Robinson contra los marcianos
Aunque s¨®lo fuera por su relato La puerta en el muro, H. G. Wells merecer¨ªa pasar a la historia de la gran literatura; sin embargo, en el correr del ¨²ltimo siglo, su vigencia como artista se ha difuminado hasta relegarlo al olvido, mientras la influencia de sus creaciones le han vuelto fuente primordial de la cultura popular a trav¨¦s de los canales de la ciencia-ficci¨®n y del debate prof¨¦tico de la sociolog¨ªa de masas. Resulta parad¨®jico que en un escritor tan fecundo -public¨® cerca de cien obras- esa tremenda influencia surja de sus escritos iniciales. Entre ellos, La m¨¢quina del tiempo es el m¨¢s inquietante, El hombre invisible es el m¨¢s hermoso y La guerra de los mundos es el m¨¢s extra?o. Sin embargo, deteng¨¢monos un momento en la que hasta hace nada era d¨¦bil controversia sobre lo "art¨ªstico" de Wells.
En su ensayo El primer Wells, Jorge Luis Borges, sin ocultar una gran estima por el escritor brit¨¢nico, es tajante cuando escribe: "Quienes dicen que el arte no debe propagar doctrinas suelen referirse a doctrinas contrarias a las suyas. Desde luego, tal no es mi caso; agradezco y profeso casi todas las doctrinas de Wells, pero deploro que ¨¦ste las intercalara en sus narraciones". La segunda autoridad llamada a declarar es el poeta Gabriel Ferrater: "El caso de este hombre es exasperante. Una espl¨¦ndida naturaleza de escritor: un estilo ritmado y con movimientos de serpiente, una capacidad de observaci¨®n que deja at¨®nito, una cordial¨ªsima simpat¨ªa por las peque?as gentes y su manera de actuar (...) Pero despu¨¦s viene la cat¨¢strofe. Cuando las ideas entran en acci¨®n todo el arte se esfuma. Wells no menosprecia a sus personajes, pero menosprecia del todo al lector y en cada p¨¢gina le explica cuatro veces c¨®mo se hace una multiplicaci¨®n por tres cifras".
Alguien que le debe mucho a
Wells, y del que enseguida hablaremos, lo dijo bien claro en otro contexto: "La tarea de un verdadero mago es suprimir la soluci¨®n". Orson Welles hablaba del espect¨¢culo de la magia; pero, como casi siempre, se refer¨ªa al arte de narrar. No es un conjunto de reglas, son dones muy trabajados los que plasman la ambig¨¹edad de la verdad y de la vida, su misterio y su espesor, aunque para ello haya de utilizarse no s¨®lo una imparcialidad casi divina, sino incluso falsas tesis o narradores de sospechosa veracidad con el fin de que la narraci¨®n nos empape y llegue hasta nosotros en una atm¨®sfera m¨¢s alta que el mero documento intelectual con mensaje vagamente dramatizado.
Los que creen en la novela de tesis, en la novela de ideas, no creen en la novela. Y es importante se?alarlo aqu¨ª, ya que como los marcianos de Wells, los defensores de las ideas con dimensi¨®n social, intercaladas mejor o peor en un relato, vuelven con sus arrogantes m¨¢quinas de guerra en forma de argumentos contundentes. Son esos mismos quienes no comprenden que las "ideas" hacen de Thomas Mann uno de los literatos m¨¢s amenos del siglo XX, pero un mediocre narrador, y provoca que alg¨²n cr¨ªtico, ajeno por completo al sentido verdadero de la novela, al entender, o creer entender, la presunta "tesis", ya tiene algo de qu¨¦ hablar, un hueso que roer con entusiasmo feroz, y nos recuerde con tristeza aquella frase de Voltaire: "Para triunfar en la vida, no s¨®lo hace falta ser tonto; tambi¨¦n son necesarias las buenas maneras".
Lo curioso del asunto es que, am¨¦n de su pericia narrativa, lo did¨¢ctico de H. G. Wells en esas obras que inauguran un g¨¦nero, funciona porque se integra en la mirada oblicua que forma la esencia de la ciencia-ficci¨®n, como lo hace, dicho sea de paso, en muchos ejemplos de novela posmoderna. Y eso mismo ocurre en La guerra de los mundos.
La guerra de los mundos no es, como se ha dicho tantas veces, ni una profec¨ªa sobre las guerras mundiales, ni un intento de alertar sobre el rearme de Prusia, ni creo que sea tampoco una s¨¢tira sobre la colonizaci¨®n. Si pudi¨¦ramos hablar en t¨¦rminos de "progreso" en el campo de la novela, La guerra de los mundos no se halla muy lejos del Robison Crusoe. La novela de Wells toma la forma de cr¨®nica ante una s¨²bita cat¨¢strofe y la reacci¨®n ante tama?a anomal¨ªa de un determinado tipo moral, un hombre nuevo, "un escritor que se ocupa de cuestiones filos¨®ficas", darwinista declarado, que debe sobrevivir a la flaqueza de una sociedad demasiado satisfecha de s¨ª misma, con unos medios de comunicaci¨®n defectuosos y presa f¨¢cil del p¨¢nico. Los marcianos son un mero catalizador. Los pobres asustan mucho, pero pintan poco.
Para encuadrar su cat¨¢strofe,
Wells busca sus referencias en el terremoto de Lisboa, en las invasiones b¨¢rbaras y en el desastre de Pompeya. Lo importante, o al menos lo importante para Wells, es el recorrido de ese nuevo Robinson por la desolaci¨®n de un Londres destruido. La metr¨®polis se ha convertido en isla hostil y el protagonista llega a encontrarse dos Viernes en su largo trayecto. El Vicario y el Artillero. Que el primero representa a la Iglesia y el segundo al Ej¨¦rcito hasta da verg¨¹enza mencionarlo. Que uno encarna la mera palabrer¨ªa que se paraliza en los momentos decisivos y el otro a un prefascismo que se acaba ahogando en vino y fanfarria ya es asunto m¨¢s problem¨¢tico. Porque, como muy bien indica Fernando Savater en su pr¨®logo, esas ideas que para nosotros son mero fascismo, eran las mismas que profesaba Wells en esos a?os y han quedado en el recuerdo como la borrosa y hasta simp¨¢tica utop¨ªa fabiana. En la novela, seg¨²n Darwin y bajo el dictado de Dios, son unas inofensivas bacterias quienes aniquilan a unos marcianos que no est¨¢n inmunizados contra ellas. Supongo que en la pel¨ªcula de Spielberg, y de acuerdo con las reglas del star-system, la bacteria ser¨¢ interpretada por el actor Cruise.
Contar lo anterior es contar La guerra de los mundos, pero no decirlo todo. Como en el resto de sus primeras novelas, aqu¨ª Wells vuelve a ser magn¨ªfico en casi cada p¨¢gina. Una imaginaci¨®n exuberante como la hierba roja que crece en unas ruinas imaginadas; esos rasgos inesperados de humor; la capacidad de plasmar la tragedia sin resultar nunca rid¨ªculo; un s¨²bito giro final hacia el lirismo desgarrado; y, sobre todo, esa capacidad inventiva que a¨²n hoy resulta singular y logra sorprendernos, tan familiarizados con lo que se nos cuenta por mil pel¨ªculas y novelas. La lectura es un goce. Y entre las dos traducciones disponibles, me gustar¨ªa recomendar la de Ramiro de Maeztu. Aunque a veces se pusiera tan estupendo como el Vicario y el Artillero juntos, don Ramiro domina el espa?ol en un nivel de equivalencia al ingl¨¦s de Wells, nos sit¨²a con facilidad en la ¨¦poca y en lo singular de la invenci¨®n, y destaca el texto de la obra entre un conocido sonsonete de tantas lecturas de ciencia-ficci¨®n posteriores.
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