¨¢ndole los hombros, y por eso ese veh¨ªculo es quiz¨¢ el m¨¢s er¨®tico que existe: en un texto de su cent¨®n ?ltimo round, Cort¨¢zar dedic¨® una prolija declaraci¨®n de amor a una chica que rozaba sus nalgas contra un sill¨ªn mientras conversaba con una amiga. Se me ocurre pensar que, en cierto sentido, tambi¨¦n nuestra alma usa ruedas y que hay ciclistas del esp¨ªritu y esp¨ªritus automovilistas, dependiendo de si se protegen o no detr¨¢s de un parabrisas. Y que, cierto, la mayor mortandad siempre se produce entre quienes eligen el coche para sentir.
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