Mentiroso patol¨®gico
Periodista, explorador y un mentiroso compulsivo, Henry Morton Stanley salt¨® a la fama por entrevistar en el nacimiento del Nilo al doctor Livingstone, pero se silenciaron las peores 'haza?as' de este hombre insensible al dolor, como su alianza con el rey Leopoldo de B¨¦lgica, que dio lugar a un aut¨¦ntico genocidio en el Congo.
"El 16 de octubre del a?o 1869 me hallaba en Madrid, y en mi casa de la calle de la Cruz, reci¨¦n llegado de la masacre de Valencia. A las diez de la ma?ana, Jacobo me trajo un telegrama que conten¨ªa las siguientes palabras: 'Venga a Par¨ªs. Asunto importante'. Estaba firmado por James Gordon Bennett, hijo, el director del New York Herald". El reportero Stanley afirma despu¨¦s que le bast¨® un par de horas en estar listo para el viaje. Era el comienzo de su gran aventura en busca del doctor Livingstone, aunque, en realidad, el telegrama no lo recibi¨® el 16 de octubre, sino el 15 de septiembre. Ese d¨ªa no se encontraba en Madrid, sino en Valencia, y no sali¨® hacia Par¨ªs hasta el 27 de octubre. Por cierto, Jacobo era en realidad Jacinto, su casero. Demasiadas mentiras en tan pocas l¨ªneas.
As¨ª era Henry Morton Stanley: un mentiroso patol¨®gico, un enmascarador de la realidad, un hombre insensible ante el dolor y la tragedia de los dem¨¢s y un fabulador de s¨ª mismo, pero la historia de este personaje atormentado y fr¨¢gil que odiaba ?frica, aunque lleg¨® a ser uno de sus grandes exploradores, no se puede entender sin la dureza de sus or¨ªgenes. Si admitimos que la infancia traza el mapa de la vida adulta, la de John Rowlands, su verdadero nombre, dej¨® una cartograf¨ªa laber¨ªntica de la que apenas pudo escapar. Empecemos por su apellido, Rowlands, que fue comprado por unas pocas guineas a uno de los borrachos del pueblo gal¨¦s de Denbigh, donde naci¨® en 1841. Su madre, Elizabeth Parry, no se encontraba en condiciones de saber qui¨¦n era en el pueblo el padre de su hijo, por lo que en su partida de nacimiento la inscripci¨®n qued¨® as¨ª: "John Rowlands. Bastardo". Tampoco pudo hacerse cargo de ¨¦l y fue adjudicado a un familiar que se desprendi¨® del muchacho cuando ten¨ªa seis a?os intern¨¢ndole en el hospicio de Saint Asaph, donde vivi¨® hasta los 15. "El ni?o Rowlands", escribi¨® un anciano Stanley en su mejor estilo, "llevaba grabada en la frente la marca sat¨¢nica de Ca¨ªn". Cumplida la edad l¨ªmite para permanecer en el hospicio pas¨® dando tumbos por varios hogares familiares, trabajando en sucesivos oficios, hasta que se enrol¨® como grumete en el Windermere con destino a Nueva Orleans. Era 1858 y ten¨ªa s¨®lo 17 a?os.
Estaba en Am¨¦rica, la geograf¨ªa de las promesas y las oportunidades. Era un emigrante m¨¢s que al desprenderse de una familia que no le quiso y para la que s¨®lo fue una carga, se sent¨ªa libre para construirse de nuevo a s¨ª mismo. Despu¨¦s de varios empleos dio con el comerciante Henry Hope Stanley, para quien trabaj¨® como empleado durante un tiempo. En este punto y como ser¨¢ constante en su vida, las versiones difieren seg¨²n sea la propia en su Autobiograf¨ªa, o la de los bi¨®grafos que se han molestado en indagar en su vida real. En el primer caso, ¨¦l mismo cuenta que este comerciante se port¨® como un verdadero padre, pues le dio su afecto, su apoyo y su apellido, adopt¨¢ndole como hijo. La segunda versi¨®n es otro cantar; si bien prueba que el muchacho trabaj¨® para su establecimiento, niega que actuara como su padre, pues las diferencias hab¨ªan sido tantas que incluso despu¨¦s de su relaci¨®n laboral hab¨ªa prohibido a su familia nombrarle. Tampoco le hab¨ªa adoptado. Ya ten¨ªa dos hijas en esa condici¨®n y no deseaba sumar un tercero.
Fue as¨ª, en un acto unilateral, como el joven gal¨¦s John Rowlands pas¨® a ser Henry Stanley, americano de pura cepa. Este complejo proceso de conversi¨®n a una nueva identidad a¨²n tardar¨ªa algunos a?os en afirmarse del todo, pues su apellido intermedio, Morton, como si delatase ¨ªntimas dudas sobre s¨ª mismo, variaba a menudo y se transformaba en Morelake, Moreland o Morley. El sentimiento de rechazo y el desdoblamiento de identidad fue su verdugo de por vida. Henry Stanley era el esforzado superviviente de la desgraciada infancia de John Rowlands. Persona y personaje siempre marchar¨ªan unidos, muy a su pesar.
Con su nuevo apellido inici¨® una vida trepidante que le llev¨® a ser granjero en el Sur y despu¨¦s voluntario en el ej¨¦rcito confederado, del que desert¨® nada m¨¢s entrar en combate. El hombre que justific¨® su actividad en ?frica como portavoz de una civilizaci¨®n superior que evitar¨ªa entre otros males la esclavitud, era en esos a?os tan sudista y tan racista como para afirmar lo siguiente: "Yo no alcanzaba a comprender c¨®mo un ser hocicudo de tez de holl¨ªn, tra¨ªdo de un pa¨ªs lejano, pod¨ªa crear tantas tensiones entre hermanos de raza blanca". Tras alistarse en la marina, desertar de nuevo e intentar dar la vuelta al mundo, se fue, como tantos otros, a buscar fortuna al Oeste. Intuitivamente ya hab¨ªa comprendido de s¨ª mismo un par de cosas: la primera, que le gustaban los espacios de acci¨®n, las armas, las situaciones que le hac¨ªan sentir la adrenalina de su poder. La segunda ven¨ªa impuesta por su soledad y su desarraigo: puesto que no ten¨ªa a nadie que le escuchase en particular, hab¨ªa que buscar algo con lo que comunicarse, y eso pod¨ªa ser el periodismo. Stanley, qui¨¦n sabe por qu¨¦ extra?o mecanismo de compensaci¨®n, desarroll¨® en esos a?os una escritura ligera y precisa, vibrante, llena de color. Su facilidad para la narraci¨®n era innata. Por encima de cualquier otra cosa, Stanley siempre fue un escritor de primera.
Colaboraba para varios peri¨®dicos locales y se ganaba la vida como periodista describiendo escenas b¨¦licas que ten¨ªan como protagonistas a los generales Grant y Sherman o al coronel Custer. Como ¨¦l, y en esas mismas trincheras del salvaje Oeste, andaban desarrollando oficio personajes como Joseph Pulitzer o Mark Twain. Un buen d¨ªa decidi¨® que hab¨ªa que escalar m¨¢s alto y se dirigi¨® a las oficinas del New York Herald, el peri¨®dico fundado por James Gordon Bennett en 1835 que hab¨ªa ido ganando lectores a base de buscar siempre el ¨¢ngulo apropiado, fuese el que fuese, para sorprender y enganchar a la audiencia. La depuraci¨®n de ese estilo sensacionalista le hab¨ªa hecho l¨ªder indiscutible en ese momento a cuyo frente estaba su hijo de 26 a?os, la misma edad que Stanley, por cierto. Gordon Bennett ya se hab¨ªa fijado en ¨¦l. Hab¨ªa le¨ªdo complacido algunas de sus cr¨®nicas sobre los indios y le recibi¨® personalmente el d¨ªa que Stanley fue a pedirle trabajo.
Su primer cometido para el 'Herald' presagi¨® una relaci¨®n duradera. Fue enviado a Ad¨¦n para escribir sobre una expedici¨®n brit¨¢nica de castigo al Negus de Abisinia. Sus colegas ingleses, que le pusieron m¨¢s de una zancadilla por ser americano, se quedaron estupefactos cuando supieron que la cr¨®nica de Stanley hab¨ªa dado la exclusiva mundial sobre la resoluci¨®n del conflicto. Como siempre que sent¨ªa el aguij¨®n de la burla, desarrollaba una contundente capacidad de venganza. Sus compa?eros se enteraron m¨¢s tarde de que el reportero se hab¨ªa embarcado a toda prisa adelant¨¢ndose a ellos, hab¨ªa sobornado al telegrafista, y el cable submarino se hab¨ªa roto, en un golpe de buena fortuna, poco despu¨¦s de transmitir su cr¨®nica, con lo cual nadie m¨¢s pudo hacerlo. Sobre esto ¨²ltimo se guard¨® mucho de dec¨ªrselo a su jefe.
Su segunda gran misi¨®n, tras cubrir enfrentamientos en Grecia, Turqu¨ªa y Oriente Pr¨®ximo, fue Espa?a. El pa¨ªs viv¨ªa un momento particularmente convulso tras el golpe de Estado del general Prim y el derrocamiento de la reina Isabel II. En total, Stanley vivi¨® entre nosotros dos periodos que van desde 1868 hasta 1873, y el hecho de que no dejara ning¨²n libro escrito sobre su experiencia no resta importancia a una vivencia que fue grata en lo personal y fundamental en lo profesional. Nada m¨¢s llegar entrevist¨® a Prim, que le pareci¨® "un remilgado mayordomo"; asisti¨® a la redacci¨®n de la nueva Constituci¨®n y a los acerados conflictos entre mon¨¢rquicos y republicanos federalistas; segu¨ªa con pasi¨®n las diatribas de Emilio Castelar sobre la libertad de culto, vivi¨® los escenarios de los enfrentamientos carlistas y, en general, trataba de adaptarse a la extra?a forma de vida de los espa?oles, que consist¨ªa "en el trasnoche, el caf¨¦ solo y las tertulias pol¨ªticas". "?A qu¨¦ hora se acostar¨¢ la gente, si es que lo llegan a hacer?", se preguntaba desconcertado.
Todav¨ªa no era un personaje, pero estaba a punto de serlo. Cuando acudi¨® a la llamada de su jefe en Par¨ªs era s¨®lo un periodista cumplidor y espabilado, con buenas dotes de observaci¨®n, que tan s¨®lo deseaba escalar un poco m¨¢s en el mundo de la prensa con el objeto de ganar m¨¢s dinero, casarse y ser relativamente popular entre sus lectores para mitigar esa enojosa necesidad de aceptaci¨®n que le ataba, en sus obsesiones, con la misma fijaci¨®n que el hambriento a la comida. Que su jefe le enviase de nuevo a ?frica por segunda vez con el prop¨®sito de dar con el paradero de Livingstone y entrevistarle s¨®lo era una oportunidad para alcanzar m¨¢s r¨¢pidamente sus objetivos. Pero el encargo le dej¨® mudo: lo de Livingstone era s¨®lo el final, porque antes deb¨ªa dirigirse a la inauguraci¨®n del canal de Suez, despu¨¦s deb¨ªa remontar el Nilo, escribir una gu¨ªa tur¨ªstica, recabar informaci¨®n de los Baker y elaborar un informe de sus exploraciones por la zona. A continuaci¨®n deb¨ªa dirigirse a Jerusal¨¦n y echar un vistazo a las excavaciones arqueol¨®gicas, llegarse despu¨¦s hasta Constantinopla para escribir sobre las tensiones entre el sult¨¢n y el jedive (virrey) de Egipto, dirigirse a Crimea para informar de la guerra ruso-turca y de paso cruzar el C¨¢ucaso hasta el mar Caspio para hacer un reportaje de una expedici¨®n rusa, llegarse hasta Persia pasando por el valle del ?ufrates; de ah¨ª a India, desde donde podr¨ªa tomar un barco a la costa oriental de ?frica, encontrar a Livingstone y salir despu¨¦s para China en una ¨²ltima misi¨®n. La respuesta del aturdido reportero parece que fue un simple: "Har¨¦ todo lo que sea humanamente posible".
Cumpli¨® con creces su cometido, excepto lo de China. El revuelo mundial que se origin¨® tras su encuentro con el personaje m¨¢s medi¨¢tico del momento, el explorador y misionero David Livingstone, lo impidi¨®. Cuando lleg¨® a Zanz¨ªbar tras ese periplo extenuante, la perspectiva de tener que adentrarse en ?frica le deprimi¨®. A diferencia de otros exploradores, comerciantes o misioneros que hab¨ªan elegido su destino, para Stanley era s¨®lo una enojosa obligaci¨®n de su trabajo como reportero: "Me sent¨ªa abatido. Con ganas habr¨ªa renunciado a mi misi¨®n, si no hubiera sido por la orden formal que hab¨ªa recibido". Desde la isla pensaba en el continente "como una inmensa ci¨¦naga". Stanley no am¨® nunca ?frica, s¨®lo se sirvi¨® de ella. Cuando al final de su vida expresaba su nostalgia por el continente, s¨®lo se refer¨ªa a ese espacio idealizado sin normas y ataduras, donde nadie pod¨ªa reprocharle nada y donde podr¨ªa dar rienda suelta a sus instintos, fuesen de la naturaleza que fuesen.
Cuando el 21 de marzo de 1871 parti¨® de Bagamoyo llevaba consigo 191 hombres y los pertrechos habituales de una expedici¨®n, que inclu¨ªan una cama de campa?a para ¨¦l, una ba?era, vajilla de plata, una alfombra persa y unas botellas de champ¨¢n marca Sillony para brindar en su encuentro con Livingstone. Este explorador escoc¨¦s sobreviv¨ªa a sus penalidades tratando de encontrar los ¨²ltimos flecos del nacimiento del Nilo, que los exploradores Speke y Burton hab¨ªan dejado sin cerrar. Era un hombre con un car¨¢cter dulc¨ªsimo que gozaba en Inglaterra de un s¨®lido aprecio popular. Exactamente lo contrario que Stanley, para quien la aventura africana era s¨®lo un reportaje que escribir. Libre de obligaciones morales, el periodista avanzaba por ?frica dejando una estela de destrucci¨®n y muerte. Al lago Tanganica lleg¨® en tan s¨®lo 231 d¨ªas, algo impensable para otros exploradores que tardaban a?os en cumplir sus objetivos, y la vuelta a¨²n fue m¨¢s veloz. Como sucedi¨® en todos sus viajes, ninguno de sus acompa?antes blancos sobrevivi¨® a la dureza de sus m¨¦todos. Es f¨¢cil imaginar la desesperaci¨®n de uno de ellos cuando, enloquecido por el sufrimiento y ya moribundo, dispar¨® a la tienda de su jefe estando ¨¦l dentro. Nunca qued¨® ni un solo testigo que pudiera dar una versi¨®n alternativa a los vibrantes relatos que Stanley publicaba tras sus viajes y que a¨²n hoy despiertan en el lector emociones contrapuestas. Tras quedarse con Livingstone unos meses, volvi¨® a Inglaterra s¨®lo para darse cuenta de que, a pesar del precio pagado por su esfuerzo, los ingleses despreciaban su haza?a s¨®lo porque era un vulgar periodista americano, ?o se trataba tal vez de un bastardo gal¨¦s sin fortuna emigrado a Am¨¦rica? La comunidad cient¨ªfica se encargaba de lo primero proyectando su arrogancia, y la prensa amarilla, exactamente como ocurre ahora, se ocupaba de lo segundo, aireando lo m¨¢s doloroso para una personalidad tan fr¨¢gil: la humillaci¨®n de sus or¨ªgenes, que con tanto esfuerzo trataba de ocultar.
La fama prendi¨® como la dinamita. Entrevistas aqu¨ª y all¨¢, titulares y m¨¢s titulares. James Gordon Bennett estall¨® de envidia: "?C¨¢llese!", le espet¨® en un telegrama desde Nueva York. Demasiado para una personalidad tan egoc¨¦ntrica y mezquina como la del director del New York Herald, que asist¨ªa a la imparable fama de su reportero. Si Stanley era un desalmado, bien pudo inspirarse en su jefe: un aut¨¦ntico cretino. Cuando el periodista cumpli¨® la exhaustiva misi¨®n por medio mundo y lleg¨® a Zanz¨ªbar, se encontr¨® con que Bennett no hab¨ªa enviado los fondos para pertrechar la expedici¨®n de b¨²squeda, y de ella tuvo que hacerse cargo el c¨®nsul norteamericano en la isla; los reportajes y art¨ªculos que iba enviando Stanley al peri¨®dico no fueron firmados con su nombre, y s¨®lo cuando tuvo ¨¦xito y encontr¨® al escoc¨¦s, Gordon dio orden de publicarlos firmados. Su mal estilo lleg¨® al paroxismo cuando public¨® una cr¨ªtica brutal del libro de su empleado m¨¢s brillante (En busca del doctor Livingstone) que tuvo como consecuencia la anulaci¨®n de la gira de conferencias que iba a dar Stanley por Estados Unidos.
Incomprensiblemente, la relaci¨®n laboral continu¨® su curso. Gordon Bennett le vuelve a enviar en una corta misi¨®n a la costa de Ghana, y Stanley, violando una norma sagrada del periodismo, no se contenta con escribir: dispara como uno m¨¢s. Lo sabemos por el general Wolseley, responsable de la operaci¨®n, que alab¨® sin rubor "la sangre fr¨ªa y la buena punter¨ªa del reportero". Pero su gran proeza fue, sin lugar a dudas, su tercer gran viaje a ?frica, en el que acab¨® por definir los or¨ªgenes del Nilo demostrando, al circunvalar el lago Tanganica, que su comienzo no es ¨²nico, sino m¨²ltiple. La expedici¨®n la hab¨ªan sufragado a medias el Daily Telegraph de Londres junto con el New York Herald y en ella se dirigi¨® despu¨¦s al cauce del r¨ªo Lualaba para avanzar por el centro de ?frica hasta topar con las aguas imponentes del majestuoso Congo, del que traz¨® su mapa. Hab¨ªa empleado 999 d¨ªas en recorrer ?frica desde la costa oriental a la occidental, como cuenta en su libro A trav¨¦s del continente negro, una loca carrera que le serv¨ªa para avanzar con un ritmo a¨²n m¨¢s fren¨¦tico, pues entre las toneladas de equipaje transportaba un aut¨¦ntico arsenal destructor compuesto por rifles, fusiles de percusi¨®n, otros de ca?¨®n doble, adem¨¢s de peque?os rev¨®lveres. Sus hombres avanzaban en un tiempo r¨¦cord, s¨ª, porque lo hac¨ªan disparando a matar y dejando abandonados a los enfermos a merced de su suerte.
A su vuelta a Londres, las cr¨ªticas arreciaron. Las asociaciones de derechos humanos clamaban contra este hombre denunciando que su eficacia se asentaba en m¨¦todos inhumanos e intolerables para la dignidad de los nativos. Tambi¨¦n le llov¨ªan los recelos de siempre sobre su condici¨®n de periodista por parte de la comunidad cient¨ªfica, y la sabrosa basura sobre su verdadera identidad inundaba como tinta f¨¦tida las p¨¢ginas de la prensa. La fama era un remolino que agitaba en su interior sentimientos de amargura, humillaci¨®n y desprecio. ?C¨®mo reaccion¨® su imprevisible jefe? Despu¨¦s de sacar buen provecho de la publicidad que reca¨ªa sobre el peri¨®dico, le propuso el m¨¢s dif¨ªcil todav¨ªa. Algo definitivo. Algo que significar¨ªa un bombazo a¨²n mayor ante sus lectores o el m¨¢s heroico de los sacrificios. ?Le pidi¨® una expedici¨®n-reportaje al Polo Norte! Stanley no aguard¨® un d¨ªa m¨¢s y se despidi¨® cabreado, abandonando su empleo. Nunca m¨¢s volvi¨® a vivir en Estados Unidos.
La desaparici¨®n de Gordon Bennett en su vida dio paso a la aparici¨®n de uno de los mayores villanos que ha padecido la humanidad: el rey de B¨¦lgica Leopoldo II, quien convirti¨® la enorme regi¨®n del Congo "en uno de los mayores campos de muerte de la edad contempor¨¢nea", en palabras de Adam Hochschild, autor de El fantasma del rey Leopoldo. El rey contrat¨® a Stanley para que estableciese las bases comerciales que le permitir¨ªan apropiarse de este enorme territorio y explotarlo comercialmente en r¨¦gimen de esclavitud para su beneficio personal. Bajo un h¨¢bil disfraz de intereses humanistas, Leopoldo enga?¨® a la comunidad de cient¨ªficos y exploradores europeos y durante 21 a?os (entre 1885 y 1906) perpetr¨® lo que Vargas Llosa califica de genocidio comparable "a los horrores del Holocausto y el Gulag". Mark Twain, que formaba parte del movimiento internacional contra el esclavismo en esa zona de ?frica, habl¨® de una cifra horripilante: entre cinco y ocho millones de vidas. Stanley estableci¨® las bases comerciales, cobr¨® su sueldo generoso de las arcas belgas y mir¨® para otro lado. Pero esta vez s¨ª hab¨ªa un testigo blanco que vivir¨ªa para contar esa p¨¦trea insensibilidad con que Stanley trataba a la poblaci¨®n africana. Este hombre era Pierre Savorgnan de Brazza, un italiano nacionalizado franc¨¦s, culto, sensible y de maneras tan refinadas que se abr¨ªa paso en los territorios occidentales de la cuenca, que hoy llevan su nombre, m¨¢s con fuegos artificiales y pirotecnia propios de un negociador paciente que con aut¨¦nticas armas de fuego. "Esfu¨¦rcense", arengaba a sus hombres, "por comprender la mentalidad de los negros. M¨¦zclense con ellos. Nada de armas ni de escoltas. No olviden que ustedes son los intrusos". A Brazza le repugnaban los m¨¦todos de Stanley, por eso lo dej¨® bien claro ante la prensa con estas palabras: "Viajo por la regi¨®n como un amigo, no como un mat¨®n".
Despu¨¦s de esta experiencia a¨²n realiz¨® una ¨²ltima expedici¨®n a ?frica en busca de Emin Pach¨¢, un jud¨ªo alem¨¢n llamado Eduard Schnitzer que trabajaba como m¨¦dico en el ej¨¦rcito egipcio. Dicen sus bi¨®grafos que esta expedici¨®n fue la m¨¢s violenta, cruel y sanguinaria de todas, aunque en el curso de la cual reconoci¨® el macizo del Ruwenzori en las famosas Monta?as de la Luna. Acept¨® este trabajo simplemente porque su tercera novia, Dolly Tennant, le hab¨ªa rechazado cuando le propuso matrimonio, aunque acab¨® acept¨¢ndole a su vuelta. Se casaron el 12 de julio de 1890. Stanley ten¨ªa casi 50 a?os y era la primera vez que ten¨ªa una experiencia ¨ªntima con una mujer. Sus dos primeras novias, Katie y Alice Pike, no s¨®lo le hab¨ªan abandonado mientras ¨¦l les escrib¨ªa fogosas cartas de amor desde ?frica, sino que a su regreso se las hab¨ªa encontrado casadas sucesivamente. Muri¨® 15 a?os despu¨¦s de su boda, dejando interrumpida su Autobiograf¨ªa, por lo que no sabemos si consigui¨® por fin alg¨²n pedazo de eso que llamamos paz de esp¨ªritu. ?Le dejaron en paz sus fantasmas?
Algunos, decididamente, no. Su antiguo jefe James Gordon Bennett envi¨® un reportero del New York Herald a su puerta con el cometido de averiguar, despu¨¦s de casados, si hab¨ªa algo de verdad en el rumor de que su antiguo y m¨¢s famoso reportero no s¨®lo dorm¨ªa en camas separadas con su mujer, sino que adem¨¢s la trataba violentamente. Dolly neg¨® los rumores, el reportero parti¨® a cubrir su pr¨®ximo cometido, y respecto a Gordon Bennett, acab¨® sus d¨ªas como esos villanos a los que la vida castiga con el abandono, el olvido y la soledad.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.